Por Sharon Begley
Los estadounidenses gastan unos US$ 10.000 millones anuales en antidepresivos, según la consultora IMS Health. Suena extraño, pero la impactante cifra no representa un pico de gasto relacionado con las consecuencias de la debacle financiera: Estados Unidos mantiene un crecimiento ascendente, aunque estable, de consumo de estos medicamentos en los últimos años. Con o sin crisis, estas drogas se venden como pan caliente. Si bien allí el uso de antidepresivos es comparativamente mucho más elevado que en la Argentina, los datos de consumo local de psicofármacos también son estables: en 2009 se vendieron 27.293.353 antidepresivos, con una caída de menos de 1 por ciento con respecto al año anterior y un promedio anual que ronda la pastilla y media por habitante, también según datos de IMS Health. El volumen de este segmento, en tanto, creció un 20 por ciento: de $ 660 millones en 2008, a 788 millones en 2009. Ya nadie discute que estas pastillas son un verdadero hit local.
“En la Argentina, los antidepresivos están rodeados de una atmósfera de patología mental, algo que está muy estigmatizado. Por eso, muchas veces, los pacientes prefieren tomar ansiolíticos. La gente los acepta más fácil, pero no son eficaces para tratar la depresión”, asegura Silvia Wikinski, psiquiatra e investigadora del Instituto de Investigaciones Farmacológicas del CONICET.
Según el INDEC, en 2008, 3,7 por ciento de la población de entre 16 y 65 años –casi 1,5 millones de argentinos– consumieron sustancias psicoactivas en la categoría “tranquilizantes” (“las que se utilizan para calmar los nervios o para dormir que afectan al Sistema Nervioso Central, por su efecto ansiolítico, sedante, hipnótico y anticonvulsionante”).
Hay más datos: “Es probable que hasta un 10 por ciento de la población tenga en algún momento de su vida un estado depresivo, que es una condición médica que requiere tratamiento, no es estar triste o bajoneado. Y no todas las personas reciben un tratamiento adecuado”, asegura Marcelo Cetkovich, jefe de psiquiatría del Instituto de Neurología Cognitiva (INECO).
Sin embargo, Cetkovich no cree que el uso de antidepresivos sea abusivo a nivel local, como sí lo es el de ansiolíticos.
A diferencia de lo que sucede en la Argentina, los pacientes estadounidenses con depresión suelen recibir atención de médicos clínicos, no de psiquiatras, los cuales escasean, sobre todo fuera de las ciudades y particularmente los especializados en niños y adolescentes. Pero más allá de que la Argentina sea el país “psi” por antonomasia, y que las psicoterapias suelen ser mucho más accesibles –y los pacientes están mucho más dispuestos a utilizarlas–, el debate en EE. UU. y el mundo vuelve a centrarse en la eficiencia concreta de los antidepresivos.
¿Sirven o no sirven?
Como siempre, hay teorías para todos los gustos. Para algunos especialistas su efecto no es mucho más eficaz que el de un placebo, otros creen que lo más conveniente quizás sea mantener a los pacientes en la ignorancia sobre sus efectos reales, sobre todo para quienes esas sustancias representan su única esperanza.
En los más de 20 años que llevan las investigaciones con antidepresivos, desde los antiguos tricíclicos y los nuevos ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina), con nombres comerciales como Zoloft, Paxil y el abuelo de todos, Prozac, con toda su progenie genérica, hasta los más novedosos que también actúan en el nivel de la noradrenalina (Effexor y Wellbutrin), los resultados demuestran que son útiles en casi la tercera parte de los pacientes depresivos que los usan, hallazgo consistente que es el argumento de un mantra ya conocido: “No hay duda de que la seguridad y eficacia de los antidepresivos se sustenta en sólidas evidencias científicas”, como escribió hace poco Richard Friedman, profesor de psiquiatría del Colegio de Medicina Weill Cornell, en un editorial publicado por The New York Times.
Sin embargo, en una investigación presentada el mes pasado en The Journal of the American Medical Association (JAMA), el vocablo evidencias va acompañado de un enorme asterisco. Es verdad que los fármacos son eficaces en cuanto a que disipan la depresión de la mayoría de los tratados, pero ese beneficio es apenas poco más notable del que obtendrían si, a ciegas y como parte de un ensayo clínico, los mismos pacientes tomaran una gragea de azúcar, el famoso “placebo”.
Conforme aumenta la población científica enfocada en el estudio de la depresión y los fármacos que la combaten, surgen más y más “evidencias” de que los antidepresivos son, esencialmente, costosas pastillas para el aliento.
