Más allá del aprisionamiento vacuno, los malos olores de dudosa composición química y los horarios totalmente impredecibles (por no decir azarosos), viajar en subte, tren o colectivo es, dentro de todo, parecido. Las postales electrónicas se repiten, se viaje donde se viaje: miradas en fuga hacia el exterior –tren y colectivo– como escape a la incomodidad, miradas hacia ninguna parte –subte– esquivando el vacío de la oscuridad circundante y, sobre todo, mucho encapsulamiento.
O sea: hombres, mujeres, chicos y chicas, ricos o no tan ricos, que hace tiempo incorporaron los auriculares en su esquema corporal, como si fuera un órgano más que subsana una incompletitud morfológica para muchos nada vital –los orificios que adornan la cabeza– para transportarlos a una realidad alternativa.
Porque una vez que se les baja el volumen a las explicaciones simplistas y quejosas, se advierte su naturaleza consustancial con la época. Ni escape a una realidad hiriente e inflacionaria, ni tapón ante los cantos desafinados de los vendedores, el encapsulamiento cotidiano impulsado por ese trabalenguas tecnológico llamado reproductor-de-emepetrés (antes conocido simple y cariñosamente como walkman) es eso y mucho más: el medio ideal para volver a uno –estar con uno mismo y con nadie más– en una época en la que para existir hay que estar (y mirar) siempre afuera.
Sonreír, hablar, trabajar, mostrarse, poner buena cara frente a alguien que no se soporta, ir al gimnasio como una religión para exhibir en el fin de semana los bíceps de acero. Se vive, se es, se atraviesa una realidad de apariencias, un entorno exigente en el que muchas veces la única opción de desenchufarse es apretar play.
Obviamente que son pocos los que piensan cotidianamente en esto. Simplemente se los calzan; lo hacen, como hábito, como acto reflejo, una respuesta a una exterioridad demandante que succiona y ciega todo intento de introspección, que queda arrinconada únicamente a los 50 minutos –que en realidad son 40 porque siempre se llega tarde– de terapia semanal.
El walkman –seamos retro y llamémosle así para ahorrar palabras–, además, y como si fuera poco, permite la concreción de una fantasía impulsada por películas y series: este aparatejo coinventado por los japoneses Akio Morita, Masaru Ibuka y el alemán Andreas Pavel y luego reconfigurado por Steve Jobs permite que ciertos pasajes de la vida tengan su propio soundtrack. Tirarse boca arriba en una plaza y caer en un estado zen gracias a los acordes islandeses de Sigur Ros, correr como Usain Bolt empujado por “Don´t stop me now”, de Queen, esquivar cuerpos, basura y colectivos tarareando “Redemption Song”, de Marley (Bob, no el otro): el walkman es el punto cero del deseo totalizador de la personalización.
Muchos se engolosinan tanto con este regreso al mundo interior propiciado por esta caja cada vez más pequeña que deciden no salir más de él. Como David Vetters –nombre del recordado niño burbuja–, caminan por el mundo, pero siempre separados. Nadie sabe qué escuchan como tampoco nadie sabe con quién hablan los empleados del subte que te atienden siempre con el tubo del teléfono pegado en la oreja. Sus auriculares son su coraza, su conexión a su jardín, patio o chacra interior a los que nunca, por nada del mundo, quieren abandonar pese a andar por la calle junto a su novia, amigos o hijos (la contracara son aquellos generosos que convierten sus celulares en bocinas y comparten con el resto de los pasajeros los ritmos repetitivos y melosos de la cumbia).
Hace un poco más de 25 años, cuando comenzó a circular con fuerza, se dijo primero que el walkman era un ícono de libertad individual y de intimidad. Después lo volvieron a pensar y salieron con que era la respuesta tecnológica a la agresión cotidiana de la ciudad, que era una máquina de alienación de la percepción. El filósofo estadounidense Allan Bloom escribió que este aparato amplificaba las fantasías masturbatorias de los adolescentes. Su compatriota John Zerzan –anarquista y neoluddita– le ganó en virulencia y lo comparó con la droga de Un mundo feliz, de Huxley, el soma. “Es un depresivo sensorial que prolonga la adolescencia, anula el contacto social e inhibe a las personas de expandir sus horizontes intelectuales”, señaló.
Sea como fuere, el walkman es una puerta: permite salir y entrar del mundo, desaparecer –como se hace al leer un libro– para reaparecer. Sólo hay que tener cuidado y no quedar atrapado. Ni de un lado ni del otro.
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