Dicen haber tomado con naturalidad la orientación sexual de su hermano o hermana tras la sorpresa inicial. Creen que esa experiencia les allanó apenas en parte la construcción y el proceso de visibilización de su propia identidad. Son cómplices. Admiten que ante ellos pueden mostrarse más abiertamente. Pero los hermanos GLTB consultados remarcan que no se identifican entre sí ni se sienten especiales. Se acompañan, de cerca o de lejos, como lo hacen con otros integrantes de su familia.
Eugenia tiene 31 años y estudió Letras en la Universidad de La Plata. Vive en esa ciudad junto a su mamá y otros tres hermanos. Uno de ellos, el menor, es Manuel, que tiene 21 años. Ambos apelan a palabras como “naturalidad”, “felicidad” y “respeto” para relatar cómo comunicaron su elección sexual a la familia. Y cómo dieron la bienvenida a la del otro o la otra.
“Mi mamá siempre nos educó para que respetemos a los diferentes, a cualquiera que no fuera como nosotros. Nos inculcó la importancia de una sociedad plural y diversa”, dice Eugenia. Esos valores, cocinados a fuego lento en las reuniones periódicas para tratar “temas de familia”, impulsaron a Eugenia a contar –cuando tenía 18 años– que era lesbiana a dos de sus hermanos. La madre ya lo sabía y fue la que propició aquel cónclave.
Con Manuel fue distinto. Eugenia esperó cuatro años. “Se lo conté aparte. Sin dejar de mirar la computadora, él me preguntó si yo estaba bien y, después de que le dije que sí, siguió con sus cosas como si nada”, recuerda. Y aclara que “me preocupó cómo iba a tomar mi confesión porque era el más chiquito. Pero su reacción no fue diferente de la del resto”.
“Tuve que insistir hasta que me dijo que la persona con la que salía era su amiga. Le dije que si era feliz, la iba a apoyar. A los 12 años, cuando me enteré, no sabía del prejuicio social” que pesa sobre las minorías sexuales, señala Manuel.
Dos años más tarde, él se hizo cargo de sus propios ratones. Primero les contó que era gay a sus mejores amigos. Recién cuando se sintió más afincado en sus deseos y convicciones, habló con su mamá. “Hay gente que tiene un discurso inclusivo, pero que no reacciona muy bien cuando enfrenta una situación de cerca”, sostiene. Pese a que no fue el caso de su madre, Manuel admite que el tránsito familiar de Eugenia le dio confianza. “Me hizo prever que la reacción de mi mamá iba a ser favorable”, dice.
No hubo reunión familiar para comunicar la buena nueva. Ni charla aparte con Eugenia. La mamá se ocupó de ir dando la noticia. “No les conté directamente a mis hermanos porque me resulta incómodo tener que decir que soy gay. Lo vivo con naturalidad, pero no le asigno un valor en sí mismo. Más que estar orgulloso de ser gay, uno tiene que enorgullecerse de respetar los derechos humanos”, enfatiza Manuel.
“No sé por qué actuó mi vieja como correo, pero me gustaría saberlo”, revela Eugenia al recordar cuando supo que su hermano era gay. “Me entró el miedo, el mismo miedo que tuvo mi mamá cuando se enteró de mí. Sabía que no iba a ser fácil la vida porque siempre hay algún estúpido que trata de señalarte y de agredirte. Yo me sentía refuerte para afrontarlo, pero no quería que le pasara nada a él”.
Tanto Eugenia como Manuel no creen en los armarios, en que a la hora de descubrir y aceptar una identidad sexual se salga de algún encierro. Casualidad o no, él se imagina dando los pasos que dio ella cuando sienta que deba comunicar algo. “Contaría que tengo novio. Hablar en abstracto no me interesa”.
Para Valeria Paván, psicóloga y coordinadora del Área Salud de la Comunidad Homosexual Argentina, detrás de “la naturalidad con la que gays y lesbianas dicen vivir” hay todo un trabajo de “verdadera aceptación de la propia identidad sexual, es decir, de alcanzar una representación propia del ser varón y del ser mujer que trascienda la representación heteronormativa de la sociedad”.