El efecto placebo (es decir, el beneficio médico que se obtiene con una pastilla inerte o cualquier tratamiento ficticio) se basa en la santísima trinidad de la creencia, la expectativa y la esperanza, pero decirle eso a un individuo deprimido que recibe apoyo con antidepresivos o que espera superar su problema con esas sustancias, es tanto como derrumbarle el castillo de naipes. Explicarles que todo es una cuestión mental, que el beneficio que creen experimentar es como la pluma que el famoso elefante de Disney sujetaba con la trompa para volar (creyendo en que era necesaria).
“No hay procedimiento médico que no vaya acompañado por un efecto placebo. Hay gente que se mejora cuando le hacen una radiografía”, afirma Wikinski, para quién la clave no es discutir que un componente del efecto del antidepresivo es placebo, sino cuánto representa y qué beneficio provoca a largo plazo.
“Decir que el antidepresivo no sirve porque se le da a un paciente un placebo es incorrecto, porque ese paciente cree que está tomando un medicamento activo. No recetarle nada no es lo mismo que hacer un estudio en el que la gente cree que está tomando un medicamento”, asegura.
En 1998, Irving Kirsch y Guy Sapirstein, investigadores en psicología de la Universidad de Connecticut, revisaron 38 estudios patrocinados por fabricantes que analizaban más de tres mil pacientes deprimidos. Detectaron (como los estudios originales) que éstos mejoraban, a veces de manera significativa, con el uso de ISRS, tricíclicos e incluso inhibidores de la MAO, una clase de antidepresivos utilizada ya en la década de 1950. Y dicha mejoría, demostrada en infinidad de ensayos clínicos, es el fundamento de la generalizada afirmación de que los antidepresivos realmente funcionan.
No obstante, cuando Kirsch comparó la mejoría de los pacientes que tomaban fármacos contra la de quienes tomaban placebos (los ensayos clínicos suelen comparar la sustancia experimental con material inerte), la diferencia fue minúscula. Las poblaciones que consumían placebos mejoraban hasta 75 por ciento con respecto de los tratados con antidepresivos; en otras palabras, tres cuartas partes del beneficio de los antidepresivos está en el efecto placebo. “Nos preguntamos entonces qué sucedía”, recuerda Kirsch, actualmente en la Universidad de Hull, Inglaterra. “Se suponía que esas sustancias eran fármacos milagro que ofrecían resultados tremendos”.
¿La consecuencia del estudio?
La cifra de estadounidenses que tomaban antidepresivos se duplicó al cabo de una década, de 13,3 millones en 1996 a 27 millones en 2005.
Es indiscutible que esos fármacos ayudaron a decenas de millones de personas y Kirsch de ninguna manera aboga porque los pacientes con depresión suspendan sus medicaciones. Todo lo contrario. Sin embargo, esas medicinas no son necesariamente la mejor opción inicial.
Por ejemplo, la psicoterapia ofrece resultados en casos de depresión moderada, grave y muy grave; y aunque en algunos pacientes que combinan la psicoterapia con un tratamiento inicial con antidepresivos a menudo obtienen mejores resultados, el problema es que nadie sabe cómo actúan los medicamentos. El estudio de Kirsch y ahora otros más, concluyen que la mayor parte del efecto de los medicamentos se debe a que los pacientes esperan que les ayuden y no estriba necesariamente en una acción química directa en el cerebro, sobre todo si no se trata de una depresión muy grave.
“La creencia de que los antidepresivos curan químicamente la depresión es completamente equivocada”, aseguró en enero Kirsch, la víspera de la publicación de su reciente libro The Emperor’s New Drug Exploding the Anti-Depressant Myth.
Parte de la resistencia a los hallazgos de Kirsch se debe a su poco modesta actitud —el autor no se granjeó muchos amigos con el provocativo título del reportaje: “Dicen Prozac, pero escucha Placebo”)— y tampoco inspiró confianza el hecho de que los editores de la revista Prevention & Treatment publicaran una advertencia en el artículo, diciendo que los autores habían utilizado el metanálisis “de manera controversial”.
“Los metanálisis –que tienden a minimizar diferencias– apuntan a responder si los tratamientos que tenemos son tan efectivos como pensamos. Es probable que la alta ineficiencia de los tratamientos antidepresivos se debe a errores de diagnóstico, pero también el inadecuado cumplimiento de los tratamientos”, expresa Cetkovich.
