domingo, 12 de octubre de 2008

El trastorno bipolar –por el cual se oscila sin motivo entre la euforia y la depresión– afecta a muchos chicos

Luisa aprieta el cuerpo puro nervio de su hijo contra el pecho. Así puede pasar dos horas. Este abrazo unilateral, cansador y desesperado es su fórmula para que Juan no explote, se tire al piso, se golpee la cabeza contra lo que encuentre primero, grite, patalee.
Luisa le tiene tanto miedo a ese cuadro como a lo que llama la imprevisibilidad de la enfermedad. "Nunca sabés cuándo llega la furia porque la causa para ese enojo extremo está en cualquier cosa: un dibujo que le salió mal, la broma de otro chico, no conseguir el juguete que quiere, o nada."
Ahora, a los doce, Juan retomó el colegio tras dos años sin ir. "En cuarto grado no fue más. Se agarraba de las rejas y no había forma de hacerlo entrar. Pero los problemas venían de antes. En primer grado se sentía perseguido y dibujaba ojos por todos lados. Si no podía escribir bien su nombre, rayaba la hoja y rompía la lapicera. Y gritaba: 'Está mal, mal, 'no te das cuenta?' le explicaba que era normal equivocarse, pero él no lo podía soportar.
También atravesaba por períodos de tristeza sin motivo. 'No tengo nada, sólo estoy triste', me decía. Y no soportaba las frustraciones. Todo debía ser ya. Quería zapatillas y había que llevarlo a comprar a cualquier hora. Y si no encontraba lo que quería salía del negocio gritando." A los nueve, a Juan le diagnosticaron bipolaridad, fobia escolar y delirios persecutorios.
"Lucas tuvo su primer brote psicótico a los ocho. Estaba en la escuela y se tiró al piso, empezó a patear a todos, a gritar, a golpearse la cabeza contra la pared. Ni entre cinco personas lo pudieron parar. Se lo llevaron en una ambulancia, atado, al hospital Posadas. Después de sedarlo, lo derivaron al Infanto Juvenil Tobar García. Ahí lo diagnosticaron como bipolar." Su madre, Graciela, cuenta su vía crucis: "Pregunté qué le paso a mi hijo y me dijeron: 'Tuvo un brote de locura'. Hoy Lucas tiene dieciocho, pero se porta como un chico de doce". Desde los ocho toma medicación y va a tratamiento psicológico y psiquiátrico. Es grandote, atolondrado, efusivo y por demás afectuoso con los desconocidos.
"Es importante tener asesoramiento para sobrellevar la situación. A veces no aguanto más, se me acaba la paciencia porque no es una vida normal. En la calle la gente lo discrimina mucho. A veces me satura... Una cosa es contarlo y otra cosa es vivirlo en el día a día." A medida que fue creciendo los cambios anímicos se acentuaron. Un día está contento y a los dos días todo es sombrío, no se levanta de la cama. "Estoy podrido, no quiero vivir más, no tengo nada, nadie me quiere": eso dice. Su mamá trata de alentarlo, le enumera todo lo que tiene, lo invita a salir, tomar un helado, pero, claro, no hay caso. "Yo no sé qué hacer y le digo: '¡Pucha, si ayer estabas bien! 'Pasó algo, te peleaste con un amigo?'. Y él: 'No, nada'. Se queda todo el día en la cama y hace una pared que no podés pasar. Al otro día se levanta temprano, se baña. Le pregunto qué le pasó y me dice: 'Nada, no tenía ganas de hablar'. Nada más."
Si pudiera decirse que hubo una etapa más dura que otras, Graciela diría que fue cuando tenía doce. "Desaparecía, me decía: 'Mami, en un ratito vengo' y pasaban dos días y no venía. Mientras tanto, yo estaba desesperada buscándolo por todos lados. Después aparecía lo más tranquilo. 'Me fui a un ciber –me decía–, y a la noche estuve en la plaza. No dormí.' Después, con la medicación se estabilizó, va más por una línea media. Pero hay que encontrar también el médico indicado, porque una vez cambió de psiquiatra, le recetó otras pastillas y andaba dopado, parecía una momia".
