Por Gervasio Noailles *
En las últimas semanas se ha hablado mucho de un discurso muy difundido en relación con qué hacer con quien comete un asesinato. El dislate fue pronunciado por Susana Giménez y es algo más que un disparate irresponsable de una figura pública, son muchos los que se hacen eco de ese discurso. Es por eso que vale la pena pensarlo para analizar la lógica que lo sostiene. El discurso de Susana –llamémoslo “Su discurso”– sostiene que “quien mata debe morir”. Para analizar la estructura lógica que sostiene ese discurso se propone transformar la máxima de Giménez en pregunta: ¿quién que mata debe morir según Su discurso?
Hay víctimas y Víctimas (con mayúsculas). Según Su discurso, “Quien mata a una Víctima debe morir”, ya que las Víctimas tienen un derecho legítimo a descargar una violencia retaliatoria. Sin embargo, Su discurso no dice nada de las víctimas (con minúscula) que mueren cotidianamente –por abortos mal realizados, por falta de insumos en salas de atención médica, por violencia policial, de cáncer producto de agrotóxicos para cultivar soja transgénica–; tampoco dijo nada de las víctimas de la dictadura.
¿Cuál es la diferencia entre una Víctima y una víctima? ¿Cuál es la operación biopolítica que lleva a que la muerte de una Víctima produzca un revuelo mediático mientras que las muertes de otros miles de víctimas pasan inadvertidas?
René Girard (La víctima y lo sagrado, Anagrama, 1983) sostiene que hay víctimas que cumplen con un rol social: las llama “víctimas sacrificiales” o “víctimas propiciatorias”. En los pueblos que carecen de un sistema judicial que centralice los castigos por violar la ley, se corre el riesgo de una escalada de violencia retaliatoria que podría destruir a la comunidad. Para evitar eso, la violencia es descargada en rituales sacrificiales en los que se mata animales. En el modelo teórico de Girard, la víctima sacrificial es aquella sobre la que la sociedad desvía una violencia que amenaza con lastimar a sus propios miembros. La víctima sacrificable debe conservar algún tipo de parecido con los miembros de la sociedad a los que sustituye para ser receptora de la violencia desplazada.
La lógica sacrificial se sostiene en un punto de tensión entre la continuidad (la semejanza) y la discontinuidad (la diferencia) entre la víctima y los seres humanos sustituidos por ésta. Si la diferencia entre la víctima y la comunidad es muy grande, la víctima no podrá atraer hacia sí la violencia que circula en la sociedad. Si al contrario existe un exceso de continuidad, la violencia circulará con demasiada facilidad, tanto en un sentido como en otro y el sacrificio perderá su razón de ser. Si el sacrificio logra su objetivo, debe ser entendido como una violencia purificadora; pero si ocurre exceso de semejanza o de diferencia entre la víctima sacrificial y los miembros de la comunidad sustituidos por ésta, se genera la crisis sacrificial.
Un pasaje central del Antiguo Testamento ilustra esta lógica. Caín y Abel tienen distintas actividades y ambos ofrecen en sacrificio –en holocausto, dice el texto bíblico– a Dios el producto de su trabajo. Caín cultiva la tierra y ofrece a Dios el fruto de su cosecha. Abel es pastor y sacrifica a los primogénitos de su rebaño. Los animales sacrificados por Abel cumplen con la condición de semejanza necesaria para ser víctimas sacrificiales. Caín –al no contar con animales para dar en sacrificio– no tiene la posibilidad de ofrecer a Dios el engaña violencia que es el sacrificio animal. Es por ello que se ve llevado a sacrificar a Abel. En esta misma línea de análisis, Dios envía un cordero a Abraham otorgándole así una víctima sacrificial sustituta: de esta manera Isaac es salvado de la violencia sacrificial que debía recaer sobre él.
En los sistemas rituales judaico o de la Antigüedad clásica, las víctimas son casi siempre animales, mientras que, en otros sistemas, los miembros de la comunidad amenazados por la violencia se sustituyen con seres humanos.
La ganancia que se obtiene al depositar la violencia en la víctima sacrificial es que se trata de un individuo –ser humano o animal– que no es defendido por nadie y, por lo tanto, no hay peligro de una violencia recíproca que podría provocar una escalada de violencia que llevaría a la destrucción de la comunidad. Al depositar la violencia en una víctima sacrificial, lo que se obtiene es una descarga violenta sin el peligro de la retaliación.
