Sabemos tan poco acerca de los otros. Subimos a un taxi y suponemos que la cara de pocos amigos del conductor tiene por objetivo hacernos sentir mal. “Si no le gusta lo que hace que se dedique a otra cosa”. En una de esas el hombre viene del entierro de un vecino o perdió a su mujer en un accidente de tránsito. ¿Cómo saberlo? Si por esas casualidades del destino se viste de negro, lo primero que vamos a pensar es que quiere hacerse el canchero. Hoy por hoy, más que con el duelo, los colores oscuros se asocian a la modernidad. El negro se usa en las fiestas porque adelgaza y siempre cae bien, casi nunca como señal de duelo.
El mozo gruñe en vez de saludar y nos preparamos para una guerra sorda que durará toda la velada. ¿Y si hace apenas unos meses enterró a un hijo? También puede pasar al revés. Entramos a una repartición pública y la empleada nos somete a un maltrato insoportable cuando las imágenes del velorio de un ser querido siguen frescas en nuestra memoria, ¿de qué manera le explicamos a esa persona que si nos acordamos de su madre fue debido a nuestro endeble estado emocional?
Todos los días interactuamos con gente a la que desconocemos y que nos desconoce. Y la falta de información no sólo atañe a cuestiones de vida o muerte. A los doce años las nenas se visten con ropa de mujer. En caso de que la naturaleza haya obrado con premura, será difícil determinar si están cerca de la mayoría de edad o acaban de archivar las muñecas. Con los varones ocurre algo parecido. La vieja tradición del pantalón corto permitía evidenciar algo: independientemente de sus piernas peludas el chico seguía siendo un nene y debíamos esperar un comportamiento acorde a su edad. El retraso de las futuras mamás en calzarse el uniforme de embarazadas genera múltiples confusiones. ¿Le doy o no le doy el asiento? Mejor pasar por mal educado que deprimir a una chica que se excedió con los panqueques.
El rechazo que muchas parejas sienten por el clásico anillo de bodas y su reemplazo por una versión original que sólo los novios son capaces de interpretar, o por un tatuaje que se confunde con una mancha de nacimiento, hace que sea imposible deducir si la persona en cuestión está comprometida o resulta apta para el consumo. ¿Qué la condición ya no importa a la hora de la conquista? Puede ser. Igual es información que se pierde. O se oculta. Vestir a los bebés de rosa o celeste, según el sexo, podrá ser una grasada (las madres modernas prefieren romper las costumbres). Sin embargo, ¿cuántas situaciones incomodas se evitarían? Desconcertados por el uso indiscriminado de la paleta de colores, los mayores suelen ser candidatos seguros a meter la pata. “Linda la nena”, piropean en la plaza. Pero resulta que la “nena” es un robusto varón de siete kilos y medio.
Aunque los consideramos grilletes que nos condenan a cargar el peso de situaciones que queremos olvidar (una muerte, por ejemplo) o estados sobre los que no tenemos por qué dar explicaciones (el hecho de tener pareja) y por eso mismo los vamos desterrando de a poco, los símbolos colectivos cumplen un rol social importantísimo; lenguaje no verbal que aportan valiosos datos sobre las personas con las que debemos interactuar día a día. Es probable que, al menos en parte, la violencia que caracteriza a las relaciones humanas de hoy se relacione con esa falta de información que, curiosamente, define a un mundo que se supone informado en exceso. Después de todo, aún dentro de una cancha de fútbol, es más difícil pelearse con un contrincante que lleva crespón en señal de duelo.
Despojados de pistas que aporten un mínimo contexto, los otros se convierten en dibujos planos y descoloridos, sin ningún tipo de profundidad que facilite la comprensión acerca de sus actos. Imposible construir empatía ahí donde no hay posibilidad de identificarse, compadecerse o, simplemente, entender aquello que da origen a un comportamiento singular. Impresiona descubrir que convivimos con seres humanos que pueden estar atravesando situaciones dramáticas y en lugar de emitir señales de alerta, las esconden. La chica que nos atendió en un negocio, el vecino que saludamos de paso en el ascensor, incluso el encargado de seguridad del edificio en el que trabajamos puede arrastrar un gran dolor frente a nuestras ignorantes narices.
Nosotros también somos víctimas, claro. ¿Cómo le explicamos a alguien que nuestra cara de traste no es producto del mal humor sino secuela de una profunda pena? Si a eso le sumamos la locura cotidiana, el resultado es una bomba de tiempo a punto de reventar. De todos los códigos “públicos” que se fueron perdiendo, los relacionados con el culto a la muerte son quizá los más interesantes de analizar. En apenas un par de generaciones, la mayoría de los ritos mortuorios desaparecieron o están en vía de extinción. ¿Qué se gana y qué se pierde con semejante mutación?