Lucas terminó noveno año. Repitió dos veces. No era mal alumno; lo difícil era la convivencia con los compañeros. "Le han hecho de todo: le cortaron la campera con una trincheta; le pegaron piñas; una vez dibujaron un ataúd en el pizarrón con su nombre. A mí me dolía en el alma, es muy feo que le hagan eso a tu hijo." Después lo mandaron a una escuela diferencial, pero no se sentía cómodo. "Tuvo una novia que conoció en el hospital. La piba tenía paranoia, esquizofrenia. Le dije: 'Lucas, ya tenemos bastante con lo que te pasa a vos'. La chica venía con su bolsita de remedios y yo pensaba: ''Todos me tocan a mí?'. Yo sueño con que un día se case, sea feliz, pero la psicóloga me dijo que quizá nunca pueda formar una familia."
Por estos días, Lucas trabaja en la tornería de su tío –que sabe lo que le pasa y soporta sus altibajos–. Un día llega al taller y se tira a dormir; el siguiente se embala, desarma un torno, lo lija, lo pinta...
EL DIA Y LA NOCHE
Candela pasa las piernas por la ventana del departamento del segundo piso donde vive, se sienta mirando para afuera y saluda a su mamá que se va a trabajar: "Chau, ma". Nélida, su mamá, tiembla al evocar ese momento. "Cuando la vi balancearse en la ventana toqué fondo; no podía tragar la saliva y volví corriendo. No es que se iba a tirar; saludaba con toda naturalidad, pero sin medir en absoluto el riesgo." Estaba pasando por primera vez por la etapa eufórica del trastorno bipolar, le dijeron. La crisis de Candela se había desatado en los días previos con unas escenas de profunda tristeza. "Nos mudamos y ahí se desencadenó todo. No la reconocía en la forma en que me miraba y cómo se acurrucaba atrás de la puerta de la pieza. Se encerraba y decía: 'Yo tengo que estar sola, a mí nadie me quiere'. Lloraba, miraba a la gente con los ojos llenos de odio", cuenta la mamá. Esa faceta depresiva le duró cinco días.
Después, el cambio fue rotundo. "Empezó a decir que quería tener amigos, que ya no era una nena y no quería ser más virgen. 'Qué hizo? Abrió la ventana y empezó a tirar papelitos que decían: 'Quiero ser tu amiga, quiero tener novio' a los chicos de 18 años que se juntaban abajo." Nélida lloró en silencio porque no sabía qué pasaba. Cuando se repuso del shock buscó ayuda. La psicóloga que atendía a su hija la derivó a una psiquiatra infantil: "Bipolar", dijo el diagnóstico.
Actualmente Candela tiene 14 años y va a octavo año. "Es muy inteligente pero nunca le vi voluntad de nada, va a la escuela porque yo la obligo, lo único que quiere hacer es chatear." Ahora toma estabilizantes del humor, dice Nélida. "Dejó de tener miedos, delirios, fobia a la gente, no se persigue tanto. Y hasta tiene amigos, lo que antes era imposible. Pero si no está bien medicada vuelve a antiguas manías como pasarse la maquinita de afeitar por la cara o arrancarse las cejas." Nélida reconoce que no es fácil su calvario. "Hay limitaciones que tengo que asumir: quizá mi hija pueda ser una gran científica... o nada. Depende de la constancia y el humor."
Era el primer día de clases del año pasado y Federico –hoy de nueve– no quería entrar al colegio. Durante diez días se repitió la misma escena. Su mamá, Silvana, lo dejaba en la entrada; él se quedaba inmóvil detrás de un árbol y no había forma de hacerlo reaccionar. "Era raro porque Federico siempre fue un excelente alumno y muy autoexigente, nunca quiere llegar tarde a ningún lado, mucho menos faltar", dice Silvana. Pero durante esos primeros seis meses no fue al colegio: se quedaba en la cama y ni televisión quería ver. "Estoy triste, no sé qué me pasa", decía. Primero los papás pensaron que eran caprichos. Pasaron por varios consultorios hasta que les dijeron que su hijo atravesaba por la etapa depresiva del trastorno bipolar y lo medicaron.
Silvana confiesa que al principio se sintió confundida: "Me sentía mal porque lo veía tirado y no sabía cómo ayudarlo. Ahí empecé terapia". Ahora, dice, Fede está estabilizado y volvió a jugar al básquet: es el goleador del equipo. "Siempre quiere ser el mejor en todo, si algo no le sale perfecto, ni lo hace." También volvió al colegio; se preparó con una maestra particular y rindió todo tercer grado.
LOS UNOS Y LOS OTROS
Hasta aquí los relatos de una enfermedad del afecto, del humor, de un mal desgraciado. De aquí en más entramos en otro territorio difícil: la interpretación de esos cuadros, el tratamiento. Porque en las neurociencias –en la psiquiatría, en el psicoanálisis– también se ve con los ojos que uno mira.
Menos poético: en la Argentina unos piensan una cosa sobre la bipolaridad y cómo tratarla mientras que otros aseguran que no existe y que sólo es un ramillete de síntomas que mete en la misma bolsa a gente que sufre distintas patologías. Sumemos entonces drama sobre drama, porque la familia del chico se encuentra también ante un mundo bipolar. La exageración corre por nuestra cuenta. Pero viene al caso porque la bipolaridad es crónica, no se cura; mal tratada puede terminar igual de mal. Y por eso, la decisión sobre el camino a recorrer va cargada de una angustia que tampoco tiene cura.
Y si uno le receta un medicamento a su hijo, otro le dice que no, o que tal vez. Si unos priorizan las pastillas y otros las palabras, 'los padres qué hacen?
Claro que la cosa no es fácil. Tal vez nadie tenga la verdad, ni una parte de ella. Pero los padres, 'qué hacen?
El chico, 'cómo vive?
Los bipolares son pacientes que oscilan entre la manía y la depresión. La depresión y la manía. En la manía, el chico tiene creencias de grandiosidad, miente, con una autoestima elevadísima, está hiperactivo, tiene falta de atención, se exalta, agrede a padres y maestros. En el ciclo depresivo, la autoestima es bajísima, y no hace otra cosa que desvalorizarse: no vale nada, nadie lo quiere, nada le interesa.
"Hasta hace diez años no se hablaba de bipolaridad en niños. Esto aparece con un cambio de vista clínico que viene de EE.UU. y Europa. Hay que ver al niño en su integridad, hacer una muy buena historia clínica, ver qué ocurrió en su entorno no –muertes cercanas, episodios traumáticos, violencia–, investigar con los tests suficientes para llegar a un diagnóstico. No decir: 'Es bipolar' por estos síntomas."
Quien habla es Roberto Yunes, director del hospital Tobar García y médico psiquiatra que grafica la dificultad en determinar qué tiene un chico.
"Por ejemplo, el ADD, o síndrome de déficit de atención, produce una irritabilidad que también está en el trastorno bipolar –dice Yunes–. Un trastorno negativista desafiante que se asienta en un ADD, 'qué es?
El tema es quién puede decir qué es un bipolar. Un psicoanalista puede llegar a decir: 'No, ustedes están mal. Eso no existe. El ADD es un invento de los psiquiatras'. Estamos en dos extremos.
La palabra es muy importante, pero también es fundamental el diagnóstico psiquiátrico. Y medicar cuando hace falta. Ultimamente sólo se hace diagnóstico por síntomas. O si no siempre jeringueamos (jodemos) que la culpa es de la madre que no lo cobijó. Paremos la mano. Discúlpeme."
Juan Vasen, médico especialista en psiquiatría infantil, no quiere hablar de bipolares. Simplemente porque no cree en esa "tipología estadística", que según dice tiene un lenguaje tecnocrático centrado en lo más visible de la conducta. "Es como si pensara sólo el cerebro y no el chico." Prolijamente, para que se entienda: "Ni el pensamiento es reductible a la actividad neuronal que le sirve de soporte, ni el deseo podría reducirse a una secreción química, aunque la implique".
