jueves, 24 de julio de 2008

Los genes no lo son todo



Descubrir que no tenemos muchos más genes que un gusano o que una mosca fue un duro golpe para el orgullo sapiens y quizá también para los científicos que pensaban que el ADN brindaría todas las respuestas sobre la condición humana. Aquello de “es genético” o “tiene el gen de…” dejó de tener demasiado sentido ya a principios del milenio con la secuenciación del genoma humano. Y cada vez está más claro que lo que cuenta no es el ADN y su configuración, sino lo que lo rodea. La realidad es que no somos lo que está escrito en nuestros genes, sino lo que hacemos con ellos. La realidad es que podemos introducir cambios en nuestro genoma, y, lo que es aún más impactante, las modificaciones que introduzcamos pasarán a los hijos y a los nietos.

Lo realmente importante para la vida no es la composición de la doble hélice, si tenemos tal o cual gen, sino qué genes están encendidos y cuáles apagados. Una de las pruebas más palpables y sobre todo visibles de este hecho la obtuvieron Randy Jirtle, un investigador de la Universidad Duke (Estados Unidos), y su equipo. Sus ratones fueron concebidos, nacieron y crecieron en el laboratorio de Jirtle, y aunque parezca increíble son genéticamente idénticos, la composición de su ADN es exactamente la misma. La única y fundamental diferencia entre el rechoncho y amarillo roedor y su marrón y estilizado hermanito se encuentra en las condiciones en las que discurrió su gestación.
“¡Los genes no son el destino! Las influencias medioambientales, entre las que se incluyen la nutrición, el estrés y las emociones, pueden modificar esos genes sin alterar su configuración básica”, escribe, en La biología de la creencia, Bruce Lipton, un biólogo molecular estadounidense que en su libro defiende la capacidad que tiene el ser humano para intervenir y modificar su biología. La consecuencia última de la visible diferencia va más allá de la estética, porque el animal amarillo desarrollará obesidad mórbida, diabetes y muy probablemente morirá de cáncer, mientras que su hermano marrón tiene todos los elementos para vivir una vida sana y tranquila.
El experimento de Jirtle ha puesto en juego elementos que intervienen en la vida cotidiana de los humanos, y aunque los investigadores son prudentes a la hora de trasladar las conclusiones de una especie a otra, admiten que cada vez hay más datos que indican que lo que se ha observado con los ratones amarillo y marrón podría extrapolarse a los humanos. En una primera parte del experimento, el equipo de la Universidad Duke expuso a hembras de ratón en gestación a un agente químico, el BPA, que forma parte del plástico que se encuentra en todas las casas (envases, recipientes, biberones, etcétera). Todos los vástagos que nacieron eran amarillos, o, lo que es lo mismo, con predisposición a sufrir las enfermedades mencionadas.
En la segunda parte del estudio nacieron los ratones mencionados. Los dos de la misma madre y con la misma carga genética. Durante la gestación del roedor amarillo, la madre recibió el BPA y una dieta normal. Sin embargo, durante la gestación del marrón, la progenitora, que también recibió el compuesto del plástico, siguió una dieta especial enriquecida con ácido fólico y genesteína, un folato presente en la soja.
El resultado exterior está a la vista, pero vayamos al interior de las células para ver lo que ha provocado esa diferencia entre hermanos genéticamente idénticos. Lo ocurrido es tan simple como el mecanismo de un interruptor de la luz. En este caso, la bombilla sería un gen asociado con la obesidad, la diabetes y el cáncer. El interruptor de encendido, el BPA; el de apagado, la dieta. Es decir, que aunque el componente plástico tiene un efecto tóxico que enciende el gen patológico, con la dieta se ha logrado eliminar. Todo ello se produce a través de una serie de marcas químicas que cuando están presentes en la estructura del gen lo inactivan.
En lo que se refiere a los humanos, recientemente se ha publicado un nuevo estudio en Proceedings of the National Academy of Science, de Estados Unidos, en el que se ha visto cómo pacientes con tumores de próstata lograron apagar dos familias de genes que favorecen la enfermedad. El apagado se produjo tras tres meses de un estilo de vida diferente: llevaron una dieta baja en grasas, con alimentos no procesados y verduras; practicaron técnicas de control del estrés y ejercicio físico, y, por último, también se ocuparon de su mente, asistieron a grupos de apoyo psicosocial –se sabe que el estrés psicológico provoca el encendido y apagado de genes–. Las conclusiones del trabajo son preliminares, pero están en consonancia con las de otros similares, de modo que el camino parece ser el adecuado.