Elogio del crespón. Casi tan antigua como la civilización, la teatralidad de la muerte entró en crisis en la segunda mitad del siglo veinte. La costumbre del luto en el vestir, cuyo origen se remonta al Imperio Romano, fue uno de los primeros bastiones en caer bajo el peso de la modernidad. Salvo que se trate de algún acontecimiento oficial, ya nadie le presta atención a la manera “correcta” de vestirse en caso de desgracia. Somos capaces de despedir al muerto en zapatillas y musculosa. Si hablamos del asunto con una persona que tenga alrededor de ocho décadas, no sólo recordara la vigencia de los signos de duelo, sino que en algún momento de su infancia y de su juventud, habrá soportado los rigores de un estricto protocolo que obligaba a cumplir un proceso que incluía diferentes etapas: luto, medio luto, etc. Además de indicar el tipo de ropa a usar y su color, señalaba un código de conducta que debía observarse. Por ejemplo, entrar a un cine antes de que se cumpliera un año de la partida del finadito estaba mal visto. Ni hablar de asistir a un baile, un corso, o cualquier manifestación de alegría pública que pudiera ser tomada por una falta de respeto. Los aniversarios se respetaban a rajatabla (hoy se “festeja” el mes porque al año nadie se acuerda) y la visitas semanales al cementerio eran reglamentarias. Familias enteras quedaban atrapadas en grandes períodos de duelo que incluían la desaparición de algún pariente lejano o mal querido. Porque el luto no se relacionaba con el afecto o la cercanía. Si el que partía era un tío olvidado, no quedaba otra que calzarse el negro.
Un poco más atrás en el tiempo, las novias que tenían un muerto entre sus seres queridos debían renunciar al blanco virginal y casarse enlutadas. Ahora bien, si a esos mismos octogenarios, tan dados a endulzar todo lo relacionado con el pasado, le preguntamos su opinión acerca del luto y sus exigencias, dirán que era lo más parecido a una sesión de tortura. Aún en pleno auge, durante los treinta y cuarenta, los ritos mortuorios comenzaron a relacionarse con la hipocresía; artificio impostado que simplificaba el dolor y lo transformaba en un conjunto de normas vacías a respetar. El mas apenado de los deudos podía ser castigado socialmente por el hecho de no portar crespón o subir el volumen de la radio antes de que transcurriera un plazo prudencial. ¿Cuánto? Depende. Pero solían ser procesos muy largos. En el otro extremo, la más aliviada de las viudas podía disimular su euforia por la desaparición del marido camuflada al amparo de las formas. En determinado momento el rechazo a los dictados del duelo llegó a un punto que, a mayor cumplimiento, más desconfianza de parte de la gente acerca de los verdaderos sentimientos de los “damnificados”; desconcertante vuelta de tuerca que terminaba derramando un manto de sospecha sobre quienes cumplían con las “leyes”. Promediando los setenta, las formalidades excesivas ya representaban una rareza.
Claro que toda libertad tiene un precio alto. Al desembarazarnos de los signos obvios del luto ganamos el derecho a enfrentar el sufrimiento según nuestras propias reglas. Sin embargo, perdimos una herramienta fundamental: la posibilidad de decirle al mundo que nos trate bien porque estamos mal. Un simple crespón adosado a la ropa contenía valiosa información que, además de servir para evidenciar nuestro estado emocional, resulta muy difícil de transmitir fuera del círculo íntimo. ¿Cómo explicar todo lo que nos pasa en un segundo, mientras hacemos un trámite?
Vivimos interactuando con desconocidos que son un verdadero misterio. Desde las personas que viajan con nosotros en el subte hasta los empleados de las empresas en las que trabajamos (dentro de las grandes industrias, imposible conocer a todos), pasando por la cajera del supermercado o el médico que nos atiende en una sala de guardia. Alertados por esas señales no verbales que se esfumaron, nuestros antepasados nos aventajaban en la difícil tarea de convivir con los demás sin terminar a las trompadas o ahogados por el resentimiento hacia la raza humana en su conjunto. Desde esta perspectiva, nunca fuimos más anónimos que ahora en la expresión del dolor. Agobiados por el peso de las múltiples exigencias que imponía la obediencia debida a la memoria del finado, olvidamos que el luto riguroso también tenía que ver con nosotros. Y ahí no termina la cosa: muerto el perro, ¿se acabó la rabia?