Aunque los expertos saben que los antidepresivos son apenas mejores que los placebos, pocos pacientes y médicos están enterados de este hecho. Algunos médicos cambiaron sus hábitos de prescripción, comenta Kirsch, pero cada vez más “responden con indignación e incredulidad”. Cosa por demás comprensible. Para empezar, la depresión es una enfermedad devastadora, mal diagnosticada y peor tratada; y como es obvio, la comunidad médica se niega a aceptar la posibilidad de que las sustancias utilizadas en su tratamiento sean un fraude porque, en tal caso, ¿cómo pueden ayudar a sus pacientes?
Pero hay otros dos elementos que contribuyen al rechazo de los hallazgos de Kirsch (y ahora, de otros científicos). Primero, los defensores estadounidenses de los fármacos no pueden creer que la Agencia de Alimentos y Medicamentos (FDA) apruebe el uso de medicamentos ineficaces (una explicación sencilla: la FDA requiere de dos ensayos clínicos bien diseñados que demuestren que una sustancia es más eficaz que un placebo. Dos y nada más —aunque haya muchos otros estudios que desmientan dicha eficacia. Además, las dimensiones de esa “mayor eficacia” no interesan, siempre que los resultados tengan peso estadístico). Segundo, los médicos vieron con sus propios ojos que los fármacos disipan las negras nubes que abruman a muchos de sus pacientes deprimidos. Sin embargo, como los médicos no tienen la costumbre de recetar placebos, no poseen experiencia comparando cómo funcionan en sus pacientes y por consiguiente, nunca aceptarán que un placebo sea casi tan eficaz como una pastilla que cuesta cuatro dólares. “Cuando recetan un tratamiento y funciona”, señala Kirsch, “la conclusión es atribuir la cura al tratamiento”. De allí que persista el generalizado refrán de que “los antidepresivos funcionan”.
Las compañías farmacéuticas no disputan las estadísticas agregadas de Kirsch, aunque señalan que el promedio está compuesto por algunos pacientes que manifiestan el efecto real del antidepresivo y otros que no. Como dijo un portavoz de Lilly (fabricante de Prozac): “La depresión es una enfermedad altamente individualizada” y “no todos los pacientes responden igual a un tratamiento particular”. Además, agrega otro representante de Glaxo-Smith-Kline (GSK; productor de Paxil), los estudios analizados en el artículo de JAMA difieren de los estudios que GSK presentó a la FDA cuando recibió la aprobación para Paxil, “de modo que es difícil hacer comparaciones directas entre los resultados. Este estudio contribuye a las abundantes investigaciones que han contribuido a caracterizar el papel de los antidepresivos”, que “junto con la asesoría y el cambio en el estilo de vida, son una opción importante para el tratamiento de la depresión”.
Un vocero de Pfizer, creador de Zoloft, también citó la “abundancia de evidencias científicas que documentan el efecto de los antidepresivos”, y añadió que el hecho de que el efecto de los antidepresivos “suela parecerse al del placebo” es “un asunto bien conocido por la FDA, la academia y la industria”. Por último, hubo fabricantes que señalaron que Kirsh y los autores de JAMA no estudiaron sus marcas comerciales.
No obstante, el interrogante de si los antidepresivos tienen algún efecto real es demasiado importante para ahuyentar a los investigadores, y los impulsores de estas sustancias presentan argumentos cada vez menos convincentes. El más reciente es que los antidepresivos son más eficaces que el placebo en pacientes que padecen la depresión más grave. Tal fue la conclusión del estudio JAMA publicado en enero. Tras el análisis de seis grandes experimentos en los que, como siempre, los pacientes deprimidos recibieron la sustancia en estudio o un placebo, el efecto de la sal activa (es decir, adicional al efecto placebo) fue “de inexistente a insignificante” en pacientes con depresión ligera, moderada o incluso grave, y sólo los pacientes con síntomas muy graves presentaron una mejoría estadísticamente significativa con el fármaco. Estos pacientes representan alrededor de 13 por ciento de los estadounidenses con depresión.
“La mayoría de las personas no necesita una sustancia activa”, sentencia Hollon de la Universidad Vanderbilt, uno de los coautores del estudio. “Para muchos, una pastilla de azúcar o una charla con el médico es tan beneficiosa como el medicamento. En esos casos no importa qué se haga; lo importante es hacer algo”. Sin embargo, considera que la situación de los pacientes con depresión muy grave es distinta.
“Mi impresión personal es que el efecto placebo hace mucho, pero en individuos con estados muy graves o crónicos es difícil controlar el cuadro y los placebos son poco adecuados”, concluye Hollon. Y la razón sigue siendo un misterio, confiesa el coautor Robert DeRubeis, de la Universidad de Pensilvania.
Otra duda: ¿Acaso los antidepresivos resultarían más eficaces en dosis más altas?
Por desgracia, en su estudio de 2002 Kirsch y colegas descubrieron que las dosis elevadas tienen casi la misma eficacia que las dosis más bajas, pues la calificación de la escala depresiva de los pacientes mejora de un promedio de 9.97 puntos a 9.57 puntos: diferencia que no tiene significación estadística. Y no obstante, muchos tratantes aumentan la dosis cuando el enfermo no responde a una dosis baja, y muchos pacientes informan sentirse mejor. Pues también hay un estudio para esto.
Cuando los investigadores administraron una dosis superior a los sujetos que no respondían a la terapéutica, 72 por ciento mejoró mucho y sus síntomas disminuyeron 50 por ciento o más.
¿El problema? Sólo la mitad de los pacientes recibió, realmente, una dosis mayor. El resto, sin saberlo, recibió la dosis original “ineficaz”. Así, es difícil explicar el 72 por ciento que mejoró mucho con supuestas dosis más elevadas, excepto por un incremento en sus expectativas: “El doctor elevó mi dosis, creo que me sentiré mejor”.
Algo así podría explicar por qué ciertos pacientes que no responden a un antidepresivo mejoran con una segunda o tercera sustancia. Esto, que a menudo se describe como “correlacionar” al paciente con el medicamento, pareció quedar confirmado en un estudio federal estadounidense implementado en el año 2006 y denominado STAR*D.
A los pacientes que seguían padeciendo de depresión luego de recibir un fármaco les dieron un segundo medicamento; los que no mejoraron recibieron un tercer fármaco e incluso una cuarta sustancia. En suma, no usaron placebos.
A simple vista, los resultados encendieron una llama de esperanza: 37 por ciento de los pacientes mejoró con el primer medicamento, 19 por ciento con el segundo, 6 por ciento con el tercero y 5 por ciento más con el cuarto (sin embargo, la mitad de esta población recayó en menos de un año).
Resulta tentador analizar la capacidad del efecto placebo para aliviar la depresión y anteponer un “sólo” en las indicaciones —por ejemplo, las sustancias sólo actúan mediante el efecto placebo. Sin embargo, nada hay de “sólo” en la respuesta placebo, la cual puede ser muy perdurable, como reveló un estudio de 2008: “La percepción generalizada sobre la brevedad de la respuesta placebo en la depresión se fundamenta, en gran medida, en la intuición y el pensamiento ilusorio”, escribieron los científicos en Journal of Psychiatric Research. La fuerza de la respuesta placebo hace enloquecer a las compañías farmacéuticas porque dificulta mucho demostrar la superioridad de un nuevo medicamento.
Se calcula que, un año cualquiera, 13.1 a 14.2 millones de adultos estadounidenses sufren de depresión clínica; por lo menos, 32 millones padecen el trastorno en algún momento de la vida; gran parte del 57 por ciento que recibe tratamiento (los demás no se atienden) obtiene beneficios de la medicación; y a fin de que persistan los beneficios, esos pacientes deben depositar toda su fe en las pastillas.
De hecho, el propio Kirsch advierte en su libro (en negritas) que los pacientes que tomen tratamiento antidepresivo no deben suspenderlo repentinamente, puesto que podrían experimentar graves síntomas de abstinencia como calambres, temblores, visión borrosa y náusea, amén de depresión y ansiedad.
Cada vez son más los científicos que creen que llegó el momento de abandonar la política de “no preguntes y no respondo”, y profundizar en las causas de la supuesta eficacia de los antidepresivos. Quizá ya sea hora de revelar el misterio y averiguar en qué consiste el truco mágico. En cuanto a Kirsch, insiste en la importancia de saber que gran parte del beneficio de los antidepresivos depende del efecto placebo y si los placebos mejoran a las personas, entonces es posible tratar la depresión sin fármacos que conlleven graves efectos secundarios, por no hablar del costo.
Según él, el reconocimiento general de que los antidepresivos no son efectivos podría conducir a los pacientes hacia otras terapéuticas. “¿Acaso la verdad no es lo más importante?”, pregunta. A juzgar por los efectos de su trabajo, es difícil evitar la respuesta: “No para todos”.