Quizás algo de ese proceso se puso de manifiesto cuando Ángel tomó distancia de Leticia. Despuntaban los años noventa y ella, que venía de un matrimonio roto que le había dejado tres hijas, se sintió atraída por una amiga de él. Ambas terminaron siendo pareja durante varios años. “Al ver que daban los primeros pasos de una relación, me corrí a un lado para que mi hermana pudiera tomar una decisión sobre su sexualidad sin que se sintiera presionada por la mía”. Volvió a acercarse cuando esa decisión fue tomada.Ángel tiene 54 años; es docente y esteticista. Leticia cumplió 52 y es psicóloga. Piden cambiar sus nombres a condición de dar testimonio. Son los hijos mayores de una familia constituida por padres, abuelos y otros cuatro hermanos. Un grupo al que le costó más tiempo aceptar la orientación sexual de ella que la de él. “Porque Leticia era madre y había vivido más de la mitad de su vida como heterosexual”, arriesga.
Lo cierto es que, luego de que su hermana confesara atracción por aquella mujer, Ángel recordó que jugaban de chicos “a las telenovelas con nuestras vecinitas. Yo me mataba a besos con una y mi hermana, con otra. Ojo, eran ‘besos besos’, no cualquier pavada”.
Ya adolescente, él se enamoró de un compañero de la secundaria con quien experimentaba “situaciones de alto contenido erótico”, pero que terminó convirtiéndose en novio de Leticia. Un hecho que lo destruyó, quitó el velo familiar y lo obligó a tomar “pastillas mataputo” hasta que se reveló. ¿Qué le pasó con Leticia? “La odiaba. Fue la contrafigura de la novela en ese momento. Por suerte, a los 21 años me fui a vivir con quien fue mi primera pareja. Y ella estuvo cerca como siempre”, señala Ángel.
Leticia coincide con su hermano. Dice que el giro que dio en su identidad sexual no quitó ni sumó complicidad a la relación. De todos modos, siente que, sin desmedro de sus otros hermanos y hermanas, la une a Ángel un lazo fraternal más fuerte. Que en ello contribuyen los dos años que apenas se llevan de diferencia y las circunstancias de la vida que debieron afrontar juntos. “También el hecho de que seamos homosexuales nos facilita cierta comprensión del otro”.
Añade que “nos amamos y nos matamos como todos los hermanos. Sin embargo, sé que sus reproches no vienen con una carga adicional de homofobia. Ante él puedo desplegar todo el amor que siento por mi actual pareja. Eso, que parece una simpleza, me alivia y me acerca a Ángel de una manera única”.
criticadigital.com
Eugenia tiene 31 años y estudió Letras en la Universidad de La Plata. Vive en esa ciudad junto a su mamá y otros tres hermanos. Uno de ellos, el menor, es Manuel, que tiene 21 años. Ambos apelan a palabras como “naturalidad”, “felicidad” y “respeto” para relatar cómo comunicaron su elección sexual a la familia. Y cómo dieron la bienvenida a la del otro o la otra.
“Mi mamá siempre nos educó para que respetemos a los diferentes, a cualquiera que no fuera como nosotros. Nos inculcó la importancia de una sociedad plural y diversa”, dice Eugenia. Esos valores, cocinados a fuego lento en las reuniones periódicas para tratar “temas de familia”, impulsaron a Eugenia a contar –cuando tenía 18 años– que era lesbiana a dos de sus hermanos. La madre ya lo sabía y fue la que propició aquel cónclave.
Con Manuel fue distinto. Eugenia esperó cuatro años. “Se lo conté aparte. Sin dejar de mirar la computadora, él me preguntó si yo estaba bien y, después de que le dije que sí, siguió con sus cosas como si nada”, recuerda. Y aclara que “me preocupó cómo iba a tomar mi confesión porque era el más chiquito. Pero su reacción no fue diferente de la del resto”.
“Tuve que insistir hasta que me dijo que la persona con la que salía era su amiga. Le dije que si era feliz, la iba a apoyar. A los 12 años, cuando me enteré, no sabía del prejuicio social” que pesa sobre las minorías sexuales, señala Manuel.
Dos años más tarde, él se hizo cargo de sus propios ratones. Primero les contó que era gay a sus mejores amigos. Recién cuando se sintió más afincado en sus deseos y convicciones, habló con su mamá. “Hay gente que tiene un discurso inclusivo, pero que no reacciona muy bien cuando enfrenta una situación de cerca”, sostiene. Pese a que no fue el caso de su madre, Manuel admite que el tránsito familiar de Eugenia le dio confianza. “Me hizo prever que la reacción de mi mamá iba a ser favorable”, dice.
