Desde los años sesenta del pasado siglo hasta la quiebra que estamos viviendo, la palabra posmodernidad ha designado toda una época en la historia de Occidente, una especie de epílogo que habría tornado líquido el carácter sólido de la modernidad clásica, según Zygmunt Bauman, y hasta gaseoso, de acuerdo con la más sugestiva metáfora que en su Manifiesto Comunista propusieron Marx y Engels. La modernidad capitalista, vinieron éstos a decir, se distinguía porque todo lo que había sido o parecido firme se desvanecía en el aire; proceso de sublimación que se precipitó una centuria después, cuando la prosperidad subsiguiente a la hecatombe mundial trajo consigo —junto con otros factores— un nuevo espíritu del tiempo. De la moral puritana se pasó al ethos individualista y hedonista; del auge de los ídolos a su solo aparente crepúsculo; de la sucesión de estilos puros a su promiscuidad; de las utopías que buscaban la consumación del futuro al culto a la consumición del ahora; y de la reverencia a la Verdad una y mayúscula, en fin, a la coexistencia de verdades relativas, minúsculas y plurales.
En 1979, J.F. Lyotard ofició el bautizo de la época recién nacida, tomando prestado el vocablo de la jerga arquitectónica: confrontada a la seriedad y la coherencia, la conciencia social y la subordinación de la forma a la función propias de la arquitectura moderna —la de Lloyd Wright, Le Corbusier o la Bauhaus—, la arquitectura posmoderna sería estetizante, incoherente y jovial, ecléctica y sincrética incluso, mucho menos atenta a la función que a la forma y su embrujo. El despilfarro abigarrado y kitsch de Las Vegas fue ensalzado, por Robert Venturi, como el rutilante emblema de esa arquitectura; metáfora a su vez de la entera época que culminó hacia 1990, cuando el neocon Francis Fukuyama decretó el presunto "fin de la Historia" y el triunfo sempiterno del capitalismo.
Con sustancial razón, Lyotard observó que el rasgo más distintivo de tal posmodernidad era la caída de las grandes narrativas que habían sustentado el edificio moderno, esto es, de las ideologías emancipadoras que lo habían inspirado desde, cuando menos, la Ilustración de Kant y Voltaire hasta la ufana década de 1960. El derrumbe apenas dejó títere con cabeza. En primer lugar, el milenario relato cristiano de la emancipación redentora devino en asunto de elección personal, y ya no en dogma de fe obligatorio, en un Occidente embriagado por la secularización, la libertad sexual y la tecnolatría. En segundo lugar, el relato ilustrado de la emancipación de la ignorancia y la servidumbre por la educación y la Razón había sufrido una doble erosión, debida por un lado a los totalitarismos generados en la culta Europa, y por otro al creciente dominio de una razón crudamente instrumental que, más allá de la esfera económica, estaba engullendo múltiples vertientes de la vida pública y privada. En tercer lugar, el relato liberal-burgués que prometía la emancipación de la pobreza gracias al mercado libre fue cuestionado por la flagrante desigualdad en la distribución de la riqueza —dentro de los Estados y entre ellos—, y por un expolio medioambiental que empezó a hacerse patente por entonces, sobre todo cuando el Club de Roma alertó sobre los límites del crecimiento. Y por último, el gran relato marxista de la emancipación de las mayorías mediante la socialización de los recursos —de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad: esa auroral utopía que había galvanizado el mundo— resultó en fosca distopía cuando la doble caída del Muro de Berlín y la URSS revelaron el horror del estalinismo, décadas antes denunciado por pensadores como Camus, Merleau-Ponty o Koestler.