“Hay que luchar contra el determinismo genético. El genoma nos da una tendencia a ser de cierta manera, pero es cómo vivimos lo que hace que seamos de una forma determinada”, explica Manel Esteller, director de epigenética del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (Madrid) y del Instituto Catalán de Oncología (Barcelona). Esteller es un reconocido experto en epigenética. Esta disciplina, con poco más de una década de existencia, es una auténtica revolución en la biología; algunos la llaman el segundo genoma o el interlocutor entre genoma y ambiente. La epigenética ha podido dar respuestas donde la genética ya no tenía ninguna: por qué los ratones idénticos genéticamente son tan diferentes, por ejemplo. “La diferencia entre genética y epigenética probablemente puede compararse con la diferencia que existe entre escribir y leer un libro. Una vez que el libro ha sido escrito, el texto (los genes) será el mismo en todas las copias. Sin embargo, cada lector podría interpretar la historia del libro de una forma ligeramente distinta, con sus diferentes emociones y proyecciones, que pueden ir cambiando a medida que se desarrollan los capítulos”, comenta Thomas Jenuwein, investigador austriaco.
No tan espectaculares a la vista como los ratones americanos, pero tanto o más significativos, son los resultados del grupo de Manel Esteller. Sus investigaciones con personas genéticamente idénticas son conocidas en todo el mundo por su importancia y trascendencia. El investigador español ha estudiado a decenas de parejas de gemelos de distintas edades, y ha podido observar cómo la forma de vida va dejando sus huellas en el ADN en forma de genes que se encienden y se apagan. Un solo dato ilustra bastante bien los hallazgos de Esteller: las diferencias en las marcas químicas presentes en los genes –cambios epigenéticos– de gemelos de 50 años son cuatro veces mayores que las que se pueden encontrar en gemelos de sólo tres años. Además, la disparidad aumenta a medida que aumentan las diferencias en el estilo de vida.
Obviamente, la influencia de la epigenética en nuestras vidas no se limita a las patologías como el cáncer, que es el principal objetivo de Manel Esteller, sino que condiciona el proceso de envejecimiento, el comportamiento y, por supuesto, la salud emocional y mental. “Estamos estudiando la enfermedad de Alzheimer, y hemos encontrado que el patrón epigenético [las marcas químicas en el ADN] de un cerebro con esta patología es diferente del de uno sano”, explica Esteller. También en las cada vez más frecuentes enfermedades autoinmunes se han observado cambios epigenéticos que hacen que algunos genes se expresen, y que, por tanto, se produzca una respuesta inmune contra el propio organismo. Tampoco los trastornos cardiovasculares escapan a esta sutil marca.
Sin embargo, lo más importante y trascendente es que todos los cambios epigenéticos se transmiten a las generaciones futuras. Son ya famosos los experimentos con ratas de Michael Meaney de la McGill University de Montreal (Canadá), en los que se vio que cuando las hijas de madres descuidadas y poco amorosas eran criadas por ratas cariñosas y afectivas, la herencia genética quedaba de lado, y cuando esas hijas se convertían a su vez en progenitoras, se comportaban como sus madres adoptivas y no como las biológicas. Dicho de otro modo, la herencia no es ni mucho menos una fatalidad porque es posible cambiarla.
En el caso de los humanos, algunos estudios de poblaciones han encontrado que el tipo de alimentación de los abuelos tiene un efecto sobre el riesgo que tienen los nietos de desarrollar diabetes o enfermedades cardiovasculares. De modo que no sólo somos lo que comemos nosotros, sino lo que comieron, lo que respiraron, lo que sintieron…nuestros ancestros. Hasta ahora estas tendencias no tenían una confirmación biológica, pero “cada vez hay más datos que sugieren que la epigenética sana se transmite a las generaciones futuras, y la alterada, también”, asegura Esteller. O sea, que aquello de “mi cuerpo es mío y hago lo que quiero” está muy bien, pero hay que tener en cuenta que los descendientes también van a sufrir los excesos o a beneficiarse de los cuidados. Como ha dicho un conocido genetista del University College London, “todos somos guardianes de nuestro genoma”.