Con Sarah Kliff y Sebastián Catalano
elargentino.com
Los estadounidenses gastan unos US$ 10.000 millones anuales en antidepresivos, según la consultora IMS Health. Suena extraño, pero la impactante cifra no representa un pico de gasto relacionado con las consecuencias de la debacle financiera: Estados Unidos mantiene un crecimiento ascendente, aunque estable, de consumo de estos medicamentos en los últimos años. Con o sin crisis, estas drogas se venden como pan caliente. Si bien allí el uso de antidepresivos es comparativamente mucho más elevado que en la Argentina, los datos de consumo local de psicofármacos también son estables: en 2009 se vendieron 27.293.353 antidepresivos, con una caída de menos de 1 por ciento con respecto al año anterior y un promedio anual que ronda la pastilla y media por habitante, también según datos de IMS Health. El volumen de este segmento, en tanto, creció un 20 por ciento: de $ 660 millones en 2008, a 788 millones en 2009. Ya nadie discute que estas pastillas son un verdadero hit local.
“En la Argentina, los antidepresivos están rodeados de una atmósfera de patología mental, algo que está muy estigmatizado. Por eso, muchas veces, los pacientes prefieren tomar ansiolíticos. La gente los acepta más fácil, pero no son eficaces para tratar la depresión”, asegura Silvia Wikinski, psiquiatra e investigadora del Instituto de Investigaciones Farmacológicas del CONICET.
Según el INDEC, en 2008, 3,7 por ciento de la población de entre 16 y 65 años –casi 1,5 millones de argentinos– consumieron sustancias psicoactivas en la categoría “tranquilizantes” (“las que se utilizan para calmar los nervios o para dormir que afectan al Sistema Nervioso Central, por su efecto ansiolítico, sedante, hipnótico y anticonvulsionante”).
Hay más datos: “Es probable que hasta un 10 por ciento de la población tenga en algún momento de su vida un estado depresivo, que es una condición médica que requiere tratamiento, no es estar triste o bajoneado. Y no todas las personas reciben un tratamiento adecuado”, asegura Marcelo Cetkovich, jefe de psiquiatría del Instituto de Neurología Cognitiva (INECO).
Sin embargo, Cetkovich no cree que el uso de antidepresivos sea abusivo a nivel local, como sí lo es el de ansiolíticos.
A diferencia de lo que sucede en la Argentina, los pacientes estadounidenses con depresión suelen recibir atención de médicos clínicos, no de psiquiatras, los cuales escasean, sobre todo fuera de las ciudades y particularmente los especializados en niños y adolescentes. Pero más allá de que la Argentina sea el país “psi” por antonomasia, y que las psicoterapias suelen ser mucho más accesibles –y los pacientes están mucho más dispuestos a utilizarlas–, el debate en EE. UU. y el mundo vuelve a centrarse en la eficiencia concreta de los antidepresivos.
¿Sirven o no sirven?
Como siempre, hay teorías para todos los gustos. Para algunos especialistas su efecto no es mucho más eficaz que el de un placebo, otros creen que lo más conveniente quizás sea mantener a los pacientes en la ignorancia sobre sus efectos reales, sobre todo para quienes esas sustancias representan su única esperanza.
En los más de 20 años que llevan las investigaciones con antidepresivos, desde los antiguos tricíclicos y los nuevos ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina), con nombres comerciales como Zoloft, Paxil y el abuelo de todos, Prozac, con toda su progenie genérica, hasta los más novedosos que también actúan en el nivel de la noradrenalina (Effexor y Wellbutrin), los resultados demuestran que son útiles en casi la tercera parte de los pacientes depresivos que los usan, hallazgo consistente que es el argumento de un mantra ya conocido: “No hay duda de que la seguridad y eficacia de los antidepresivos se sustenta en sólidas evidencias científicas”, como escribió hace poco Richard Friedman, profesor de psiquiatría del Colegio de Medicina Weill Cornell, en un editorial publicado por The New York Times.
Sin embargo, en una investigación presentada el mes pasado en The Journal of the American Medical Association (JAMA), el vocablo evidencias va acompañado de un enorme asterisco. Es verdad que los fármacos son eficaces en cuanto a que disipan la depresión de la mayoría de los tratados, pero ese beneficio es apenas poco más notable del que obtendrían si, a ciegas y como parte de un ensayo clínico, los mismos pacientes tomaran una gragea de azúcar, el famoso “placebo”.
Conforme aumenta la población científica enfocada en el estudio de la depresión y los fármacos que la combaten, surgen más y más “evidencias” de que los antidepresivos son, esencialmente, costosas pastillas para el aliento.
El efecto placebo (es decir, el beneficio médico que se obtiene con una pastilla inerte o cualquier tratamiento ficticio) se basa en la santísima trinidad de la creencia, la expectativa y la esperanza, pero decirle eso a un individuo deprimido que recibe apoyo con antidepresivos o que espera superar su problema con esas sustancias, es tanto como derrumbarle el castillo de naipes. Explicarles que todo es una cuestión mental, que el beneficio que creen experimentar es como la pluma que el famoso elefante de Disney sujetaba con la trompa para volar (creyendo en que era necesaria).
“No hay procedimiento médico que no vaya acompañado por un efecto placebo. Hay gente que se mejora cuando le hacen una radiografía”, afirma Wikinski, para quién la clave no es discutir que un componente del efecto del antidepresivo es placebo, sino cuánto representa y qué beneficio provoca a largo plazo.
“Decir que el antidepresivo no sirve porque se le da a un paciente un placebo es incorrecto, porque ese paciente cree que está tomando un medicamento activo. No recetarle nada no es lo mismo que hacer un estudio en el que la gente cree que está tomando un medicamento”, asegura.
En 1998, Irving Kirsch y Guy Sapirstein, investigadores en psicología de la Universidad de Connecticut, revisaron 38 estudios patrocinados por fabricantes que analizaban más de tres mil pacientes deprimidos. Detectaron (como los estudios originales) que éstos mejoraban, a veces de manera significativa, con el uso de ISRS, tricíclicos e incluso inhibidores de la MAO, una clase de antidepresivos utilizada ya en la década de 1950. Y dicha mejoría, demostrada en infinidad de ensayos clínicos, es el fundamento de la generalizada afirmación de que los antidepresivos realmente funcionan.
No obstante, cuando Kirsch comparó la mejoría de los pacientes que tomaban fármacos contra la de quienes tomaban placebos (los ensayos clínicos suelen comparar la sustancia experimental con material inerte), la diferencia fue minúscula. Las poblaciones que consumían placebos mejoraban hasta 75 por ciento con respecto de los tratados con antidepresivos; en otras palabras, tres cuartas partes del beneficio de los antidepresivos está en el efecto placebo. “Nos preguntamos entonces qué sucedía”, recuerda Kirsch, actualmente en la Universidad de Hull, Inglaterra. “Se suponía que esas sustancias eran fármacos milagro que ofrecían resultados tremendos”.
¿La consecuencia del estudio?
La cifra de estadounidenses que tomaban antidepresivos se duplicó al cabo de una década, de 13,3 millones en 1996 a 27 millones en 2005.
Es indiscutible que esos fármacos ayudaron a decenas de millones de personas y Kirsch de ninguna manera aboga porque los pacientes con depresión suspendan sus medicaciones. Todo lo contrario. Sin embargo, esas medicinas no son necesariamente la mejor opción inicial.
Por ejemplo, la psicoterapia ofrece resultados en casos de depresión moderada, grave y muy grave; y aunque en algunos pacientes que combinan la psicoterapia con un tratamiento inicial con antidepresivos a menudo obtienen mejores resultados, el problema es que nadie sabe cómo actúan los medicamentos. El estudio de Kirsch y ahora otros más, concluyen que la mayor parte del efecto de los medicamentos se debe a que los pacientes esperan que les ayuden y no estriba necesariamente en una acción química directa en el cerebro, sobre todo si no se trata de una depresión muy grave.
“La creencia de que los antidepresivos curan químicamente la depresión es completamente equivocada”, aseguró en enero Kirsch, la víspera de la publicación de su reciente libro The Emperor’s New Drug Exploding the Anti-Depressant Myth.
Parte de la resistencia a los hallazgos de Kirsch se debe a su poco modesta actitud —el autor no se granjeó muchos amigos con el provocativo título del reportaje: “Dicen Prozac, pero escucha Placebo”)— y tampoco inspiró confianza el hecho de que los editores de la revista Prevention & Treatment publicaran una advertencia en el artículo, diciendo que los autores habían utilizado el metanálisis “de manera controversial”.
“Los metanálisis –que tienden a minimizar diferencias– apuntan a responder si los tratamientos que tenemos son tan efectivos como pensamos. Es probable que la alta ineficiencia de los tratamientos antidepresivos se debe a errores de diagnóstico, pero también el inadecuado cumplimiento de los tratamientos”, expresa Cetkovich.