La posmodernidad que resultó de semejante hundimiento muestra, vista con perspectiva, un saldo plural de virtudes y defectos, como cualquier época histórica. Entre las virtudes se cuenta la extensión de las libertades, garantías y derechos; el medro de las clases medias y el acceso al confort y al consumo de una porción de las subalternas; el reemplazo de las rígidas ortodoxias por la heterodoxia y el relativismo; la relajación de los tabúes y los dogmas, así como la atmósfera de tolerancia y pluralidad asociada a la vida urbana. Por vez primera en la historia, millones de personas otrora desposeídas se sentían llamadas a sentarse a la mesa de los escogidos, en alas del Estado-providencia y, ante todo, de un Progreso en apariencia imparable. A finales de los años noventa, cuando tamaño ensueño culminó, Europa y el sedicente "Primer Mundo" semejaban un balneario de instalados y rentistas, cuyos inexpugnables muros contenían el oleaje de la planetaria indigencia.
Será menester poner al día los viejos idearios de emancipación y concebir otros de cuño actualizado y distinto
Entre las carencias y defectos de la posmodernidad, no obstante, debe incluirse la desactivación del talante y del talento críticos, tan patente en los ámbitos pedagógico y político. O la tendencia a orillar la problemática del mal en aras de un narcisismo que atrofia los vínculos solidarios, fomenta la desafiliación e induce el "declive del hombre público", en palabras de Richard Sennet. O el relevo de la ética del ser por la del tener, espoleado por un consumismo basado en la creación de necesidades y deseos superfluos. O la sustitución de las ideologías continentales por un archipiélago de islotes ideológicos ––feministas, ecologistas, poscolonialistas o identitarias––, tan dispersos que se muestran incapaces de enfrentar la tecnoburocracia globalizada. O la anemia de un pensamiento de izquierdas confinado al reducto erudito, que a fuer de servil resulta inofensivo e inane.
Añádanse a tales penurias otras de comparable fuste, a fin de otear el paisaje. Así, la rampante mercantilización de la práctica totalidad de los ámbitos sociales, incluidos los de tenor espiritual y artístico. Y la erosión de la frágil secuencia temporal humana en una época señalada, en palabras de Fredric Jameson, por no saber ni querer pensarse históricamente. Y la proclividad, alentada por la sociedad del espectáculo, a la trivial estetización de la economía y la política, de la ética y la ciudad, del cuerpo y los sentimientos, de la naturaleza y la guerra. Y la irresponsabilidad de buena parte de los ciudadanos, que a su condición de súbditos que se ignoran —de una democracia carcomida por la demagogia, la corrupción y el decisionismo, por cierto— añaden el desvarío de sentirse cómplices del mismo sistema que los sojuzga, como se echa de ver en este trance aciago. Y, en fin, la miopía de unas generaciones que se han creído propietarias de un presente pletórico y eterno, una utopía del ahora y el aquí que ha hipotecado el porvenir de las futuras.
De unos años a esta parte, sea como fuere, esa ambivalente posmodernidad da muestras de patente agonía, arrancada de su quimera jovial por una cadena de seísmos en los que Occidente se juega el bienestar que le queda, amenazado extramuros por una globalización que está desplazando hasta ambas orillas del Pacífico los centros de control y riqueza. Y amenazado también, intramuros, por el casi unánime delirio de opulencia que nos ha emplazado ante el precipicio: ideológica, política y éticamente desarmados cuando más urgente resulta disponer de criterios para conducirnos con tiento, conciencia y temple, inspirados por esa antigua sabiduría humanista que sugiere la autolimitación y la mesura. Es hora de despabilar: la posmoderna mojiganga ha terminado. La crisis epocal que atravesamos está teniendo ya, junto a su cohorte de efectos indeseables, el deseable de conjurar la bobería política, ética y estética que por desgracia colea aún. Y también el de urgirnos a rehabilitar la plural herencia del Humanismo y la Ilustración en este nuevo tiempo penumbral, a fin de tornarnos lúcidos y éticos, sobrios y solidarios, cívicos y compasivos. Con las debidas cautelas, será menester poner al día los viejos idearios de emancipación y concebir otros de cuño actualizado y distinto, porque al despertar la modernidad capitalista sigue todavía aquí, aunque más desregulada, ensoberbecida y digitalizada que nunca.
Lluís Duch es antropólogo y monje de Montserrat. Albert Chillón es director del Máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades de la UAB. Ambos son coautores de Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. I, que el próximo marzo publica la editorial Herder.
elpais.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario