“Había una vez, hace 75 millones de años, un emperador galáctico extraterrestre llamado Xenu que estaba encargado de 76 planetas en esta parte de la galaxia, incluyendo la Tierra, que por esos días se llamaba Teegeeack. Hasta que tuvo un problema: la sobrepoblación. Así fue como apiñó a 13,5 trillones de aliens en la Tierra, cerca de volcanes, y destruyó sus cuerpos con bombas de hidrógeno. Las almas o thetans que sobrevivieron fueron capturadas por las fuerzas de Xenu mediante lazos electrónicos y llevadas a cines donde les proyectaron películas con información falsa sobre Dios y el diablo. Confundidas, las almas se agruparon en los pocos cuerpos que habían sobrevivido a la explosión, que con el tiempo llegarían a formar toda la especie humana. Hoy, los actuales seres humanos vivimos con un cúmulo de thetans dentro de nosotros que incitan ideas falsas sobre la moral, el bien, el mal.”
Palabras más, palabras menos, el cuento pasaría rápidamente al olvido por horrible si no fuera porque su autor, el escritor estadounidense de ciencia ficción de poca monta Lafayette Ron Hubbard (1911-1986), lo ideó en 1952 como piedra fundamental de un culto, una secta, una religión cool y estrafalaria para conquistar el mundo: la cienciología (o cientología), que desde hace años se multiplica desde los EE.UU. y pasea en artículos periodísticos, libros y páginas web sin que el lector comprenda de qué demonios trata el asunto, la polémica, tanta agitación que la rodea.
A esta altura, más que una organización y una creencia, la cienciología –o “la religión de las estrellas”– es un discurso diluido en un folletín que se mantiene en pie por su presencia mediática y sus constantes embates en los rincones de internet.
Tal vez se deba al lugar de pertenencia de sus feligreses. A diferencia de los pastores evangélicos brasileños, los Hare Krishna, la teosofía, la secta Moon, el gurú Maharaj Ji, Sai Baba, Shoko Asahara y otros enlistables, la cienciología tiene mucho mejor marketing: los miembros del star system estadounidense, que se muestran siempre correctamente maquillados, con sus sonrisas de marfil, felices como bobos e hipermillonarios que la difunden como quien publicita un libro vacío, una película incongruente pero de alto presupuesto destinada a ser emitida un domingo a las dos de la tarde.
La Iglesia de la Cienciología, rechazada en Alemania y próxima a ser juzgada en Francia por “estafa como banda organizada”, no necesita una deidad con aspecto de abuelo. Para eso tiene a Tom Cruise, santo Tomás de Hollywood, que con los años dio un vuelco más que espectacular: de actor carilindo capaz de cargarse a los hombros un tanque hollywoodense pasó a ser su mejor y más fanático evangelizador, un ministro de propaganda, destrozado recientemente por el historiador alemán Guido Knopp, quien disparó a mansalva: “Tom Cruise es el Goebbels de los cienciólogos”.
SOMOS LA AUTORIDAD, LO SABEMOS TODO.
La acusación no fue lanzada al aire así porque sí ni después de oírlo desafinar en una repetición de Magnolia (1999). Vino justo después de que el sito web Gawker.com difundiera el 14 de enero de este año un video de adoctrinamiento grabado hace cuatro años para una reunión internacional de cienciólogos en el que se observa a Cruise defendiendo de modo ardiente sus creencias (se lo puede ver en http://tinyurl.com/yre7c6). Cruise dice: “Somos autoridades en sacar a la gente de la droga. Somos autoridades en la mente. Somos autoridades en mejorar situaciones. Si sos cienciólogo, cuando pasás junto a un accidente no sos como cualquier otro. Sabés que tenés que hacer algo porque sabés que sos el único que puede ayudar”. Cruise repite: “Podemos rehabilitar criminales y drogadictos. Caminar a la felicidad. Podemos traer la paz y unir culturas”.
De ingresar hace 20 años de la mano de su primera esposa, la actriz Mimi Rogers, para curar su dislexia (aunque la dislexia no se cure), Cruise, de 46 años, saltó a ser, según su biógrafo Andrew Morton, el segundo al mando de la Iglesia de la Cienciología, después del no tan célebre David Miscavige. Desde entonces hubo historias de castings para encontrarle nueva novia (Katie Holmes) y rumores de banquetes con placentas que fueron desmentidos por el entorno del actor una y mil veces.
Flor de paradoja: ficciones –o no– propias de una religión de base ficticia inventada desde cero por un cultor de la ciencia ficción adorador de las space operas que tomó ideas del hinduismo vedanta, el budismo zen, el gnosticismo y el cristianismo, las metió en la licuadora y –finalmente– presionó “on”.
EL BUDISMO TECNOLÓGICO.
Si hay algo que caracteriza al fenómeno cienciológico es que nadie sabe muy bien de qué trata; la mayor parte de lo que se difunde sale de la boca de sus ex miembros. En verdad, pocos quieren saberlo del todo. El extranjero –el no cienciólogo– la interroga sólo desde la curiosidad que despierta a la vez lo no dicho y lo bizarro. Su voracidad se seca al conocer su entramado mitológico, pero aun así la cienciología parece ingeniárselas para generar asombros y misterios extraídos de una recicladora de best sellers berretas. Contiene capas y capas de rituales de bautismo y casamiento similares a los de los masones (salvo el parto silencioso). Su estructura es piramidal y a la vez confusa (los sacerdotes máximos pertenecen a una especie de Opus Dei, la “Organización del Mar”). Habla de infinitos niveles para alcanzar la felicidad y la iluminación. Es evidente que para llegar a eso hay que pasar por los cursos que se imparten en sus sedes (se publicitan en su sitio oficial www.scientology.org). Sus creencias hacen eje en el alma alienígena inmortal llamada “thetan”, que habita en cada persona. Y por supuesto está la promesa redentora: conforme un individuo avance dentro de la organización jerárquica, demostrando compromiso y desembolsando dinero, se le irán apareciendo maravillosas buenas nuevas y más misterios develados. Así, por ejemplo, el cuento de Xenu se revela en el nivel OT III (“Thetan Operante” Nivel 3), al que se llega luego de pagar 160 mil dólares.
La cienciología así vista es una religión silenciosa y de puertas adentro cuya primera señal confusa salta desde su propio nombre: la cienciología carece absolutamente de ciencia, de fórmulas o algoritmos bizantinos para hallar la paz interior o la salvación. Scientology (su nombre-marca original, propiedad de la corporación Religious Technology Center, que la regentea como franquicia) significa más bien “el estudio de la verdad”. Sus miembros dicen que son la religión de mayor crecimiento en los últimos años con números que nadie puede comprobar: 10 millones de seguidores en 7.700 sedes, misiones o iglesias distribuidas en 159 países. Eso incluye a la Argentina, donde no es una religión (todavía), sino una asociación civil. Dicen que son diez mil y que están desparramados desde Tucumán hasta Caleta Olivia, Santa Cruz.Lo único remotamente científico, o tal vez técnico, de este culto es una máquina llamada “electropsicómetro” (e-meter). Es una especie de polígrafo con dos manivelas que los feligreses utilizan para “auditarse” (algo así como confesarse) frente a otro miembro más avanzado que los interroga acerca de sus dolores físicos y sus emociones negativas (engramas) a ser purgadas. Tal vez por eso el filósofo Frank K. Flinn llamó a la cienciología “el budismo tecnológico”.
SUICIDIOS, FRAUDE, OTRAS DELICIAS.
Es prudente advertir a los interesados en hacerse cienciólogos que al adherirse a la organización se exige la firma de un contrato por mil millones de años. El documento puede leerse en http://tinyurl.com/3fc7gk, y contiene un test de personalidad con 200 preguntas, incluidas algunas referidas a las relaciones sexuales del aspirante. Si esto último puede sonar a ascetismo, quieran o no los cienciólogos su organización es conocida más por los escándalos que por sus actos de salvación individual: suicidios a granel (como el del hijo de Hubbard, Quentin, de 22 años, sólo un caso entre 21 muertes contabilizadas en el sitio www.scientology-kills.org), denuncias de lavado de cerebro, acusaciones de explotación financiera a sus miembros en Bélgica, Alemania y Grecia (se afirma que el reclutamiento comienza con el ofrecimiento de exámenes gratuitos de personalidad), juicios por conspiración, fraude, obstrucción a la Justicia, difamación, extorsión, falsificación de documentos, practicar la medicina sin licencia en Australia, Noruega, Suiza, Dinamarca, Holanda y Suecia.
El escándalo más llamativo, sin embargo, estalló en 1977 cuando el FBI allanó varias sedes de la Iglesia en Estados Unidos para desmantelar una red de espionaje de cienciólogos que se habían infiltrado en agencias gubernamentales estadounidenses para robar y destruir documentos que los perjudicaban.Como no podía ser de otra manera, el campo de batalla preferido por los detractores de la cienciología es la web, donde desenmascaran a este movimiento new age inundando cada sitio con información cruda y concisa. Allí se reprodujo al infinito el capítulo parodia de los dibujitos de South Park y allí se libra una guerra abierta –la contienda virtual más bulliciosa del momento– que enfrenta a la cienciología con un grupo sin cabeza de hackers llamado “Anonymous”, una organización-reacción, cuyo arsenal consiste en documentales difundidos por P2P (como The Authorities), envíos de faxes negros, ataques a sitios web cienciológicos y protestas con máscaras de Guy Fawkes, el protagonista de la película V for Vendetta, al pie de las iglesias cienciológicas. En su video Mensaje a la cienciología, subido a YouTube el 21 de enero pasado (www.youtube.com/watch?v=JCbKv9yiLiQ), el primero de sus hasta ahora tres videoofensivas virales, dicen con voz metálica: “Hola líderes de la cienciología. Somos Anonymous. Durante años hemos observado sus campañas de desinformación. Hemos decidido que su organización debe ser destruida por el bien de la humanidad. Los expulsaremos primero de la red y luego los desmantelaremos. No tienen dónde esconderse. Estamos en todos lados. Somos una legión. No perdonamos. No olvidamos”. Y recién comienzan. Como los curas abusadores de menores, los cienciólogos (comunes y celebrities) contestan que nadie los entiende, que los atacan, que son víctimas, cuando lo único que quieren es hacer el bien, limpiar el mundo. Sus creencias, sin embargo, van más allá: como toda religión se hunden como consuelo, placebo mental, ancla de seguridad. Tal vez representan algo más arraigado, una necesidad fisiológica fruto de la desesperación. Porque, como dijo Chéjov, “un perro hambriento sólo tiene fe en la carne”.
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