Por Rachel Lehmann-Haupt
En una tarde fresca de otoño, en un suburbio de ann arbor, Michigan, un hombre canoso con bigote mira cómo su hijo de 12 años corre detrás de la pelota. La escena es habitual para un domingo, pero el hombre no es un papá cualquiera. Kirk Maxey, de 51 años, es uno de los donantes de semen más prolíficos de Estados Unidos, y quizás del mundo. Entre 1980 y 1994, donó a una clínica de Michigan dos veces por semana. Según sus propios cálculos, teniendo en cuenta la cantidad de muestras producidas, la cantidad de tratamientos que las usaron y la probabilidad de embarazos, Maxey es el padre biológico de 400 chicos, distribuidos a todo lo largo y ancho del estado y quizás del país.
Cuando Maxey era estudiante de medicina en la Universidad de Michigan, su primera esposa, enfermera en una clínica de fertilidad, lo persuadió para que empezara a donar semen destinado a parejas que no pudieran concebir hijos. Su semen era muy valorado por la clínica, dado que resultó tener altas chances de producir embarazos. Le pagaban US$ 20 por muestra, pero Maxey afirma que lo hacía más por un sentido de altruismo y un fuerte instinto paternal.
“Me encanta tener hijos, y me parecía injusto que hubiera mujeres condenadas a no poder procrear”, sostiene. Maxey, quien hoy es CEO de Caymen Chemical, una compañía farmacéutica con 300 empleados, dice que en ese entonces no pensaba demasiado sobre el asunto. Cuando se presentó como voluntario por primera vez, no le hicieron un test genético ni recibió asesoramiento psicológico. Simplemente firmó un compromiso de anonimato, se encerró en un cuarto con un recipiente en la mano y un par de revistas porno, y no consideró las consecuencias emocionales ni genéticas de su ofrenda durante los siguientes treinta años.
En la clínica también le dijeron que iban a usar la mayoría de sus muestras para “investigación básica” sobre métodos de fecundación in vitro, que en los años 80 estaban en sus comienzos, cuando en realidad todos los registros analizados indican que fueron utilizadas en forma exclusiva para lograr embarazos.
Más allá de cierta actitud displicente que pueda haber tenido, los estándares laxos (y mentiras) de la clínica explican por qué pudo tener tanta descendencia, enfatiza Maxey. Pero ahora el “padre serial” tomó conciencia. Y en el tiempo libre que le deja el trabajo en su empresa, se transformó en un activista que impulsa mayores regulaciones oficiales del negocio de la donación de semen.
También hizo público su ADN a través del Proyecto de Genoma Personal de la Universidad de Harvard (una iniciativa que recluta voluntarios para que pongan a disposición de científicos o cualquier interesado su genoma y distinto tipo de datos personales), y espera que esa información pueda algún día ser de ayuda a sus descendientes y sus madres. “Este es mi esfuerzo para corregir el error”, dice.
A diferencia de los años ‘70 y ‘80, cuando la donación de semen se hacia cais a escondidas, hoy es una práctica mucho más abierta. En parte, porque la infertilidad, las madres solteras y la paternidad homosexual son socialmente mucho más aceptadas.
Cryobank California, un banco con tres décadas de experiencia, comercializa un promedio de 30.000 viales de semen por año. En su sitio web ofrece los perfiles de sus donantes, incluyendo desde rasgos físicos hasta religión, educación, profesión, hobbies y deportes favoritos. El donante 11194, por ejemplo, es un actor y empleado de restaurante con madre anglo-húngara y padre germano-holandés, ojos celestes y sonrisa amistosa, un “caballero que le da valor a la honestidad y el honor” y que pretende ser “un catalizador de cambios positivos en el mundo”. Su rostro, prometen en la empresa, tiene (¿cierto?) parecido con los del bailarín y coreógrafo Derek Hough, el actor Rick Schroeder y el Príncipe William, el hijo mayor de Carlos y Lady Di. Y todo por US$ 535.
Al mismo tiempo, donantes y descendientes se empiezan a contactar entre sí a través de sitios web como Donor Sibling Registry. En 2007, dos de las hijas de Maxey, Ashley y Caitlyn Swetland (hoy de 18 y 21 años) usaron ese site para identificarlo. Las hermanas vivían a escasos 45 minutos de su casa, y a partir de ese momento se visitan unas pocas veces al año, salen a tomar helados o escalar montañas con su padre biológico y su hijo.
“A su mamá le habían dicho en la clínica que mi semen se usaría sólo para concebir no más de seis chicos”, protesta Maxey. El episodio lo hizo reflexionar.
“Yo pensé que los médicos iban a llevar un registro de cada nacimiento, y no lo hacen… ¿qué pasaría si dos de ellos empiezan a salir?”(en realidad, admitirá luego, las probabilidades matemáticas de que dos de sus descendientes se conozcan y se casen es de apenas uno en un trillón). También lo preocupa su salud genética. “Quería saber si les podía haber transmitido alguna mutación genética particular”, afirma.
