Por Nicolas Artusi
El experimento tuvo todo el rigor de cualquier universidad yanqui: cartoncitos con chistes de humor gráfico, pero con globitos en blanco. Dos grupos: de un lado, hombres; del otro, mujeres. Y en el medio, el desafío: completar las piezas con un texto cómico. Los resultados científicos confirman lo que suponíamos. Nosotros somos más graciosos, dicho por unos y otras. Hace treinta años, el blues brother John Belushi despertó las iras feministas con su afirmación ( "las mujeres no son divertidas" ), pero ahora deberían exonerarlo con una disculpa póstuma: según el estudio publicado en el Psychonomic Bulletin & Review de la Universidad de Southern California, los hombres sacamos 0,11 puntos más que las mujeres en el show del chiste. No es mucho, es cierto, pero alcanza para confirmar la rutina criolla del capocómico que se reserva el remate del sketch y que congela a ella en la prisión de la pluma y el conchero.
Ahí donde la serie 30 Rock, escrita por la brillante Tina Fey, o la película Damas en guerra estén para discutir el mito de las mujeres sin gracia, la investigación universitaria nació como respuesta a un viejo artículo de la revista Vanity Fair, donde el periodista Christopher Hitchens se preguntaba: "¿Por qué las mujeres no son divertidas?". Se opinó que en la guerra por la conquista, el hombre tiene una única virtud a su favor: él es más apto para provocar la carcajada en su compañera. Para Hitchens, ningún varón habrá dicho de una novia nueva: "Lo más lindo es que me hace reír". Y para la discutidora Fran Lebowitz, polemista eterna y feminista inoxidable, "los valores culturales son masculinos; para una mujer, decir que un hombre es gracioso es el equivalente a que un hombre diga que una mujer es bella".
¿Será que el humor moderno, basado en el autoescarnio, es eminentemente masculino? Salvo unas pocas que trajinan los escenarios del stand up con sus monólogos miserabilistas, las mujeres no gozan con la ostentación pública de su rosario de tristezas: prefieren el lamento íntimo o el engaño esmerado. Los hombres siempre queremos reírnos a expensas de alguien y tal vez un instinto de supervivencia darwiniano nos haya empujado a burlarnos de nosotros mismos para evitar la trompada de otro macho alfa, el eventual degüello y la extinción de la especie. Es que el humor es la bala de plata para el alfeñique en situación de conquista. Rematados por el inevitable "diga 33...", los chistes de consultorio, las bromas sobre la muerte y la parodia de la decadencia física son exclusivos de los hombres: las mujeres conjuran el paso del tiempo con la gravedad de lo innombrable. Si es cierto que la fórmula de la comedia es "tragedia + tiempo" (lo devela el personaje de Alan Alda en Crímenes y pecados, de Woody Allen), acaso él vea lo tragicómico de la existencia más a largo plazo y ella se ahogue en el vaso de lo inmediato.
El experimento tuvo todo el rigor de cualquier universidad yanqui: cartoncitos con chistes de humor gráfico, pero con globitos en blanco. Dos grupos: de un lado, hombres; del otro, mujeres. Y en el medio, el desafío: completar las piezas con un texto cómico. Los resultados científicos confirman lo que suponíamos. Nosotros somos más graciosos, dicho por unos y otras. Hace treinta años, el blues brother John Belushi despertó las iras feministas con su afirmación ( "las mujeres no son divertidas" ), pero ahora deberían exonerarlo con una disculpa póstuma: según el estudio publicado en el Psychonomic Bulletin & Review de la Universidad de Southern California, los hombres sacamos 0,11 puntos más que las mujeres en el show del chiste. No es mucho, es cierto, pero alcanza para confirmar la rutina criolla del capocómico que se reserva el remate del sketch y que congela a ella en la prisión de la pluma y el conchero.
Ahí donde la serie 30 Rock, escrita por la brillante Tina Fey, o la película Damas en guerra estén para discutir el mito de las mujeres sin gracia, la investigación universitaria nació como respuesta a un viejo artículo de la revista Vanity Fair, donde el periodista Christopher Hitchens se preguntaba: "¿Por qué las mujeres no son divertidas?". Se opinó que en la guerra por la conquista, el hombre tiene una única virtud a su favor: él es más apto para provocar la carcajada en su compañera. Para Hitchens, ningún varón habrá dicho de una novia nueva: "Lo más lindo es que me hace reír". Y para la discutidora Fran Lebowitz, polemista eterna y feminista inoxidable, "los valores culturales son masculinos; para una mujer, decir que un hombre es gracioso es el equivalente a que un hombre diga que una mujer es bella".
¿Será que el humor moderno, basado en el autoescarnio, es eminentemente masculino? Salvo unas pocas que trajinan los escenarios del stand up con sus monólogos miserabilistas, las mujeres no gozan con la ostentación pública de su rosario de tristezas: prefieren el lamento íntimo o el engaño esmerado. Los hombres siempre queremos reírnos a expensas de alguien y tal vez un instinto de supervivencia darwiniano nos haya empujado a burlarnos de nosotros mismos para evitar la trompada de otro macho alfa, el eventual degüello y la extinción de la especie. Es que el humor es la bala de plata para el alfeñique en situación de conquista. Rematados por el inevitable "diga 33...", los chistes de consultorio, las bromas sobre la muerte y la parodia de la decadencia física son exclusivos de los hombres: las mujeres conjuran el paso del tiempo con la gravedad de lo innombrable. Si es cierto que la fórmula de la comedia es "tragedia + tiempo" (lo devela el personaje de Alan Alda en Crímenes y pecados, de Woody Allen), acaso él vea lo tragicómico de la existencia más a largo plazo y ella se ahogue en el vaso de lo inmediato.
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