Aunque los expertos saben que los antidepresivos son apenas mejores que los placebos, pocos pacientes y médicos están enterados de este hecho. Algunos médicos cambiaron sus hábitos de prescripción, comenta Kirsch, pero cada vez más “responden con indignación e incredulidad”. Cosa por demás comprensible. Para empezar, la depresión es una enfermedad devastadora, mal diagnosticada y peor tratada; y como es obvio, la comunidad médica se niega a aceptar la posibilidad de que las sustancias utilizadas en su tratamiento sean un fraude porque, en tal caso, ¿cómo pueden ayudar a sus pacientes?
Pero hay otros dos elementos que contribuyen al rechazo de los hallazgos de Kirsch (y ahora, de otros científicos). Primero, los defensores estadounidenses de los fármacos no pueden creer que la Agencia de Alimentos y Medicamentos (FDA) apruebe el uso de medicamentos ineficaces (una explicación sencilla: la FDA requiere de dos ensayos clínicos bien diseñados que demuestren que una sustancia es más eficaz que un placebo. Dos y nada más —aunque haya muchos otros estudios que desmientan dicha eficacia. Además, las dimensiones de esa “mayor eficacia” no interesan, siempre que los resultados tengan peso estadístico). Segundo, los médicos vieron con sus propios ojos que los fármacos disipan las negras nubes que abruman a muchos de sus pacientes deprimidos. Sin embargo, como los médicos no tienen la costumbre de recetar placebos, no poseen experiencia comparando cómo funcionan en sus pacientes y por consiguiente, nunca aceptarán que un placebo sea casi tan eficaz como una pastilla que cuesta cuatro dólares. “Cuando recetan un tratamiento y funciona”, señala Kirsch, “la conclusión es atribuir la cura al tratamiento”. De allí que persista el generalizado refrán de que “los antidepresivos funcionan”.
Las compañías farmacéuticas no disputan las estadísticas agregadas de Kirsch, aunque señalan que el promedio está compuesto por algunos pacientes que manifiestan el efecto real del antidepresivo y otros que no. Como dijo un portavoz de Lilly (fabricante de Prozac): “La depresión es una enfermedad altamente individualizada” y “no todos los pacientes responden igual a un tratamiento particular”. Además, agrega otro representante de Glaxo-Smith-Kline (GSK; productor de Paxil), los estudios analizados en el artículo de JAMA difieren de los estudios que GSK presentó a la FDA cuando recibió la aprobación para Paxil, “de modo que es difícil hacer comparaciones directas entre los resultados. Este estudio contribuye a las abundantes investigaciones que han contribuido a caracterizar el papel de los antidepresivos”, que “junto con la asesoría y el cambio en el estilo de vida, son una opción importante para el tratamiento de la depresión”.
Un vocero de Pfizer, creador de Zoloft, también citó la “abundancia de evidencias científicas que documentan el efecto de los antidepresivos”, y añadió que el hecho de que el efecto de los antidepresivos “suela parecerse al del placebo” es “un asunto bien conocido por la FDA, la academia y la industria”. Por último, hubo fabricantes que señalaron que Kirsh y los autores de JAMA no estudiaron sus marcas comerciales.
No obstante, el interrogante de si los antidepresivos tienen algún efecto real es demasiado importante para ahuyentar a los investigadores, y los impulsores de estas sustancias presentan argumentos cada vez menos convincentes. El más reciente es que los antidepresivos son más eficaces que el placebo en pacientes que padecen la depresión más grave. Tal fue la conclusión del estudio JAMA publicado en enero. Tras el análisis de seis grandes experimentos en los que, como siempre, los pacientes deprimidos recibieron la sustancia en estudio o un placebo, el efecto de la sal activa (es decir, adicional al efecto placebo) fue “de inexistente a insignificante” en pacientes con depresión ligera, moderada o incluso grave, y sólo los pacientes con síntomas muy graves presentaron una mejoría estadísticamente significativa con el fármaco. Estos pacientes representan alrededor de 13 por ciento de los estadounidenses con depresión.
“La mayoría de las personas no necesita una sustancia activa”, sentencia Hollon de la Universidad Vanderbilt, uno de los coautores del estudio. “Para muchos, una pastilla de azúcar o una charla con el médico es tan beneficiosa como el medicamento. En esos casos no importa qué se haga; lo importante es hacer algo”. Sin embargo, considera que la situación de los pacientes con depresión muy grave es distinta.