Dentro de este esquema, la función de la víctima sacrificable es proteger a los miembros de la comunidad de una violencia –que, al igual que Freud o Benjamin, Girard considera estructural y fundante– que, de no ser expiada sobre la víctima sacrificial, crecería exponencialmente hasta destruir a la comunidad.
Girard otorga un lugar estructural a las víctimas sacrificiales, ya que, en su modelo teórico, las comunidades que no han contado con mecanismos para expiar la violencia fundante se destruyen a sí mismas al quedar atrapadas en escaladas ilimitadas de violencia retaliatoria.
En el modelo teórico de Girard no existe ninguna diferencia esencial entre la lógica sacrificial cuando la víctima es un ser humano o un animal. Cabe preguntarse entonces cuáles son las condiciones que permiten que un ser humano pueda ocupar el lugar de víctima sacrificable en el mundo contemporáneo.
El homo sacer es una figura del derecho romano que se refiere a la vida a la que se le puede dar muerte lícitamente. Es una figura jurídica que implica a la vez la impunidad de darle muerte y la prohibición de su sacrificio. El homo sacer es, por lo tanto, alguien a quien se puede matar sin realizar un asesinato y sin que se trate de una muerte ritual. Giorgo Agamben señala que la figura del sacer es condición necesaria para la constitución del orden jurídico-político.
Agamben introduce la relación de bando como aquella que “ha constituido desde el origen la estructura propia del poder soberano”. (Agamben, Homo sacer I, Madrid, Editora Nacional, 2002.) El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir, queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior, se confunden. La relación originaria de la ley con la vida no es aplicación, sino el abandono (Agamben, ob. cit.)
Que la relación de bando conforme la estructura de poder soberano le permite a Agamben afirmar que el poder político se funda en una vida a la que se le puede dar muerte y que ésta se politiza a partir de la posibilidad de que se le dé muerte.
La analogía estructural entre excepción soberana y sacratio muestra aquí todo su sentido. En los límites extremos del ordenamiento, soberano y homo sacer ofrecen dos figuras simétricas que tiene la misma estructura y están correlacionadas, en el sentido de que soberano es aquel con respecto del cual todos los hombres son potencialmente homini sacri, y homo sacer es aquél con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos (Agamben, ob. cit.).
Discurso Su
Según la lógica de Su discurso, la muerte de una Víctima genera un escándalo, ya que se trata de lo que Girard llama una crisis sacrificial: una situación donde la violencia social se ha descargado sobre una víctima que cuenta con atributos identitarios que lo asemejan en demasía al grupo que quiere expiar la violencia fundante.
Las víctimas (con minúscula) son los homini sacri, aquellos a los cuales todos los hombres pueden dar muerte sin que ello implique delito alguno. Son semejantes y son diferentes y, por lo tanto, cumplen el rol sacrificial: pueden ser matados sin que ello implique delito alguno. El rasgo de continuidad –de semejanza– está dado por su condición de seres humanos; el rasgo de discontinuidad –de diferencia– está dado por ser culpables –no importa de qué– o sospechosos de ser culpables.
Un supuesto implícito en Su discurso sostiene que las Víctimas son inocentes. Esta construcción está fuertemente determinada por la tradición judeocristiana. Al rastrear el lugar dado a las víctimas en el Antiguo Testamento, se observa con claridad cómo el discurso bíblico considera víctimas sólo a quienes son enteramente inocentes.
Noé era un hombre justo, irreprochable entre sus contemporáneos, y siguió siempre los caminos de Dios. Tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Pero la tierra estaba pervertida a los ojos de Dios y se había llenado de violencia. Al ver que la tierra se había pervertido, porque todos los hombres tenían una conducta depravada, Dios dijo a Noé: “He decidido acabar con todos los mortales, porque la tierra se ha llenado de violencia a causa de ellos. Por eso los voy a destruir junto con la tierra (Génesis, 6: 914).
El pasaje es contundente: quienes son culpables de haber pervertido la tierra pueden ser destruidos por Dios sin que por ello sean víctimas de la furia divina. El paradigma de la víctima inocente es Jesús, quien muere en la cruz por pecados que él no ha cometido. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud se pregunta en dónde radica la fuerza interna de las representaciones religiosas. Freud señala que se puede llamar ilusión a una creencia “cuando en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo”. Freud concibe a las representaciones religiosas como ilusiones, por lo tanto se puede concebir la representación religiosa sobre las víctimas como una satisfacción sustitutiva de un deseo reprimido.