¿Qué hacemos con el difunto? “Tirame en cualquier lado”, solía demandar mamá; reclamo que se convirtió en exigencia después de que una banda del cuerpo de bomberos irrumpiera en el velorio de papá y lo despidiera a pura fanfarria. ¿Tenía alguna relación con ellos? Más allá de una hermana bombera, ninguna conexión que justificara el barullo. Dado que hay que mirar el vaso medio lleno, me queda el recuerdo de haber saludado al viejo con una lluvia de acordes musicales desparejos que, lejos de conmoverlo, lo hubiesen hecho reír a carcajadas.
Poco afecta al humor negro, mi madre se aseguró una partida discreta y silenciosa. Puse tanto empeño en cumplir con su voluntad, que mi primera decisión fue decretar que no habría velatorio; eufemismo que supone quedarse solo frente a un cadáver amado, mientras amigos y familiares se ofenden por una conducta que, con justa razón, consideran grosera y despiadada. A determinada altura de esa larga noche, con mi mujer, quien hasta el día de hoy considera que cometí un tremendo error pero guarda respetuoso silencio de radio, decidimos que seguir permaneciendo ahí, sin el consuelo de la gente querida, era algo así como un pasaporte a la locura. ¿A quién llamar a esa hora? O lo que es peor, ¿cómo dar marcha atrás sin vulnerar los deseos de mamá? El desaguisado empeoró cuando llegó el momento del entierro. De no ser por mi suegro y una cuñada que burlaron la “prohibición” de ingreso al evento, todavía estamos resolviendo cómo cargar el cajón entre dos.
De todas formas, lo que en ese entonces fue considerado una excentricidad (pasaron algunos años), ahora es moneda corriente. Si bien es cierto que las personas no ponen la misma garra que yo en eso de alcanzar la discreción demandada por el finado, los velatorios están desapareciendo poco a poco; capítulo final de una historia que, como dijimos antes, arrancó con la desaparición del negro y culmina en el auge de las cremaciones. Mientras los cementerios privados, con sus tumbas sobrias, americanizadas y aparentemente “socialistas” (digo aparentemente porque lucen todas iguales pero sus precios difieren por ubicación), representaron una alternativa frente al paisaje deprimente que destila cualquier camposanto en estado de abandono, copado por chorros que arrebatan carteras y empleados estatales que cobran por lustrar los bronces que ya se robaron, la cremación es una especie de “depilación definitiva” del muerto que, además de resultar cómoda para los deudos, encierra el encanto poético de la ceremonia posterior: esparcir las cenizas en algún lugar simbólico; acto que según la actividad, caprichos y gustos del infortunado en cuestión, puede complicarse bastante. Porque una cosa es pedir que arrojen tus restos al Río de la Plata (está cerca y tan contaminado que nadie lo va a notar), y otra muy distinta pretender que te desparramen en medio de la cancha de Boca. Cualquiera sea el método elegido para despedir a un ser querido, la realidad muestra que cada día que pasa, los que se van ejercen menos influencia sobre los que se quedan.
Antes, los difuntos eran parte de la cotidianeidad, mantenían una consistencia que podía palparse en el aire. En vez de borrarse, sus huellas se exaltaban y exhibían a las generaciones por venir. La existencia del abuelo permanecía tangible incluso para aquellos nietos que no habían coincidido en tiempo y espacio con él. Sus fotos perduraban por décadas en sectores privilegiados de la casa. Hoy preferimos llevarlos en el corazón, espacio cálido aunque ligeramente estrecho si lo pensamos a manera de bóveda: suele estar tan superpoblado que, cuando llega el momento de hacer lugar, los difuntos se cuentan entre los primeros afectados. Anodinas y despersonalizadas, las tumbas tampoco dicen mucho acerca de los cuerpos que custodian. Ya ni fotos tienen, y las placas con signos de admiración (¡Papá!) pasaron de moda.
No sé si todavía estará, pero en el cementerio de Avellaneda había una tumba maravillosa. Pequeña y rudimentaria, reproducía una de esas típicas casas de material que representaban el sueño del inmigrante. Según la leyenda, la mujer había fallecido antes de verla terminada y sus familiares decidieron homenajearla construyendo esa modesta replica mortuoria. De haber sido enterrada hoy, el deseo de la señora hubiese desaparecido sin dejar rastros, disimulado a expensas de una placa discreta y sobria que escamotea información. Por años, la tumba de la casita, con sus ventanitas, escaleras y puertas en miniatura, me pareció ridícula. Mirada en perspectiva, tiene el mérito de haber generado una imagen imborrable, capaz de inmortalizar la intensidad de una persona común sin recurrir a estatuas pomposas o mármoles carísimos.
