Por Eduardo Chaktoura
Sé prudente, moderado; aprendé a medir tus actos; sé consciente de tus palabras; no seas impulsivo ni apasionado. Cuántas veces lo habremos escuchado y cuántas veces nos habremos arrepentido por no habernos percatado de cuán preventiva suele resultar esta virtud.
La cautela no suele ser música para los oídos en estos tiempos ansiosos, apurados y de egoísta exitismo.
En medio de tanta vorágine, pensemos por un momento: ¿qué espacio solemos reservar a diario para la reflexión?
Tal vez, si comenzamos por ser un poco más prudentes con nosotros mismos, logremos entender cuán provechoso sería comenzar a regular las emociones y los pensamientos. Tomar conciencia plena de lo que dispara a menudo nuestra mente puede ser el punto de partida para descubrir o reforzar un estilo más justo, adecuado y asertivo. A propósito de asertividad, lo que viene a cuento es la capacidad de revisar cómo consideramos al otro y cómo solemos comunicarnos. Un buen punto de partida para entender hasta dónde puede llevarnos la prudencia.
Tomar conciencia de las palabras que utilizamos, el tono y el impacto es algo que podríamos proponernos, al menos por hoy, para luego incorporarlo a la gimnasia racional/emocional cotidiana.
En este camino sinuoso del vínculo y las alianzas es donde suelen surgir dilemas trascendentales como: ¿qué sería lo más justo? ¿por qué no puedo decirle todo esto que siento/pienso? ¿por qué debería ser prudente si él suele avanzar sobre mí sin medidas? El límite configura la prudencia, pero, ¿cuál es el límite? El respeto por el otro puede ser una primera buena respuesta. Hay otras, claro.
Ser prudentes no significa que no podamos equivocarnos. Si bien la prudencia sería el camino más saludable, el darse cuenta y el perdón son las segundas oportunidades que, por prudente, considera y nos permite la prudencia.
El autor es psicólogo y periodista
lanacion.com
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