De hecho, la epigenética, además de su impacto directo en nuestras vidas, remueve los cimientos de la mismísima teoría de la evolución. Parece que Charles Darwin no tenía toda la razón. Por su parte, el despreciado Jean-Baptiste Lamarck, un naturalista francés ligeramente anterior a Darwin, que de alguna manera ya había descrito la epigenética en el siglo XIX, debería obtener finalmente su lugar en el olimpo científico. Para Darwin, los cambios en el ADN que se dan en el proceso evolutivo son fruto del azar, mientras que Lamarck sostenía que se producen debido a la interacción con el medio ambiente y a la adaptación a él. Los seguidores de Darwin despreciaron y casi borraron de la historia de la ciencia la teoría lamarckiana, hasta que las investigaciones epigenéticas aparecieron en escena y comenzaron a dar pruebas objetivas de su validez. “Lamarck no debería haber sido tan denostado”, opina Esteller.
Continuando con la idea de modificar la biología, Bruce Lipton, en el libro mencionado anteriormente, va un paso más allá en las implicaciones de la epigenética y la pone en relación con el cerebro y el poder de la mente para producir cambios biológicos. El denominado efecto placebo es el más claro de ellos: un alto porcentaje de pacientes se curan porque creen que están recibiendo un medicamento cuando lo que están tomando es un simple caramelo. El científico estadounidense menciona el caso de una mujer que participaba en un ensayo clínico con un antidepresivo y que mejoró espectacularmente de una depresión de años. La participante no recibía el antidepresivo, sino placebo, pero lo destacado del asunto es que las pruebas de imagen mostraban que la actividad de su cerebro había cambiado. La biología respondió a algo tan inmaterial como la sugestión o el pensamiento. Y para ilustrar que lo contrario también se cumple, el caso de un hombre que, tras ser diagnosticado de cáncer de esófago y haber recibido los tratamientos pertinentes, muere tal y como sus médicos le habían asegurado y vaticinado. Lo curioso del caso es que cuando le practicaron la autopsia no encontraron suficientes signos de cáncer como para haberle causado la muerte. Uno de los terapeutas que le atendieron dijo en un programa de Discovery Health Channel: “Murió con cáncer, pero no de cáncer”.
“Uno de los privilegios de ser un humano es que podemos hacer real nuestro pensamiento”, explicaba Joe Dispenza, bioquímico estadounidense especializado en el funcionamiento de la mente, en una entrevista realizada durante la presentación en España de su libro Desarrolla tu cerebro. La ciencia de cambiar tu mente. “De igual modo, el cerebro cambia como resultado del pensamiento”, añadía.
Lo que propone Dispenza para utilizar la mente en nuestro beneficio, tanto físico como psíquico, tiene mucho que ver con lo que hicieron los individuos con tumores de próstata: cambiar el estilo de vida. “Si pensamos siempre de la misma manera y nos comportamos de la misma manera, el cerebro no cambia. Lo que tenemos que hacer es forzar al cerebro a activarse de forma diferente”. La idea biológica que subyace a esta afirmación es que es necesario romper los hábitos, proponerse actuar, pensar e incluso sentir de una manera distinta a la habitual. De este modo se estimula la creación de nuevas conexiones neuronales a la vez que se debilitan las que nos mantienen en el mismo círculo de repeticiones. En una ocasión, un neurocientífico de la Universidad de California en San Francisco, Michael Merzenich, explicó que en cada momento elegimos cómo va a funcionar nuestra hiperflexible mente y así elegimos quién seremos en el momento siguiente. Efectivamente, la clave de esta posibilidad para modelar el cerebro está en su enorme elasticidad. La misma que nos permite aprender sin cesar y que también reorganiza todo cuando una de las áreas no funciona para que otras asuman al menos una parte de su trabajo.
Existe un cada vez más nutrido grupo de investigadores que estudian los aspectos más misteriosos del cerebro, como la conciencia, los límites de la mente y esa capacidad para cambiarse a sí mismo que tiene efectos sobre la biología. Ahí entran los numerosos experimentos que se han realizado en torno a la meditación, las terapias conductistas y la visualización, entre otras. Sin embargo, siguen siendo cuestiones controvertidas, y muchos neurocientíficos prefieren no entrar en ellas por considerar que no son materia de ciencia. Se ha dicho muchas veces que éste es el siglo del cerebro, de modo que es de esperar que, al igual que la epigenética ha aparecido para cubrir las lagunas que dejaba la genética, surja una epineurología (epi, prefijo griego que significa sobre o por encima).

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