Cerrado por duelo. La caricatura de la viuda (o el viudo) y su condición de mártir que debía rendirle honores eternos al finadito, era cruel y patética. En ese sentido, la modernidad trajo alivio y la desaparición gradual del luto, entendido como exigencia social, debe ser considerada un paso adelante. Dicho esto, lo que queda es analizar la conexión que existe entre las licencias que nos tomamos con los muertos y el mundo de vivos. Exageraciones aparte, los ritos mortuorios representaban un homenaje a la vida. Aunque hoy por hoy la sociedad parece más preocupada en disfrutar de la vida que antes, lo cierto es que el concepto “vida” se redujo a lo que sigue: “estar vivo”. Parece un juego de palabras pero no lo es. Nuestros mayores concebían la existencia de una manera distinta; suerte de proceso que incluía valores como la trascendencia (y no me refiero sólo a lo religioso), el legado perdurable, la influencia sobre los otros. Vivir y respirar no eran sinónimos. Conservar la memoria de un muerto era rescatar su importancia. Lejos de estar atado a los latidos del corazón, el impacto del paso por este mundo se plasmaba en ceremonias complejas cuyo objetivo final era explicitar que no se trataba sólo de una cuestión biológica.
Además de alertar sobre nuestro sufrimiento, el luto funcionaba a manera de cicatriz visible que, sin necesidad de mayores explicaciones, exhibía el “peso específico” de la persona desaparecida. Una de las consecuencias más tristes de la sobriedad mortuoria actual, es que la existencia entera se reduce a dos fechas (nacimiento y muerte). Carentes de frases, leyendas o signos que mencionen alguna característica del difunto, las sepulturas son apenas un depósito de huesos anónimos. Todo está preparado para el olvido. O la negación. La reducción del cuerpo a cenizas avanza en la misma dirección. La ley establece un periodo de licencia para las madres trabajadoras. Ante un nacimiento, la mamá podrá ausentarse de su lugar de trabajo por un período relativamente prolongado, y al regresar tendrá algunas “ventajas” que le permitirán criar al bebé. ¿Qué tolerancia tenemos frente a la muerte de un hijo? Sin ningún signo externo que advierta sobre su dolor, la chica uniformada que nos atiende en la tintorería puede estar atravesando un verdadero infierno de angustia y desdicha. Existe una enorme diferencia entre “impulsar” a alguien a seguir y “empujarlo” a que lo haga. La sociedad pone de ejemplo a aquellos que salen adelante y reconstruyen su existencia. ¿Y aquellos que no pueden hacerlo? El luto no sólo desapareció, está mal visto. La muerte dejó de ser un acontecimiento público para convertirse en un acto privado. Así las cosas, los demás quedan eximidos de cualquier obligación hacia nosotros. Los alcances del pésame quedan limitados a las sinuosidades de la buena voluntad de la persona que tenemos enfrente. Ya nadie está obligado a nada en relación con la parca. Recientemente, los fallecimientos en cadena de varias personalidades destacadas (Raúl Alfonsín, Mercedes Sosa, Sandro), volvieron a poner de moda los velorios colectivos, transmitidos por televisión y realizados en espacios de impresionante contenido simbólico. Más que una excepción capaz de confirmar la regla, se trata de una brutal demostración de lo siguiente: los honores mortuorios se redujeron a un privilegio excepcional de los famosos. Aunque siempre lo fueron, la realidad indica que, años atrás, hasta el último de los desangelados tenía derecho a crespón. Ya lo dijimos, en teoría, la progresiva negación de la muerte obedece a una creciente valoración de la vida. Dado que el tiempo perdido difícilmente se recupera, invertir energía en los que se fueron es un lujo que no podemos darnos. Hay que seguir. Eso es en teoría. En la práctica, ignorar a los muertos puede ser parte de una conducta perversa que nos convierte en maquinas productivas, sin tiempo para reflexionar ni procesar los efectos traumáticos de las ausencias significativas. Una de las consecuencias más penosas de esta compulsión por recuperarse sí o sí, son esas terapias cortas que, imitando a una sesión de SPA, prometen alivio instantáneo (o casi) ante el desgarro de la perdida. Las palabras también atentan contra el derecho a ejercer el dolor: “Se fue de gira”, “No le gustaría verme mal”, “Lo despedimos con una sonrisa”, “Me mira desde el cielo”. O sea, acá no ha pasada nada. Las ceremonias fúnebres, con sus pompas, símbolos y signos, son parte de la civilización. Si su reducción obedece a una simplificación práctica, vaya y pase. Si supone niveles alarmantes de negación, estamos en problemas. Valorada por su contenido liberador, la dilución progresiva del luto puede estar alertando que tenemos el corazón cerrado “para” el duelo, y no “por”, como se decía antes.
