jueves, 30 de octubre de 2008

Cuatrocientos mil


Son un ejército de fantasmas. No tienen educación. No tienen trabajo. No tienen abrazos. No tienen futuro. Son los empachados de hambre. Son los pibes sin calma. Mueren como moscas. Viven como moscas. Algunos de ellos, con la cabeza rota por el paco y el alcohol, a veces matan. Sólo en ese momento se hacen visibles para el resto de la sociedad.

En la provincia de Buenos Aires, según el gobernador Daniel Scioli, suman cuatrocientos mil. De esa cantera del desamparo salen “ladrones y asesinos” cada vez más pequeños. Las soluciones propuestas por la dirigencia política tienen una simpleza que espanta. “Hay que encerrarlos.” Hay que evitar que “entren por una puerta y salgan por otra”.

Esas cosas dicen los que dicen que saben. Todos opinan desde lejos, como si esos chicos fuesen parte de un imprevisto proceso inmigratorio que invadió en los últimos meses el territorio nacional. Como si esos pibes no fueran el producto del deterioro social, la injusticia y la violencia. Como si no fueran nuestros y no sufrieran la falta de políticas de inclusión.

Cuatrocientos mil chicos que no estudian ni trabajan. Esa cifra, en lugar de promover un debate profundo sobre la inequidad o una declaración de emergencia social con medidas urgentes apuntadas a la infancia, sólo generó propuestas para bajar la edad de imputabilidad y reclamos de mayor dureza judicial.

Un estudio realizado el año pasado por el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina señala que seis de cada diez niños o adolescentes viven en hogares vulnerables; tres de cada diez se desarrollan en familias que no pueden atender su salud y cuatro de cada diez están en hogares que tienen problemas para alimentarlos. Cuatrocientos mil chicos que no hacen nada de nada. Con esa cifra es un milagro que los ataques no sean muchos más. “Nunca hubo la violencia que existe en este momento. Las calles están llenas de chicos armados, alcoholizados, drogados. Las casas están llenas de chicos maltratados y abusados física y psicológicamente.” La frase le pertenece a Rodolfo Brizuela, desde hace catorce años juez de menores en La Matanza. Brizuela habla por su experiencia pero también por su historia; hijo de madre soltera, cuando era niño estuvo dos años internado en un Instituto de Menores. Alguna vez contó que a la hora de llegar ya le habían pegado.
Para el juez, los lugares de contención que existen en Buenos Aires son un desastre: “No están mal, están peor que mal”, y asegura que la problemática de los delitos juveniles tiene que ser abordada también como una cuestión de salud pública: “En el noventa y ocho por ciento de los casos violentos que pasan por mi juzgado está la droga”.

La discusión, en lugar de ser amplia y profunda, es maniquea y tramposa. Algunos exponentes de la derecha paleolítica exigen que se trate a los pibes que delinquen como si fuesen adultos y, del otro lado, los abolicionistas de manual aseguran que no se les puede asignar ninguna responsabilidad penal a los menores. Estamos entre Blumberg y Zaffaroni. En el medio, se pueden encontrar las posturas más sensatas.

Emilio García Méndez, diputado por Solidaridad e Igualdad y destacado especialista en menores y adolescentes, recordó que la Argentina es el único país de América Latina que no tiene un sistema de responsabilidad penal juvenil.
En la actualidad, los menores son tratados según un decreto de la última dictadura (22278/80). Cuando tienen entre 16 y 18 años se los somete a un tratamiento tutelar que, si da resultado, habilita a que se los entreguen a sus padres, y si no funciona quedan demorados en algún instituto y se los juzga como adultos, a los 18 años, por los delitos que cometieron siendo menores. El contenido del tratamiento tutelar es un misterio, pero a la luz de los resultados se puede afirmar que para que dé resultado hay que tener dinero. Entre los 1.800 menores en custodia del Estado no hay ninguno de clase media o alta.

“Un sistema de responsabilidad penal juvenil, como existe en Colombia, Ecuador o Brasil, habilita a que los chicos que cometen un delito grave –como un asesinato– se los juzgue con un debido proceso. Es decir, con un fiscal que los acuse, un abogado que los defienda y un juez que les dicte sentencia. Con esta norma, los menores (por ejemplo de 14 a 18 años) que cometan un delito grave deben hacerse cargo ante la Justicia, pero no serán tratados como adultos”, explica García Méndez.
En Brasil, por ejemplo, la responsabilidad penal va de los 12 a los 18 años, se aplican trabajos comunitarios para los delitos menores y la pena máxima de prisión es de tres años. Hay una veintena de proyectos en el Congreso que prevén algún tipo de sistema de responsabilidad penal para jóvenes que delinquen.
Casi todas las bancadas políticas presentaron alguno. Los proyectos existen, pero no se tratan. La CTA, el Movimiento de los Chicos del Pueblo y el ARI, entre otras organizaciones, tienen propuestas de subsidios universales para la infancia. Hay propuestas pero no se discuten. Las aguas parlamentarias sólo se agitan cuando se produce un hecho criminal con amplia repercusión mediática. Mientras tanto, en el tiempo que demoraste en leer esta nota alguno de esos chicos abandonados a su suerte tomó un arma y no hicimos nada para detenerlo.

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