“Mi impresión personal es que el efecto placebo hace mucho, pero en individuos con estados muy graves o crónicos es difícil controlar el cuadro y los placebos son poco adecuados”, concluye Hollon. Y la razón sigue siendo un misterio, confiesa el coautor Robert DeRubeis, de la Universidad de Pensilvania.
Otra duda: ¿Acaso los antidepresivos resultarían más eficaces en dosis más altas?
Por desgracia, en su estudio de 2002 Kirsch y colegas descubrieron que las dosis elevadas tienen casi la misma eficacia que las dosis más bajas, pues la calificación de la escala depresiva de los pacientes mejora de un promedio de 9.97 puntos a 9.57 puntos: diferencia que no tiene significación estadística. Y no obstante, muchos tratantes aumentan la dosis cuando el enfermo no responde a una dosis baja, y muchos pacientes informan sentirse mejor. Pues también hay un estudio para esto.
Cuando los investigadores administraron una dosis superior a los sujetos que no respondían a la terapéutica, 72 por ciento mejoró mucho y sus síntomas disminuyeron 50 por ciento o más.
¿El problema? Sólo la mitad de los pacientes recibió, realmente, una dosis mayor. El resto, sin saberlo, recibió la dosis original “ineficaz”. Así, es difícil explicar el 72 por ciento que mejoró mucho con supuestas dosis más elevadas, excepto por un incremento en sus expectativas: “El doctor elevó mi dosis, creo que me sentiré mejor”.
Algo así podría explicar por qué ciertos pacientes que no responden a un antidepresivo mejoran con una segunda o tercera sustancia. Esto, que a menudo se describe como “correlacionar” al paciente con el medicamento, pareció quedar confirmado en un estudio federal estadounidense implementado en el año 2006 y denominado STAR*D.
A los pacientes que seguían padeciendo de depresión luego de recibir un fármaco les dieron un segundo medicamento; los que no mejoraron recibieron un tercer fármaco e incluso una cuarta sustancia. En suma, no usaron placebos.
A simple vista, los resultados encendieron una llama de esperanza: 37 por ciento de los pacientes mejoró con el primer medicamento, 19 por ciento con el segundo, 6 por ciento con el tercero y 5 por ciento más con el cuarto (sin embargo, la mitad de esta población recayó en menos de un año).
Resulta tentador analizar la capacidad del efecto placebo para aliviar la depresión y anteponer un “sólo” en las indicaciones —por ejemplo, las sustancias sólo actúan mediante el efecto placebo. Sin embargo, nada hay de “sólo” en la respuesta placebo, la cual puede ser muy perdurable, como reveló un estudio de 2008: “La percepción generalizada sobre la brevedad de la respuesta placebo en la depresión se fundamenta, en gran medida, en la intuición y el pensamiento ilusorio”, escribieron los científicos en Journal of Psychiatric Research. La fuerza de la respuesta placebo hace enloquecer a las compañías farmacéuticas porque dificulta mucho demostrar la superioridad de un nuevo medicamento.
Se calcula que, un año cualquiera, 13.1 a 14.2 millones de adultos estadounidenses sufren de depresión clínica; por lo menos, 32 millones padecen el trastorno en algún momento de la vida; gran parte del 57 por ciento que recibe tratamiento (los demás no se atienden) obtiene beneficios de la medicación; y a fin de que persistan los beneficios, esos pacientes deben depositar toda su fe en las pastillas.
De hecho, el propio Kirsch advierte en su libro (en negritas) que los pacientes que tomen tratamiento antidepresivo no deben suspenderlo repentinamente, puesto que podrían experimentar graves síntomas de abstinencia como calambres, temblores, visión borrosa y náusea, amén de depresión y ansiedad.
Cada vez son más los científicos que creen que llegó el momento de abandonar la política de “no preguntes y no respondo”, y profundizar en las causas de la supuesta eficacia de los antidepresivos. Quizá ya sea hora de revelar el misterio y averiguar en qué consiste el truco mágico. En cuanto a Kirsch, insiste en la importancia de saber que gran parte del beneficio de los antidepresivos depende del efecto placebo y si los placebos mejoran a las personas, entonces es posible tratar la depresión sin fármacos que conlleven graves efectos secundarios, por no hablar del costo.
Según él, el reconocimiento general de que los antidepresivos no son efectivos podría conducir a los pacientes hacia otras terapéuticas. “¿Acaso la verdad no es lo más importante?”, pregunta. A juzgar por los efectos de su trabajo, es difícil evitar la respuesta: “No para todos”.
Con Sarah Kliff y Sebastián Catalano
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