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El mozo gruñe en vez de saludar y nos preparamos para una guerra sorda que durará toda la velada. ¿Y si hace apenas unos meses enterró a un hijo? También puede pasar al revés. Entramos a una repartición pública y la empleada nos somete a un maltrato insoportable cuando las imágenes del velorio de un ser querido siguen frescas en nuestra memoria, ¿de qué manera le explicamos a esa persona que si nos acordamos de su madre fue debido a nuestro endeble estado emocional?
Todos los días interactuamos con gente a la que desconocemos y que nos desconoce. Y la falta de información no sólo atañe a cuestiones de vida o muerte. A los doce años las nenas se visten con ropa de mujer. En caso de que la naturaleza haya obrado con premura, será difícil determinar si están cerca de la mayoría de edad o acaban de archivar las muñecas. Con los varones ocurre algo parecido. La vieja tradición del pantalón corto permitía evidenciar algo: independientemente de sus piernas peludas el chico seguía siendo un nene y debíamos esperar un comportamiento acorde a su edad. El retraso de las futuras mamás en calzarse el uniforme de embarazadas genera múltiples confusiones. ¿Le doy o no le doy el asiento? Mejor pasar por mal educado que deprimir a una chica que se excedió con los panqueques.
El rechazo que muchas parejas sienten por el clásico anillo de bodas y su reemplazo por una versión original que sólo los novios son capaces de interpretar, o por un tatuaje que se confunde con una mancha de nacimiento, hace que sea imposible deducir si la persona en cuestión está comprometida o resulta apta para el consumo. ¿Qué la condición ya no importa a la hora de la conquista? Puede ser. Igual es información que se pierde. O se oculta. Vestir a los bebés de rosa o celeste, según el sexo, podrá ser una grasada (las madres modernas prefieren romper las costumbres). Sin embargo, ¿cuántas situaciones incomodas se evitarían? Desconcertados por el uso indiscriminado de la paleta de colores, los mayores suelen ser candidatos seguros a meter la pata. “Linda la nena”, piropean en la plaza. Pero resulta que la “nena” es un robusto varón de siete kilos y medio.
Aunque los consideramos grilletes que nos condenan a cargar el peso de situaciones que queremos olvidar (una muerte, por ejemplo) o estados sobre los que no tenemos por qué dar explicaciones (el hecho de tener pareja) y por eso mismo los vamos desterrando de a poco, los símbolos colectivos cumplen un rol social importantísimo; lenguaje no verbal que aportan valiosos datos sobre las personas con las que debemos interactuar día a día. Es probable que, al menos en parte, la violencia que caracteriza a las relaciones humanas de hoy se relacione con esa falta de información que, curiosamente, define a un mundo que se supone informado en exceso. Después de todo, aún dentro de una cancha de fútbol, es más difícil pelearse con un contrincante que lleva crespón en señal de duelo.
Despojados de pistas que aporten un mínimo contexto, los otros se convierten en dibujos planos y descoloridos, sin ningún tipo de profundidad que facilite la comprensión acerca de sus actos. Imposible construir empatía ahí donde no hay posibilidad de identificarse, compadecerse o, simplemente, entender aquello que da origen a un comportamiento singular. Impresiona descubrir que convivimos con seres humanos que pueden estar atravesando situaciones dramáticas y en lugar de emitir señales de alerta, las esconden. La chica que nos atendió en un negocio, el vecino que saludamos de paso en el ascensor, incluso el encargado de seguridad del edificio en el que trabajamos puede arrastrar un gran dolor frente a nuestras ignorantes narices.
Nosotros también somos víctimas, claro. ¿Cómo le explicamos a alguien que nuestra cara de traste no es producto del mal humor sino secuela de una profunda pena? Si a eso le sumamos la locura cotidiana, el resultado es una bomba de tiempo a punto de reventar. De todos los códigos “públicos” que se fueron perdiendo, los relacionados con el culto a la muerte son quizá los más interesantes de analizar. En apenas un par de generaciones, la mayoría de los ritos mortuorios desaparecieron o están en vía de extinción. ¿Qué se gana y qué se pierde con semejante mutación?
