Por Silvia Fendrik
Eran los inicios de los ’70. En mi colectivo –mi grupo de pertenencia intelectual, el de los licenciados en psicología y otras ciencias sociales–, Sandro era sinónimo de mal gusto, de mersada, de extravagancia: intelectualmente incorrecto. Curiosamente, en cambio, Palito Ortega era una señal de pertenencia, o de referencia, como decían los sociólogos, a lo “popular”, que los intelectuales de entonces aceptaban, o toleraban, con gusto. Pero Sandro, no. A mí en cambio me encantaba, me conmovía, me seducía, me entusiasmaba. Yo no sabía en aquel entonces que también formaba parte de otro colectivo, que siempre iba repleto de cientos de mujeres; o lo sabía pero no me importaba.
Así..., como se aleja un velero hacia altamar, yo andaba a la deriva, escuchando sus canciones como secretos de alcoba. Con excepción de la tan maravillosa “Rosa...”, que me parecía demasiado no sé qué, las demás canciones me llegaban a algún lugar misterioso. Ni qué decir de “... y París se arrodilla ante ti”. Recién recibida de psicóloga, recién casada, comprometida con los ideales políticos de los ’70 y con el psicoanálisis lacaniano, en 1976 escribí mi primer artículo, llamado “La sexualidad femenina en el discurso analítico: ¿Universalidad o histeria?”. Entre tanto, mi adoración por Sandro formaba parte de mi vida conyugal. Una especie de estigma que nunca se volvió moneda gastada –“A ella le gusta Sandro, ella lo ama, qué le vamos a hacer”– hizo de mi marido un integrante de otro colectivo: el de los maridos tolerantes, complacientes o complacidos con el amado imposible, como lo eran y lo son los novios, los maridos y los amantes de las mujeres de Sandro. Así fue como terminó regalándome las “obras completas” de mi ídolo, que todavía conservo.
Sandro seguía siendo ignorado o despreciado en aquel colectivo, mientras Palito, ya convertido en jefe de familia tradicional, seguía acumulando puntos. En contraste con la de Palito, de la vida privada de Sandro nada se sabía, pero su fama seguía creciendo entre las amas de casa y las señoras de ruleros. A mí seguía sin importarme esa suerte de traición a los gustos de mis conocidos y amigos. Sandro convivía en mí con los Beatles, a quienes admiraba pero no amaba: no llegaban directamente a mi corazón ni me producían ese “maravilloso ardor”.
Esto no sólo es una confesión autobiográfica. Esta nota retoma, en parte, el tema de aquel primer artículo, que hoy titularía, mejor: “La femineidad, verdad y consecuencia”. No sólo, aunque también, porque me permite rendirle homenaje a Sandro; a mi Sandro, como diría cualquiera de sus nenas con o sin ruleros.
La femineidad, verdad y consecuencia, me remite a cuando, en las ruedas de amigos, jugábamos a decir la verdad... o atenernos a las consecuencias, que en la ficción del juego no pasaban de ser, digamos, inocentes prendas. La verdad en psicoanálisis plantea otro tipo de dilemas. Cuando uno huye de su verdad, la consecuencia son los síntomas o una vida que se vuelve, digamos, una prenda de las convenciones sociales y sexuales; una vida “como si”, o sea de la impostura. Pero la verdad no es algo que esté ahí, ante nuestros ojos, y de lo que podamos escaparnos fácilmente cuando (no) nos conviene, sino un largo y doloroso proceso de elaboración de los hechos y fantasmas que nos acosan y nos duelen, que un Sandro podrá aliviar pero no resolver. Pero cuando se la admite (es verdad y también consecuencia), un riesgo es quedar aislado o marginado.
Volviendo a Sandro, ¿qué verdad puede jugarse para el colectivo femenino que lo ama con pasión incondicional? Ninguna, porque en rigor no se trata de un colectivo. Ni mímesis, ni imitación, ni contagio, ni histeria, cuando se trata de pasión. Todas las mujeres no son iguales, todas no dicen lo mismo, todas no sienten lo mismo. Como lo dijo Lacan, las mujeres son no-todas.