Una contribución fundamental de la teoría psicoanalítica al tema estudiado sería aportar elementos que permitan hipotetizar acerca del tipo de satisfacción que permite el discurso que concibe a las víctimas como enteramente inocentes. Como hipótesis, se plantea que la ganancia que se obtiene con la construcción de víctimas inocentes es la habilitación para un modo primario de descarga sin mediaciones de ningún tipo. Si para ser considerado Víctima es necesario ser inocente, entonces quien es culpable puede ser receptor de una acción violenta sin que ello implique delito alguno. Si esto es así, el discurso que impone la condición de inocencia a las víctimas es solidario del discurso de la justicia por mano propia. La construcción de la Víctima inocente posibilita un tipo de descarga primaria que evita el rodeo que impone el sistema judicial.
A partir de la tesis de Girard, se puede afirmar que la inocencia de las víctimas permite el imperio del principio del placer y con ello una descarga retaliatoria inmediata, evitando el principio de realidad impuesto por el sistema judicial propio de los Estados modernos.
El discurso jurídico ha desarrollado una amplia tipología de víctimas según el grado de culpabilidad o responsabilidad de las mismas. Hay víctimas enteramente culpables y al no dejar de ser víctimas conservan derechos civiles. (Neuman, E, Victimología, ed Universidad, 1994). La concepción de las víctimas sostenida por el discurso jurídico implica un mayor gasto de energía, ya que un proceso judicial impone esperas y disgresiones. Dichos rodeos son los que otorgan las garantías procesales necesarias para una inclusión social plena de los ciudadanos en el Estado moderno.
En última instancia, Su discurso no dice nada de las responsabilidades de toda la sociedad sobre las injusticias que pesan sobre quienes ven sistemáticamente violados sus derechos humanos más elementales. La inseguridad tan temida es un tipo de violencia retaliatoria de una clase social sometida a la violencia cotidiana de ser testigo de la opulencia a la que jamás podrá tener acceso. La inseguridad parece que es el precio a pagar por acumular riquezas en una sociedad desigual. Quien quiera exigir seguridad deberá ante todo pensar qué ha hecho para generar una sociedad más justa y, por lo tanto, más segura.
* Magister en Psicología Social Comunitaria. Docente e Investigador de la UBA.
pagina12.com.ar
En las últimas semanas se ha hablado mucho de un discurso muy difundido en relación con qué hacer con quien comete un asesinato. El dislate fue pronunciado por Susana Giménez y es algo más que un disparate irresponsable de una figura pública, son muchos los que se hacen eco de ese discurso. Es por eso que vale la pena pensarlo para analizar la lógica que lo sostiene. El discurso de Susana –llamémoslo “Su discurso”– sostiene que “quien mata debe morir”. Para analizar la estructura lógica que sostiene ese discurso se propone transformar la máxima de Giménez en pregunta: ¿quién que mata debe morir según Su discurso?
Hay víctimas y Víctimas (con mayúsculas). Según Su discurso, “Quien mata a una Víctima debe morir”, ya que las Víctimas tienen un derecho legítimo a descargar una violencia retaliatoria. Sin embargo, Su discurso no dice nada de las víctimas (con minúscula) que mueren cotidianamente –por abortos mal realizados, por falta de insumos en salas de atención médica, por violencia policial, de cáncer producto de agrotóxicos para cultivar soja transgénica–; tampoco dijo nada de las víctimas de la dictadura.
¿Cuál es la diferencia entre una Víctima y una víctima? ¿Cuál es la operación biopolítica que lleva a que la muerte de una Víctima produzca un revuelo mediático mientras que las muertes de otros miles de víctimas pasan inadvertidas?
René Girard (La víctima y lo sagrado, Anagrama, 1983) sostiene que hay víctimas que cumplen con un rol social: las llama “víctimas sacrificiales” o “víctimas propiciatorias”. En los pueblos que carecen de un sistema judicial que centralice los castigos por violar la ley, se corre el riesgo de una escalada de violencia retaliatoria que podría destruir a la comunidad. Para evitar eso, la violencia es descargada en rituales sacrificiales en los que se mata animales. En el modelo teórico de Girard, la víctima sacrificial es aquella sobre la que la sociedad desvía una violencia que amenaza con lastimar a sus propios miembros. La víctima sacrificable debe conservar algún tipo de parecido con los miembros de la sociedad a los que sustituye para ser receptora de la violencia desplazada.