Lo mismo, Vasen aclara que el perfil de los chicos clasificados como bipolares incluye el maltrato a los padres y rabietas por no ir de shopping. "No es raro que la exaltación los lleve a demandas imposibles de satisfacer, a crisis de compras compulsivas." "Son inconsolables", dice Vasen, y uno se imagina cómo será vivir con esa astilla en el alma, por usar un término que rechazarían seguramente los analistas y también os sostenedores a ultranza de entidades neurobiológicas.
No es raro entonces que las madres sean forras" y los padres, "boludos". Por qué? "
Porque ambos no resultan adecuados proveedores de objetos de autoestima para el chico, que con ellos trata de reparar su desvalorización.
Muchos padres caminan la ruta de las concesiones –relajan normas– hasta que se vuelve insoportable para ellos y para los propios chicos, que sufren una orfandad sin límite, una falta de continencia." Bah, un camino sin salida.
Sergio Strejilevich está convencido de que el trastorno bipolar también sucede en la infancia y que, aunque tiene características diferenciales, no es demasiado distinto a su versión adulta. Como jefe del Programa Trastornos Bipolares del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, cuenta su desesperación cuando escucha historias de padres con idas y vueltas en consultorios.
Porque, dice, "hay pocas enfermedades psiquiátricas en la que se tenga mayor conciencia de que una detección precoz modifique en forma sustancial la vida del paciente".
Del enojo al optimismo.
"Hay gente que, medicada, deja de tener síntomas. No son muchos, entre el 20 y el 30% en adultos. Un 50 a 60% amortigua sus síntomas y el resto, otro 20%, anda mal."
Para los que compulsivamente busquen estadísticas en chicos, tenemos una mala noticia: no hay. Ni siquiera se sabe cuántos chicos enfermos hay.
Strejilevich prefiere decir que la medicación es continua y no por toda la vida, como se le pregunta. Cree que en diez años los tratamientos serán totalmente diferentes a los actuales. Y se entusiasma con la gente que trabaja en métodos electromagnéticos, manipulaciones cronobiológicas, terapias génicas. Con mayor precisión en el diagnóstico precoz y una nueva camada de drogas más selectivas: "Ahora ya sabemos cómo funcionan drogas psiquiátricas que servían pero que no sabíamos por qué". Pero no todo es un jardín de rosas.
Qué es lo último ya probado en chicos?
"Nada tiene una evidencia que sea satisfactoria aún. Se usan con eficacia algunos antipsicóticos atípicos y algunos estabilizadores del ánimo anticonvulsivos. Llamativamente hay pocos datos del gold standard del tratamiento en adultos, que es el litio."
Strejilevich cree que es así porque el litio es un mineral y nadie lo pudo patentar. Entonces, no hay un interés económico detrás. Le falta un sponsor, digamos.
Pero los remedios 'no tienen daños colaterales?
"Un tratamiento bueno es resultado de sopesar sus potenciales beneficios y efectos adversos –dice Strejilevich–. Si yo tuviera un hijo con trastorno bipolar me encantaría ver la chance de tratarlo con una droga como el litio, de la cual tengo más evidencias que de todas las más novedosas." Ilda Levin, psicoanalista freudiana, cree que el diagnóstico de bipolar es "un rótulo que puede llegar a estigmatizar a quien lo recibe". Una comodidad que le sirve más al profesional que al niño que sufre.
"Lo más grave de un diagnóstico bipolar es que puede hacer perder la oportunidad de reconocer y reconocerse en los temas que lo afectan. Y que los chicos se rebauticen con el nombre de la enfermedad.
" Y cuenta que tuvo como paciente a un chico de ocho años que había sido tratado sin suerte con litio y que cuando le preguntó qué le pasaba, le dijo: "Soy bipolar": "Recién después pudo hablar de su tristeza. Terminar su tratamiento y disfrutar de su vida de otro modo".

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