No hubo reunión familiar para comunicar la buena nueva. Ni charla aparte con Eugenia. La mamá se ocupó de ir dando la noticia. “No les conté directamente a mis hermanos porque me resulta incómodo tener que decir que soy gay. Lo vivo con naturalidad, pero no le asigno un valor en sí mismo. Más que estar orgulloso de ser gay, uno tiene que enorgullecerse de respetar los derechos humanos”, enfatiza Manuel.
“No sé por qué actuó mi vieja como correo, pero me gustaría saberlo”, revela Eugenia al recordar cuando supo que su hermano era gay. “Me entró el miedo, el mismo miedo que tuvo mi mamá cuando se enteró de mí. Sabía que no iba a ser fácil la vida porque siempre hay algún estúpido que trata de señalarte y de agredirte. Yo me sentía refuerte para afrontarlo, pero no quería que le pasara nada a él”.
Tanto Eugenia como Manuel no creen en los armarios, en que a la hora de descubrir y aceptar una identidad sexual se salga de algún encierro. Casualidad o no, él se imagina dando los pasos que dio ella cuando sienta que deba comunicar algo. “Contaría que tengo novio. Hablar en abstracto no me interesa”.
Para Valeria Paván, psicóloga y coordinadora del Área Salud de la Comunidad Homosexual Argentina, detrás de “la naturalidad con la que gays y lesbianas dicen vivir” hay todo un trabajo de “verdadera aceptación de la propia identidad sexual, es decir, de alcanzar una representación propia del ser varón y del ser mujer que trascienda la representación heteronormativa de la sociedad”.
Quizás algo de ese proceso se puso de manifiesto cuando Ángel tomó distancia de Leticia. Despuntaban los años noventa y ella, que venía de un matrimonio roto que le había dejado tres hijas, se sintió atraída por una amiga de él. Ambas terminaron siendo pareja durante varios años. “Al ver que daban los primeros pasos de una relación, me corrí a un lado para que mi hermana pudiera tomar una decisión sobre su sexualidad sin que se sintiera presionada por la mía”. Volvió a acercarse cuando esa decisión fue tomada.Ángel tiene 54 años; es docente y esteticista. Leticia cumplió 52 y es psicóloga. Piden cambiar sus nombres a condición de dar testimonio. Son los hijos mayores de una familia constituida por padres, abuelos y otros cuatro hermanos. Un grupo al que le costó más tiempo aceptar la orientación sexual de ella que la de él. “Porque Leticia era madre y había vivido más de la mitad de su vida como heterosexual”, arriesga.
Lo cierto es que, luego de que su hermana confesara atracción por aquella mujer, Ángel recordó que jugaban de chicos “a las telenovelas con nuestras vecinitas. Yo me mataba a besos con una y mi hermana, con otra. Ojo, eran ‘besos besos’, no cualquier pavada”.
Ya adolescente, él se enamoró de un compañero de la secundaria con quien experimentaba “situaciones de alto contenido erótico”, pero que terminó convirtiéndose en novio de Leticia. Un hecho que lo destruyó, quitó el velo familiar y lo obligó a tomar “pastillas mataputo” hasta que se reveló. ¿Qué le pasó con Leticia? “La odiaba. Fue la contrafigura de la novela en ese momento. Por suerte, a los 21 años me fui a vivir con quien fue mi primera pareja. Y ella estuvo cerca como siempre”, señala Ángel.
Leticia coincide con su hermano. Dice que el giro que dio en su identidad sexual no quitó ni sumó complicidad a la relación. De todos modos, siente que, sin desmedro de sus otros hermanos y hermanas, la une a Ángel un lazo fraternal más fuerte. Que en ello contribuyen los dos años que apenas se llevan de diferencia y las circunstancias de la vida que debieron afrontar juntos. “También el hecho de que seamos homosexuales nos facilita cierta comprensión del otro”.
Añade que “nos amamos y nos matamos como todos los hermanos. Sin embargo, sé que sus reproches no vienen con una carga adicional de homofobia. Ante él puedo desplegar todo el amor que siento por mi actual pareja. Eso, que parece una simpleza, me alivia y me acerca a Ángel de una manera única”.
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