La lógica sacrificial se sostiene en un punto de tensión entre la continuidad (la semejanza) y la discontinuidad (la diferencia) entre la víctima y los seres humanos sustituidos por ésta. Si la diferencia entre la víctima y la comunidad es muy grande, la víctima no podrá atraer hacia sí la violencia que circula en la sociedad. Si al contrario existe un exceso de continuidad, la violencia circulará con demasiada facilidad, tanto en un sentido como en otro y el sacrificio perderá su razón de ser. Si el sacrificio logra su objetivo, debe ser entendido como una violencia purificadora; pero si ocurre exceso de semejanza o de diferencia entre la víctima sacrificial y los miembros de la comunidad sustituidos por ésta, se genera la crisis sacrificial.
Un pasaje central del Antiguo Testamento ilustra esta lógica. Caín y Abel tienen distintas actividades y ambos ofrecen en sacrificio –en holocausto, dice el texto bíblico– a Dios el producto de su trabajo. Caín cultiva la tierra y ofrece a Dios el fruto de su cosecha. Abel es pastor y sacrifica a los primogénitos de su rebaño. Los animales sacrificados por Abel cumplen con la condición de semejanza necesaria para ser víctimas sacrificiales. Caín –al no contar con animales para dar en sacrificio– no tiene la posibilidad de ofrecer a Dios el engaña violencia que es el sacrificio animal. Es por ello que se ve llevado a sacrificar a Abel. En esta misma línea de análisis, Dios envía un cordero a Abraham otorgándole así una víctima sacrificial sustituta: de esta manera Isaac es salvado de la violencia sacrificial que debía recaer sobre él.
En los sistemas rituales judaico o de la Antigüedad clásica, las víctimas son casi siempre animales, mientras que, en otros sistemas, los miembros de la comunidad amenazados por la violencia se sustituyen con seres humanos.
La ganancia que se obtiene al depositar la violencia en la víctima sacrificial es que se trata de un individuo –ser humano o animal– que no es defendido por nadie y, por lo tanto, no hay peligro de una violencia recíproca que podría provocar una escalada de violencia que llevaría a la destrucción de la comunidad. Al depositar la violencia en una víctima sacrificial, lo que se obtiene es una descarga violenta sin el peligro de la retaliación.
Dentro de este esquema, la función de la víctima sacrificable es proteger a los miembros de la comunidad de una violencia –que, al igual que Freud o Benjamin, Girard considera estructural y fundante– que, de no ser expiada sobre la víctima sacrificial, crecería exponencialmente hasta destruir a la comunidad.
Girard otorga un lugar estructural a las víctimas sacrificiales, ya que, en su modelo teórico, las comunidades que no han contado con mecanismos para expiar la violencia fundante se destruyen a sí mismas al quedar atrapadas en escaladas ilimitadas de violencia retaliatoria.
En el modelo teórico de Girard no existe ninguna diferencia esencial entre la lógica sacrificial cuando la víctima es un ser humano o un animal. Cabe preguntarse entonces cuáles son las condiciones que permiten que un ser humano pueda ocupar el lugar de víctima sacrificable en el mundo contemporáneo.
El homo sacer es una figura del derecho romano que se refiere a la vida a la que se le puede dar muerte lícitamente. Es una figura jurídica que implica a la vez la impunidad de darle muerte y la prohibición de su sacrificio. El homo sacer es, por lo tanto, alguien a quien se puede matar sin realizar un asesinato y sin que se trate de una muerte ritual. Giorgo Agamben señala que la figura del sacer es condición necesaria para la constitución del orden jurídico-político.
Agamben introduce la relación de bando como aquella que “ha constituido desde el origen la estructura propia del poder soberano”. (Agamben, Homo sacer I, Madrid, Editora Nacional, 2002.) El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir, queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior, se confunden. La relación originaria de la ley con la vida no es aplicación, sino el abandono (Agamben, ob. cit.)
Que la relación de bando conforme la estructura de poder soberano le permite a Agamben afirmar que el poder político se funda en una vida a la que se le puede dar muerte y que ésta se politiza a partir de la posibilidad de que se le dé muerte.
La analogía estructural entre excepción soberana y sacratio muestra aquí todo su sentido. En los límites extremos del ordenamiento, soberano y homo sacer ofrecen dos figuras simétricas que tiene la misma estructura y están correlacionadas, en el sentido de que soberano es aquel con respecto del cual todos los hombres son potencialmente homini sacri, y homo sacer es aquél con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos (Agamben, ob. cit.).
