¿Estar cerca de la gente, comprometerse o mantenerse a prudencial distancia? ¿Desear e imitar conductas o armar las propias? En ese juego intermitente se define el destino de las democracias modernas.
Andar por una ciudad requiere una dosis elevada de indiferencia. De otro modo brindaríamos todo, nos entregaríamos plenamente al primer chico de la calle que se nos cruce, a la primera constatación de necesidad. O al menos daríamos algo nuestro siempre, una ayuda, una mano. Pero en la ciudad aprendemos a seguir adelante, atravesando desamparos, humillaciones, dolencias, como si ellas no tuvieran capacidad de afectarnos.
Ambigua indiferencia: los perseguidos, los discriminados la anhelan. Y nuestra conducta e imagen se amparan en el derecho a la indiferencia para que no nos molesten y critiquen.
A su vez, cumplir una función requiere indiferencia. ¿Qué maestro podría darse a sus alumnos hasta olvidarse de sí mismo? ¿Y qué médico soportaría sufrir con cada padecimiento de sus pacientes? ¿Acaso un juez no necesita indiferencia hacia el imputado para poder comer, reír o dormir después de sentenciar?
La distancia que construye la indiferencia es perturbadora. Nos hace espectadores. Y todo, desde el arte hasta la política, se percibe como un espectáculo. A pesar de ser nuestra más extendida atmósfera, Claude Giraud constata que los sociólogos se ocuparon escasamente de la indiferencia.
Ante el espectáculo de la injusticia solemos estar dormidos. ¿Por qué no nos provoca escándalo?Durante mucho tiempo, la indiferencia respecto de los otros era una forma de distinción; nuestra identidad se construía sobre esa indiferencia respecto de los otros, de los que no pertenecían a nuestro grupo social. Hoy la compasión se transformó en una norma, en una forma de justificación de las protestas y de las maneras de vivir con los semejantes; nuestras sociedades son más multiculturales que antes. La indiferencia respecto de los otros parece condenable, pero al mismo tiempo la racionalización de nuestras sociedades provoca una creciente indiferencia. Los jueces no tienen compasión hacia las partes, los maestros no tienen mucha compasión respecto de sus alumnos. Entonces, vivimos de manera esquizofrénica, entre la indiferencia y la compasión.
Prácticamente toda nuestra vida profesional transcurre en la indiferencia. Y es una capacidad social. Y para el resto de las dimensiones, y de manera puntual, somos compasivos y, por lo tanto, también protestamos. Pero la protesta es de corta duración, como el compromiso.
En la protesta, ¿los intelectuales y los artistas cumplen una función especial?
Ante la indiferencia, ¿el arte es una forma de promover la compasión?
Sí. La figura del artista articula profesionalismo -y por lo tanto indiferencia- con compasión y emociones múltiples. Hay una suerte de compasión de geometría variable. Los intelectuales movilizan los sentimientos pero con una estrategia de visibilidad social. Vamos a un museo y nuestros sentidos se abren a las obras de arte. Ya afuera nos encontramos con chicos pobres, personas sin techo, y seguimos caminando como si nada.
¿Cómo se produce esta escisión de nuestra sensibilidad?
El sociólogo alemán Norbert Elias señaló que el proceso civilizatorio es un despliegue de autocontrol. Cuando me presento como un profesional, si comienzo a sentir emociones y a expresarlas muy rápidamente, sería no confiable. Por el contrario, en otras áreas, o en otras relaciones, se pueden dejar salir lágrimas para mostrar esa compasión, y esto resulta bien visto. Y eso permite advertir que uno no está solamente en el registro de la razón. La racionalidad instrumental, de todos modos, es la dominante, y ella explica la comisión de crímenes absolutos, como la Shoáh. La crítica de la razón instrumental introduce una apreciación estética de las relaciones sociales.
¿Qué valor político tiene esa perspectiva estética?
El espectador y el actor se convirtieron en dos maneras de ser en el ámbito público. Hay hipocresía social e intelectual al considerar a la gente, a los ciudadanos, a los individuos, como actores, ya que no son ni espectadores ni actores plenamente. Es una dicotomía que no da cuenta de la realidad. Las tres cuartas partes del tiempo la gente delega. Delega a los otros la manera de hacer las cosas. De alguna forma, ellos saben de qué manera se van a hacer esas cosas. Pero, en un sentido, son todos como Poncio Pilatos: se lavan las manos. Y esa delegación le transfiere la responsabilidad al otro y, al mismo tiempo, descompromete. La sociología nos habló de nuestra capacidad de ser actores y ser espectadores era considerado como lo negativo del actor. Pero hoy ya no es posible utilizar de manera homogénea la categoría de actor para dar cuenta de las situaciones sociales.
¿Por qué delegamos las tres cuartas partes de nuestra vida a otros?
Porque la delegación permite en un momento ser actor, y en otro momento ser indiferente respecto de la manera como las cosas ocurren.
¿La indiferencia sería un producto social, un efecto del funcionamiento de la sociedad?
La indiferencia fue muy poco analizada por los sociólogos. Es un tema olvidado. La cuestión es saber si la indiferencia es una producción social o es una postura diría casi natural de los individuos. La indiferencia puede ser vista como una capacidad social, fundada sobre competencias, una capacidad para poner distancia respecto de informaciones que nos perturban. Pero si yo la defino como una capacidad más que como una incapacidad, quiere decir que la considero como el producto de nuestras sociedades contemporáneas. Y por eso es que esta capacidad se analiza en términos de una competencia. La racionalización de nuestra sociedad, a partir de la Edad Media, es un proceso que apuntó a que los individuos ocupen un lugar en la división del trabajo. Y la indiferencia es un elemento funcional.
¿Por qué?
Separa, deja de lado. En un sentido, en nuestras sociedades se les permite a los individuos ser autónomos y no responsables, pudiendo adjudicar a las instituciones la responsabilidad de aquello que se ha hecho. Entonces, yo soy responsable de mi vida, pero no soy responsable de mis actos, porque esos corresponden a las instituciones a las que se les imputa, sea la escuela, la empresa, la policía, la justicia, la televisión. Y eso es muy importante, porque permite, efectivamente, no soportar el peso de todos los hechos. Por ejemplo, un comisario sabe que su acción de desalojar un inmueble va a dejar a gente en la calle, pero él también sabe que no es responsable, ya que la institución justicia se lo ordena y él no hace más que su trabajo. Pero esta lógica presenta una grave dificultad política, ya que esa obediencia fue alegada por los nazis.
¿En las sociedades contemporáneas, y sobre todo en las ciudades, hay un derecho a la indiferencia?
Pienso en el derecho que puede tener, por ejemplo, una persona a no ser observada críticamente cuando en la calle toma la mano o besa a su pareja del mismo sexo. Ese es un excelente ejemplo, porque, en definitiva, la indiferencia es la que nos permite vivir juntos. Y eso permite, de alguna manera, tener una distancia suficiente respecto de otros modos de vida. Y eso es uno de los desafíos mayores dentro de las sociedades. Hay que recordar que durante la Revolución Francesa, la indiferencia fue perseguida y no se tenía el derecho de ser indiferente respecto de la cosa pública. Y en general, en los regímenes autoritarios, la indiferencia es imposible o se convierte en algo difícil, porque la delación es la norma. Entonces, la indiferencia es la fuerza y la debilidad de la democracia. Todo depende del objeto sobre el cual se aplique. Hay algunas indiferencias que son condenables porque el objeto sobre el que se aplica exige de nuestra parte una reacción; y luego, hay indiferencias que son benéficas, porque uno no mira cómo vive el vecino que no nos mira. Pero si yo veo que golpean a alguien en la calle, la indiferencia me torna culpable.
¿Hay alguna conexión entre indiferencia y envidia?
La envidia me aproxima a los otros, porque pone a los otros bajo mi mirada, y yo me comparo con esos otros. A menudo se analiza la envidia como algo detestable; la historia de nuestra formación católica siempre se destacó por condenar la envidia, aunque no condenó la indiferencia, salvo la indiferencia frente a Dios. Pero el problema es que la envidia es un elemento de comparación respecto al otro, es una puesta en relación.
¿Qué efectos sociales produce la envidia? ¿Acaso pueden ser positivos?
La envidia es un movimiento que lleva a la democratización de las relaciones y a la igualación de los estatus. La envidia no es negativa porque compensa la indiferencia. Cuando se analizan las organizaciones y las instituciones, se encuentra en ellas un pedido contradictorio. Se les pide a sus miembros, al mismo tiempo, que sean indiferentes a ciertas informaciones y propiedades, que hagan el trabajo que corresponde, cumpliendo las reglas establecidas; y, al mismo tiempo, se les pide que se comprometan totalmente de alguna forma, y en ese compromiso, y para ese compromiso, se crean modelos de éxito social. Y esos modelos de éxito social son los que posibilitan el desarrollo de las formas de envidia. Se generan así preferencias, comparaciones y deseos. Entonces, este proceso funciona un poco como la figura del snob en la literatura de Marcel Proust, en la cual se ve muy bien que hay un imitador y una persona a imitar. Pero no se desea el objeto de esa persona; se desea el deseo de aquel al cual se imita. Entonces, en términos sociológicos, podría decirse que la envidia y la indiferencia son correlativas.
Señas particulares
NACIONALIDAD: francés
ACTIVIDAD: profesor de sociologia de la Universidad de Lille
1.Es autor de los libros "Acerca del secreto. Contribución a una sociología de la autoridad y del compromiso" (2007) y "Las lógicas sociales de la indiferencia y la envidia" (Biblos, 2008).
La enseñanza olvidada de Adam Smith
"Hay, efectivamente, dimensiones negativas en la envidia, reconoce Giraud. La postura, la actitud envidiosa, hace infeliz a aquel que la posee. Por otro lado, no hay que olvidar que competencia y consumo son dos aspectos de nuestras sociedades vinculados a la envidia."Giraud rescata, en este análisis, a Adam Smith, pero más que como economista como filósofo moral, "porque Adam Smith mostró, en el Tratado de los sentimientos morales, que uno no puede existir sin los otros, que son los otros los que me dan mi capacidad para vivir. Y eso es algo que se ha olvidado de su pensamiento. Es cierto que hay una parte de su obra que hace de la competencia el regulador de las relaciones sociales. Pero en el Tratado de los sentimientos morales en algún sentido cuestiona la tesis de la competencia. Me interesa también el término 'deuda' que fue objeto de apropiación de parte de los economistas y que, en el fondo, señala que es imposible un yo sin los otros. 'Tengo una deuda' significa, como se dice en el Eclesiastés, que yo recibo de los otros. Y Adam Smith nos recuerda esta dimensión esencial de la deuda, que proviene de la malla, del tejido de relaciones, de los que estuvieron, de los que están y de los que van a venir".
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