Elogio del crespón. Casi tan antigua como la civilización, la teatralidad de la muerte entró en crisis en la segunda mitad del siglo veinte. La costumbre del luto en el vestir, cuyo origen se remonta al Imperio Romano, fue uno de los primeros bastiones en caer bajo el peso de la modernidad. Salvo que se trate de algún acontecimiento oficial, ya nadie le presta atención a la manera “correcta” de vestirse en caso de desgracia. Somos capaces de despedir al muerto en zapatillas y musculosa. Si hablamos del asunto con una persona que tenga alrededor de ocho décadas, no sólo recordara la vigencia de los signos de duelo, sino que en algún momento de su infancia y de su juventud, habrá soportado los rigores de un estricto protocolo que obligaba a cumplir un proceso que incluía diferentes etapas: luto, medio luto, etc. Además de indicar el tipo de ropa a usar y su color, señalaba un código de conducta que debía observarse. Por ejemplo, entrar a un cine antes de que se cumpliera un año de la partida del finadito estaba mal visto. Ni hablar de asistir a un baile, un corso, o cualquier manifestación de alegría pública que pudiera ser tomada por una falta de respeto. Los aniversarios se respetaban a rajatabla (hoy se “festeja” el mes porque al año nadie se acuerda) y la visitas semanales al cementerio eran reglamentarias. Familias enteras quedaban atrapadas en grandes períodos de duelo que incluían la desaparición de algún pariente lejano o mal querido. Porque el luto no se relacionaba con el afecto o la cercanía. Si el que partía era un tío olvidado, no quedaba otra que calzarse el negro.
Un poco más atrás en el tiempo, las novias que tenían un muerto entre sus seres queridos debían renunciar al blanco virginal y casarse enlutadas. Ahora bien, si a esos mismos octogenarios, tan dados a endulzar todo lo relacionado con el pasado, le preguntamos su opinión acerca del luto y sus exigencias, dirán que era lo más parecido a una sesión de tortura. Aún en pleno auge, durante los treinta y cuarenta, los ritos mortuorios comenzaron a relacionarse con la hipocresía; artificio impostado que simplificaba el dolor y lo transformaba en un conjunto de normas vacías a respetar. El mas apenado de los deudos podía ser castigado socialmente por el hecho de no portar crespón o subir el volumen de la radio antes de que transcurriera un plazo prudencial. ¿Cuánto? Depende. Pero solían ser procesos muy largos. En el otro extremo, la más aliviada de las viudas podía disimular su euforia por la desaparición del marido camuflada al amparo de las formas. En determinado momento el rechazo a los dictados del duelo llegó a un punto que, a mayor cumplimiento, más desconfianza de parte de la gente acerca de los verdaderos sentimientos de los “damnificados”; desconcertante vuelta de tuerca que terminaba derramando un manto de sospecha sobre quienes cumplían con las “leyes”. Promediando los setenta, las formalidades excesivas ya representaban una rareza.
Claro que toda libertad tiene un precio alto. Al desembarazarnos de los signos obvios del luto ganamos el derecho a enfrentar el sufrimiento según nuestras propias reglas. Sin embargo, perdimos una herramienta fundamental: la posibilidad de decirle al mundo que nos trate bien porque estamos mal. Un simple crespón adosado a la ropa contenía valiosa información que, además de servir para evidenciar nuestro estado emocional, resulta muy difícil de transmitir fuera del círculo íntimo. ¿Cómo explicar todo lo que nos pasa en un segundo, mientras hacemos un trámite?
Vivimos interactuando con desconocidos que son un verdadero misterio. Desde las personas que viajan con nosotros en el subte hasta los empleados de las empresas en las que trabajamos (dentro de las grandes industrias, imposible conocer a todos), pasando por la cajera del supermercado o el médico que nos atiende en una sala de guardia. Alertados por esas señales no verbales que se esfumaron, nuestros antepasados nos aventajaban en la difícil tarea de convivir con los demás sin terminar a las trompadas o ahogados por el resentimiento hacia la raza humana en su conjunto. Desde esta perspectiva, nunca fuimos más anónimos que ahora en la expresión del dolor. Agobiados por el peso de las múltiples exigencias que imponía la obediencia debida a la memoria del finado, olvidamos que el luto riguroso también tenía que ver con nosotros. Y ahí no termina la cosa: muerto el perro, ¿se acabó la rabia?
¿Qué hacemos con el difunto? “Tirame en cualquier lado”, solía demandar mamá; reclamo que se convirtió en exigencia después de que una banda del cuerpo de bomberos irrumpiera en el velorio de papá y lo despidiera a pura fanfarria. ¿Tenía alguna relación con ellos? Más allá de una hermana bombera, ninguna conexión que justificara el barullo. Dado que hay que mirar el vaso medio lleno, me queda el recuerdo de haber saludado al viejo con una lluvia de acordes musicales desparejos que, lejos de conmoverlo, lo hubiesen hecho reír a carcajadas.
Poco afecta al humor negro, mi madre se aseguró una partida discreta y silenciosa. Puse tanto empeño en cumplir con su voluntad, que mi primera decisión fue decretar que no habría velatorio; eufemismo que supone quedarse solo frente a un cadáver amado, mientras amigos y familiares se ofenden por una conducta que, con justa razón, consideran grosera y despiadada. A determinada altura de esa larga noche, con mi mujer, quien hasta el día de hoy considera que cometí un tremendo error pero guarda respetuoso silencio de radio, decidimos que seguir permaneciendo ahí, sin el consuelo de la gente querida, era algo así como un pasaporte a la locura. ¿A quién llamar a esa hora? O lo que es peor, ¿cómo dar marcha atrás sin vulnerar los deseos de mamá? El desaguisado empeoró cuando llegó el momento del entierro. De no ser por mi suegro y una cuñada que burlaron la “prohibición” de ingreso al evento, todavía estamos resolviendo cómo cargar el cajón entre dos.
De todas formas, lo que en ese entonces fue considerado una excentricidad (pasaron algunos años), ahora es moneda corriente. Si bien es cierto que las personas no ponen la misma garra que yo en eso de alcanzar la discreción demandada por el finado, los velatorios están desapareciendo poco a poco; capítulo final de una historia que, como dijimos antes, arrancó con la desaparición del negro y culmina en el auge de las cremaciones. Mientras los cementerios privados, con sus tumbas sobrias, americanizadas y aparentemente “socialistas” (digo aparentemente porque lucen todas iguales pero sus precios difieren por ubicación), representaron una alternativa frente al paisaje deprimente que destila cualquier camposanto en estado de abandono, copado por chorros que arrebatan carteras y empleados estatales que cobran por lustrar los bronces que ya se robaron, la cremación es una especie de “depilación definitiva” del muerto que, además de resultar cómoda para los deudos, encierra el encanto poético de la ceremonia posterior: esparcir las cenizas en algún lugar simbólico; acto que según la actividad, caprichos y gustos del infortunado en cuestión, puede complicarse bastante. Porque una cosa es pedir que arrojen tus restos al Río de la Plata (está cerca y tan contaminado que nadie lo va a notar), y otra muy distinta pretender que te desparramen en medio de la cancha de Boca. Cualquiera sea el método elegido para despedir a un ser querido, la realidad muestra que cada día que pasa, los que se van ejercen menos influencia sobre los que se quedan.
Antes, los difuntos eran parte de la cotidianeidad, mantenían una consistencia que podía palparse en el aire. En vez de borrarse, sus huellas se exaltaban y exhibían a las generaciones por venir. La existencia del abuelo permanecía tangible incluso para aquellos nietos que no habían coincidido en tiempo y espacio con él. Sus fotos perduraban por décadas en sectores privilegiados de la casa. Hoy preferimos llevarlos en el corazón, espacio cálido aunque ligeramente estrecho si lo pensamos a manera de bóveda: suele estar tan superpoblado que, cuando llega el momento de hacer lugar, los difuntos se cuentan entre los primeros afectados. Anodinas y despersonalizadas, las tumbas tampoco dicen mucho acerca de los cuerpos que custodian. Ya ni fotos tienen, y las placas con signos de admiración (¡Papá!) pasaron de moda.
No sé si todavía estará, pero en el cementerio de Avellaneda había una tumba maravillosa. Pequeña y rudimentaria, reproducía una de esas típicas casas de material que representaban el sueño del inmigrante. Según la leyenda, la mujer había fallecido antes de verla terminada y sus familiares decidieron homenajearla construyendo esa modesta replica mortuoria. De haber sido enterrada hoy, el deseo de la señora hubiese desaparecido sin dejar rastros, disimulado a expensas de una placa discreta y sobria que escamotea información. Por años, la tumba de la casita, con sus ventanitas, escaleras y puertas en miniatura, me pareció ridícula. Mirada en perspectiva, tiene el mérito de haber generado una imagen imborrable, capaz de inmortalizar la intensidad de una persona común sin recurrir a estatuas pomposas o mármoles carísimos.