Discurso Su
Según la lógica de Su discurso, la muerte de una Víctima genera un escándalo, ya que se trata de lo que Girard llama una crisis sacrificial: una situación donde la violencia social se ha descargado sobre una víctima que cuenta con atributos identitarios que lo asemejan en demasía al grupo que quiere expiar la violencia fundante.
Las víctimas (con minúscula) son los homini sacri, aquellos a los cuales todos los hombres pueden dar muerte sin que ello implique delito alguno. Son semejantes y son diferentes y, por lo tanto, cumplen el rol sacrificial: pueden ser matados sin que ello implique delito alguno. El rasgo de continuidad –de semejanza– está dado por su condición de seres humanos; el rasgo de discontinuidad –de diferencia– está dado por ser culpables –no importa de qué– o sospechosos de ser culpables.
Un supuesto implícito en Su discurso sostiene que las Víctimas son inocentes. Esta construcción está fuertemente determinada por la tradición judeocristiana. Al rastrear el lugar dado a las víctimas en el Antiguo Testamento, se observa con claridad cómo el discurso bíblico considera víctimas sólo a quienes son enteramente inocentes.
Noé era un hombre justo, irreprochable entre sus contemporáneos, y siguió siempre los caminos de Dios. Tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Pero la tierra estaba pervertida a los ojos de Dios y se había llenado de violencia. Al ver que la tierra se había pervertido, porque todos los hombres tenían una conducta depravada, Dios dijo a Noé: “He decidido acabar con todos los mortales, porque la tierra se ha llenado de violencia a causa de ellos. Por eso los voy a destruir junto con la tierra (Génesis, 6: 914).
El pasaje es contundente: quienes son culpables de haber pervertido la tierra pueden ser destruidos por Dios sin que por ello sean víctimas de la furia divina. El paradigma de la víctima inocente es Jesús, quien muere en la cruz por pecados que él no ha cometido. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud se pregunta en dónde radica la fuerza interna de las representaciones religiosas. Freud señala que se puede llamar ilusión a una creencia “cuando en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo”. Freud concibe a las representaciones religiosas como ilusiones, por lo tanto se puede concebir la representación religiosa sobre las víctimas como una satisfacción sustitutiva de un deseo reprimido.
Una contribución fundamental de la teoría psicoanalítica al tema estudiado sería aportar elementos que permitan hipotetizar acerca del tipo de satisfacción que permite el discurso que concibe a las víctimas como enteramente inocentes. Como hipótesis, se plantea que la ganancia que se obtiene con la construcción de víctimas inocentes es la habilitación para un modo primario de descarga sin mediaciones de ningún tipo. Si para ser considerado Víctima es necesario ser inocente, entonces quien es culpable puede ser receptor de una acción violenta sin que ello implique delito alguno. Si esto es así, el discurso que impone la condición de inocencia a las víctimas es solidario del discurso de la justicia por mano propia. La construcción de la Víctima inocente posibilita un tipo de descarga primaria que evita el rodeo que impone el sistema judicial.
A partir de la tesis de Girard, se puede afirmar que la inocencia de las víctimas permite el imperio del principio del placer y con ello una descarga retaliatoria inmediata, evitando el principio de realidad impuesto por el sistema judicial propio de los Estados modernos.
El discurso jurídico ha desarrollado una amplia tipología de víctimas según el grado de culpabilidad o responsabilidad de las mismas. Hay víctimas enteramente culpables y al no dejar de ser víctimas conservan derechos civiles. (Neuman, E, Victimología, ed Universidad, 1994). La concepción de las víctimas sostenida por el discurso jurídico implica un mayor gasto de energía, ya que un proceso judicial impone esperas y disgresiones. Dichos rodeos son los que otorgan las garantías procesales necesarias para una inclusión social plena de los ciudadanos en el Estado moderno.
En última instancia, Su discurso no dice nada de las responsabilidades de toda la sociedad sobre las injusticias que pesan sobre quienes ven sistemáticamente violados sus derechos humanos más elementales. La inseguridad tan temida es un tipo de violencia retaliatoria de una clase social sometida a la violencia cotidiana de ser testigo de la opulencia a la que jamás podrá tener acceso. La inseguridad parece que es el precio a pagar por acumular riquezas en una sociedad desigual. Quien quiera exigir seguridad deberá ante todo pensar qué ha hecho para generar una sociedad más justa y, por lo tanto, más segura.
* Magister en Psicología Social Comunitaria. Docente e Investigador de la UBA.
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