Aún hoy, los bancos de semen no están estrictamente regulados. En EE. UU., sólo hay guías de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva que recomiendan que los donantes aporten una historia médica completa para descartar “anormalidades genéticas” o una historia familiar de enfermedades hereditarias, del mismo modo que propone que reciban asesoramiento psicológico. Pero no hay pautas que guíen la reacción de donantes que son encontrados por sus vástagos, o reglas unívocas sobre cuántos chicos pueden ser concebidos a partir de un solo donante.
Hay clínicas que empiezan a responder algunas de estas cuestiones. En octubre, la revista de la Asociación Médica de Estados Unidos informó que un donante de 23 años, cuyo semen fue utilizado por un banco de San Francisco, le transmitió una afección genética del corazón a nueve de sus 24 descendientes, incluyendo un nene que murió por falla cardíaca a los dos años. Desde entonces, el banco de semen le realiza electrocardiogramas a todos sus donantes potenciales. Maxey asegura que hay documentados docenas de casos donde la progenie de otros donantes, no bien evaluados, sufrió de severas afecciones congénitas o incluso la muerte.
Cappy Rothman, el director médico de California Cryobank, afirma que su banco realiza el “screening” genético de sus donantes. Pero como la mayoría de las empresas del ramo, no fija un número de familias por donante, aunque trata de limitarlo a un rango entre 15 y 25. Tampoco ofrece asesoramiento psicológico, aunque sí sostienen que se aseguran de que el donante comprenda la importancia de lo que está haciendo.
En la Argentina, donde se inseminan poco más de 200 mujeres por año con semen donado, la actividad tampoco está totalmente regulada. Raymon Osés, director de Cryo-Bank en Buenos Aires, dice que según las guías de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva (que un mismo donante no se utilice para más de 25 pacientes por cada 750.000 habitantes) se podría usar un solo donante para el centenar de mujeres que se hacen el tratamiento en su centro.
“Pero somos más cautos cuando son grupos que estén muy vinculados entre sí, de pertenencia común o de amigas íntimas o que convivan en pueblos chicos”, declaró en Página/12.
El último año, Maxey se convirtió en uno de los primeros diez voluntarios en publicar su genoma completo en la red, como parte del proyecto PGP de Harvard. Con sólo una muestra de sangre y piel, científicos del PGP constataron que el genoma de Maxey no presenta ninguna sorpresa demasiado desagradable. El ADN revela un leve incremento del 1,9 por ciento en el riesgo de enfermedades cardíacas, comparado con la población general, así como una disminución en la probabilidad de desarrollar el mal de Alzheimer o perder el cabello (algo que le llamó la atención, porque hoy está calvo casi por completo).
“La cuestión no es si cualquier cosa es predecible a partir de los genes, sino si podemos mejorar la calidad de vida con un mayor conocimiento de los genes y el ambiente”, afirma George Church, líder de la iniciativa.
Pero la difusión pública del genoma de Maxey también tiene otra aplicación potencial: sus descendientes ignorados podrían darse cuenta de si es realmente su padre biológico sin haberlo visto nunca cara a cara o tener la necesidad de pasar por el juez. Cualquiera de los, digamos, 398 hijos de Maxey que hasta hoy no lo han contactado, podrían determinar una serie de marcadores genéticos específicos pagando un par de ciento de dólares en compañías como Family Tree DNA o Ancestry.com, para luego compararlos con los que están posteados de su posible padre.
Las posibilidades del reconocimiento genético impulsaron a Maxey a empezar a trabajar con el Donor Sibling Registry para crear una base de datos sin fines de lucro, denominada Cayman Biomedical Research Institute (CBRI), en la que colecta información genética de donantes y descendientes que están interesados en conocerse. Desde que comenzó el proyecto, Maxey logró demostrar el parentezco de cientos de personas, así como media docena de relaciones padre-hijo. CRBI también aboga por mayores regulaciones de los bancos de semen respecto a la información que reciben donantes y familias sobre nacimientos, controles y exámenes genéticos.
En el futuro, Maxey cree que cada donante y recipiente de semen debería ser examinado sobre el riesgo de desarrollar las principales 100 condiciones genéticas recesivas (transmisibles por padres que no manifiestan síntomas clínicos) con el fin de prevenirlas. Pero, sobre todo, propone quitar el componente comercial del medio.
“La única solución real para esto es prohibir la venta de este producto viviente único, del mismo modo que se prohibe la venta de sangre o de riñones”.
elargentino.com
En una tarde fresca de otoño, en un suburbio de ann arbor, Michigan, un hombre canoso con bigote mira cómo su hijo de 12 años corre detrás de la pelota. La escena es habitual para un domingo, pero el hombre no es un papá cualquiera. Kirk Maxey, de 51 años, es uno de los donantes de semen más prolíficos de Estados Unidos, y quizás del mundo. Entre 1980 y 1994, donó a una clínica de Michigan dos veces por semana. Según sus propios cálculos, teniendo en cuenta la cantidad de muestras producidas, la cantidad de tratamientos que las usaron y la probabilidad de embarazos, Maxey es el padre biológico de 400 chicos, distribuidos a todo lo largo y ancho del estado y quizás del país.