Cerrado por duelo. La caricatura de la viuda (o el viudo) y su condición de mártir que debía rendirle honores eternos al finadito, era cruel y patética. En ese sentido, la modernidad trajo alivio y la desaparición gradual del luto, entendido como exigencia social, debe ser considerada un paso adelante. Dicho esto, lo que queda es analizar la conexión que existe entre las licencias que nos tomamos con los muertos y el mundo de vivos. Exageraciones aparte, los ritos mortuorios representaban un homenaje a la vida. Aunque hoy por hoy la sociedad parece más preocupada en disfrutar de la vida que antes, lo cierto es que el concepto “vida” se redujo a lo que sigue: “estar vivo”. Parece un juego de palabras pero no lo es. Nuestros mayores concebían la existencia de una manera distinta; suerte de proceso que incluía valores como la trascendencia (y no me refiero sólo a lo religioso), el legado perdurable, la influencia sobre los otros. Vivir y respirar no eran sinónimos. Conservar la memoria de un muerto era rescatar su importancia. Lejos de estar atado a los latidos del corazón, el impacto del paso por este mundo se plasmaba en ceremonias complejas cuyo objetivo final era explicitar que no se trataba sólo de una cuestión biológica.
Además de alertar sobre nuestro sufrimiento, el luto funcionaba a manera de cicatriz visible que, sin necesidad de mayores explicaciones, exhibía el “peso específico” de la persona desaparecida. Una de las consecuencias más tristes de la sobriedad mortuoria actual, es que la existencia entera se reduce a dos fechas (nacimiento y muerte). Carentes de frases, leyendas o signos que mencionen alguna característica del difunto, las sepulturas son apenas un depósito de huesos anónimos. Todo está preparado para el olvido. O la negación. La reducción del cuerpo a cenizas avanza en la misma dirección. La ley establece un periodo de licencia para las madres trabajadoras. Ante un nacimiento, la mamá podrá ausentarse de su lugar de trabajo por un período relativamente prolongado, y al regresar tendrá algunas “ventajas” que le permitirán criar al bebé. ¿Qué tolerancia tenemos frente a la muerte de un hijo? Sin ningún signo externo que advierta sobre su dolor, la chica uniformada que nos atiende en la tintorería puede estar atravesando un verdadero infierno de angustia y desdicha. Existe una enorme diferencia entre “impulsar” a alguien a seguir y “empujarlo” a que lo haga. La sociedad pone de ejemplo a aquellos que salen adelante y reconstruyen su existencia. ¿Y aquellos que no pueden hacerlo? El luto no sólo desapareció, está mal visto. La muerte dejó de ser un acontecimiento público para convertirse en un acto privado. Así las cosas, los demás quedan eximidos de cualquier obligación hacia nosotros. Los alcances del pésame quedan limitados a las sinuosidades de la buena voluntad de la persona que tenemos enfrente. Ya nadie está obligado a nada en relación con la parca. Recientemente, los fallecimientos en cadena de varias personalidades destacadas (Raúl Alfonsín, Mercedes Sosa, Sandro), volvieron a poner de moda los velorios colectivos, transmitidos por televisión y realizados en espacios de impresionante contenido simbólico. Más que una excepción capaz de confirmar la regla, se trata de una brutal demostración de lo siguiente: los honores mortuorios se redujeron a un privilegio excepcional de los famosos. Aunque siempre lo fueron, la realidad indica que, años atrás, hasta el último de los desangelados tenía derecho a crespón. Ya lo dijimos, en teoría, la progresiva negación de la muerte obedece a una creciente valoración de la vida. Dado que el tiempo perdido difícilmente se recupera, invertir energía en los que se fueron es un lujo que no podemos darnos. Hay que seguir. Eso es en teoría. En la práctica, ignorar a los muertos puede ser parte de una conducta perversa que nos convierte en maquinas productivas, sin tiempo para reflexionar ni procesar los efectos traumáticos de las ausencias significativas. Una de las consecuencias más penosas de esta compulsión por recuperarse sí o sí, son esas terapias cortas que, imitando a una sesión de SPA, prometen alivio instantáneo (o casi) ante el desgarro de la perdida. Las palabras también atentan contra el derecho a ejercer el dolor: “Se fue de gira”, “No le gustaría verme mal”, “Lo despedimos con una sonrisa”, “Me mira desde el cielo”. O sea, acá no ha pasada nada. Las ceremonias fúnebres, con sus pompas, símbolos y signos, son parte de la civilización. Si su reducción obedece a una simplificación práctica, vaya y pase. Si supone niveles alarmantes de negación, estamos en problemas. Valorada por su contenido liberador, la dilución progresiva del luto puede estar alertando que tenemos el corazón cerrado “para” el duelo, y no “por”, como se decía antes.
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