Sandro, en clave psicoanalítica, propongo, era un hombre que amaba a las mujeres o creía y les hacía creer que las amaba –para el caso esta distinción no tiene real importancia– una por una. El secreto de las fantasías que cada una podía hacerse, creyendo ser la única, no era compartido, porque es imposible compartir el secreto del inconsciente que teje ese entramado único entre amante y amado. Una más una más una..., en una serie que bien podría ser infinita porque siempre puede sumarse una más, impidiendo que esa suma se homologue a una masa o a un conjunto cerrado.
Sandro no era un Don Juan que hiciera colección: mil é tré, enuncia admirativamente su criado Leporello en la ópera de Mozart. Don Juan las coleccionaba para liquidarlas mejor. Las mujeres de Don Juan son mujeres en liquidación, que sólo quieren vengarse por haber sido traicionadas con otra/s...
Sandro no era un Casanova, que, a diferencia de Don Juan, las enamora y las deja “agradecidas” y suspirando, sabiendo que disfrutaron de una experiencia inolvidable y nada más. (Y nada menos.)
Sandro era un hombre que amaba a las mujeres y confiaba en la reciprocidad de ese amor, un amor erótico sin relación sexual, que producía canciones, poesías, cartas, misivas y letras de amor. Lacan propuso aforismos que ya son famosos –“No hay relación sexual”, “La mujer no existe”–, para decir, entre otras cosas, que no hay complemento perfecto entre hombres y mujeres. Esos aforismos circulan en circuitos diversos, no sólo entre psicoanalistas, pero Sandro parece haberlos puesto en acto avant la lettre. ¿Cuáles eran las fantasías o los fantasmas del hombre Sandro? No lo sabemos y poco importa, no se trata de analizarlo ni de entenderlo. Pero sin duda era alguien que sabía que cada mujer es única, que no hace “masa” y que la tal masividad sólo sirve a los fines del espectáculo y de la efímera fama.
pagina12.com.ar
Eran los inicios de los ’70. En mi colectivo –mi grupo de pertenencia intelectual, el de los licenciados en psicología y otras ciencias sociales–, Sandro era sinónimo de mal gusto, de mersada, de extravagancia: intelectualmente incorrecto. Curiosamente, en cambio, Palito Ortega era una señal de pertenencia, o de referencia, como decían los sociólogos, a lo “popular”, que los intelectuales de entonces aceptaban, o toleraban, con gusto. Pero Sandro, no. A mí en cambio me encantaba, me conmovía, me seducía, me entusiasmaba. Yo no sabía en aquel entonces que también formaba parte de otro colectivo, que siempre iba repleto de cientos de mujeres; o lo sabía pero no me importaba.
Así..., como se aleja un velero hacia altamar, yo andaba a la deriva, escuchando sus canciones como secretos de alcoba. Con excepción de la tan maravillosa “Rosa...”, que me parecía demasiado no sé qué, las demás canciones me llegaban a algún lugar misterioso. Ni qué decir de “... y París se arrodilla ante ti”. Recién recibida de psicóloga, recién casada, comprometida con los ideales políticos de los ’70 y con el psicoanálisis lacaniano, en 1976 escribí mi primer artículo, llamado “La sexualidad femenina en el discurso analítico: ¿Universalidad o histeria?”. Entre tanto, mi adoración por Sandro formaba parte de mi vida conyugal. Una especie de estigma que nunca se volvió moneda gastada –“A ella le gusta Sandro, ella lo ama, qué le vamos a hacer”– hizo de mi marido un integrante de otro colectivo: el de los maridos tolerantes, complacientes o complacidos con el amado imposible, como lo eran y lo son los novios, los maridos y los amantes de las mujeres de Sandro. Así fue como terminó regalándome las “obras completas” de mi ídolo, que todavía conservo.
Sandro seguía siendo ignorado o despreciado en aquel colectivo, mientras Palito, ya convertido en jefe de familia tradicional, seguía acumulando puntos. En contraste con la de Palito, de la vida privada de Sandro nada se sabía, pero su fama seguía creciendo entre las amas de casa y las señoras de ruleros. A mí seguía sin importarme esa suerte de traición a los gustos de mis conocidos y amigos. Sandro convivía en mí con los Beatles, a quienes admiraba pero no amaba: no llegaban directamente a mi corazón ni me producían ese “maravilloso ardor”.
Esto no sólo es una confesión autobiográfica. Esta nota retoma, en parte, el tema de aquel primer artículo, que hoy titularía, mejor: “La femineidad, verdad y consecuencia”. No sólo, aunque también, porque me permite rendirle homenaje a Sandro; a mi Sandro, como diría cualquiera de sus nenas con o sin ruleros.
La femineidad, verdad y consecuencia, me remite a cuando, en las ruedas de amigos, jugábamos a decir la verdad... o atenernos a las consecuencias, que en la ficción del juego no pasaban de ser, digamos, inocentes prendas. La verdad en psicoanálisis plantea otro tipo de dilemas. Cuando uno huye de su verdad, la consecuencia son los síntomas o una vida que se vuelve, digamos, una prenda de las convenciones sociales y sexuales; una vida “como si”, o sea de la impostura. Pero la verdad no es algo que esté ahí, ante nuestros ojos, y de lo que podamos escaparnos fácilmente cuando (no) nos conviene, sino un largo y doloroso proceso de elaboración de los hechos y fantasmas que nos acosan y nos duelen, que un Sandro podrá aliviar pero no resolver. Pero cuando se la admite (es verdad y también consecuencia), un riesgo es quedar aislado o marginado.
Volviendo a Sandro, ¿qué verdad puede jugarse para el colectivo femenino que lo ama con pasión incondicional? Ninguna, porque en rigor no se trata de un colectivo. Ni mímesis, ni imitación, ni contagio, ni histeria, cuando se trata de pasión. Todas las mujeres no son iguales, todas no dicen lo mismo, todas no sienten lo mismo. Como lo dijo Lacan, las mujeres son no-todas.
Sandro, en clave psicoanalítica, propongo, era un hombre que amaba a las mujeres o creía y les hacía creer que las amaba –para el caso esta distinción no tiene real importancia– una por una. El secreto de las fantasías que cada una podía hacerse, creyendo ser la única, no era compartido, porque es imposible compartir el secreto del inconsciente que teje ese entramado único entre amante y amado. Una más una más una..., en una serie que bien podría ser infinita porque siempre puede sumarse una más, impidiendo que esa suma se homologue a una masa o a un conjunto cerrado.
Sandro no era un Don Juan que hiciera colección: mil é tré, enuncia admirativamente su criado Leporello en la ópera de Mozart. Don Juan las coleccionaba para liquidarlas mejor. Las mujeres de Don Juan son mujeres en liquidación, que sólo quieren vengarse por haber sido traicionadas con otra/s...
Sandro no era un Casanova, que, a diferencia de Don Juan, las enamora y las deja “agradecidas” y suspirando, sabiendo que disfrutaron de una experiencia inolvidable y nada más. (Y nada menos.)
Sandro era un hombre que amaba a las mujeres y confiaba en la reciprocidad de ese amor, un amor erótico sin relación sexual, que producía canciones, poesías, cartas, misivas y letras de amor. Lacan propuso aforismos que ya son famosos –“No hay relación sexual”, “La mujer no existe”–, para decir, entre otras cosas, que no hay complemento perfecto entre hombres y mujeres. Esos aforismos circulan en circuitos diversos, no sólo entre psicoanalistas, pero Sandro parece haberlos puesto en acto avant la lettre. ¿Cuáles eran las fantasías o los fantasmas del hombre Sandro? No lo sabemos y poco importa, no se trata de analizarlo ni de entenderlo. Pero sin duda era alguien que sabía que cada mujer es única, que no hace “masa” y que la tal masividad sólo sirve a los fines del espectáculo y de la efímera fama.
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