Cuando Maxey era estudiante de medicina en la Universidad de Michigan, su primera esposa, enfermera en una clínica de fertilidad, lo persuadió para que empezara a donar semen destinado a parejas que no pudieran concebir hijos. Su semen era muy valorado por la clínica, dado que resultó tener altas chances de producir embarazos. Le pagaban US$ 20 por muestra, pero Maxey afirma que lo hacía más por un sentido de altruismo y un fuerte instinto paternal.
“Me encanta tener hijos, y me parecía injusto que hubiera mujeres condenadas a no poder procrear”, sostiene. Maxey, quien hoy es CEO de Caymen Chemical, una compañía farmacéutica con 300 empleados, dice que en ese entonces no pensaba demasiado sobre el asunto. Cuando se presentó como voluntario por primera vez, no le hicieron un test genético ni recibió asesoramiento psicológico. Simplemente firmó un compromiso de anonimato, se encerró en un cuarto con un recipiente en la mano y un par de revistas porno, y no consideró las consecuencias emocionales ni genéticas de su ofrenda durante los siguientes treinta años.
En la clínica también le dijeron que iban a usar la mayoría de sus muestras para “investigación básica” sobre métodos de fecundación in vitro, que en los años 80 estaban en sus comienzos, cuando en realidad todos los registros analizados indican que fueron utilizadas en forma exclusiva para lograr embarazos.
Más allá de cierta actitud displicente que pueda haber tenido, los estándares laxos (y mentiras) de la clínica explican por qué pudo tener tanta descendencia, enfatiza Maxey. Pero ahora el “padre serial” tomó conciencia. Y en el tiempo libre que le deja el trabajo en su empresa, se transformó en un activista que impulsa mayores regulaciones oficiales del negocio de la donación de semen.
También hizo público su ADN a través del Proyecto de Genoma Personal de la Universidad de Harvard (una iniciativa que recluta voluntarios para que pongan a disposición de científicos o cualquier interesado su genoma y distinto tipo de datos personales), y espera que esa información pueda algún día ser de ayuda a sus descendientes y sus madres. “Este es mi esfuerzo para corregir el error”, dice.
A diferencia de los años ‘70 y ‘80, cuando la donación de semen se hacia cais a escondidas, hoy es una práctica mucho más abierta. En parte, porque la infertilidad, las madres solteras y la paternidad homosexual son socialmente mucho más aceptadas.
Cryobank California, un banco con tres décadas de experiencia, comercializa un promedio de 30.000 viales de semen por año. En su sitio web ofrece los perfiles de sus donantes, incluyendo desde rasgos físicos hasta religión, educación, profesión, hobbies y deportes favoritos. El donante 11194, por ejemplo, es un actor y empleado de restaurante con madre anglo-húngara y padre germano-holandés, ojos celestes y sonrisa amistosa, un “caballero que le da valor a la honestidad y el honor” y que pretende ser “un catalizador de cambios positivos en el mundo”. Su rostro, prometen en la empresa, tiene (¿cierto?) parecido con los del bailarín y coreógrafo Derek Hough, el actor Rick Schroeder y el Príncipe William, el hijo mayor de Carlos y Lady Di. Y todo por US$ 535.
Al mismo tiempo, donantes y descendientes se empiezan a contactar entre sí a través de sitios web como Donor Sibling Registry. En 2007, dos de las hijas de Maxey, Ashley y Caitlyn Swetland (hoy de 18 y 21 años) usaron ese site para identificarlo. Las hermanas vivían a escasos 45 minutos de su casa, y a partir de ese momento se visitan unas pocas veces al año, salen a tomar helados o escalar montañas con su padre biológico y su hijo.
“A su mamá le habían dicho en la clínica que mi semen se usaría sólo para concebir no más de seis chicos”, protesta Maxey. El episodio lo hizo reflexionar.
“Yo pensé que los médicos iban a llevar un registro de cada nacimiento, y no lo hacen… ¿qué pasaría si dos de ellos empiezan a salir?”(en realidad, admitirá luego, las probabilidades matemáticas de que dos de sus descendientes se conozcan y se casen es de apenas uno en un trillón). También lo preocupa su salud genética. “Quería saber si les podía haber transmitido alguna mutación genética particular”, afirma.
Aún hoy, los bancos de semen no están estrictamente regulados. En EE. UU., sólo hay guías de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva que recomiendan que los donantes aporten una historia médica completa para descartar “anormalidades genéticas” o una historia familiar de enfermedades hereditarias, del mismo modo que propone que reciban asesoramiento psicológico. Pero no hay pautas que guíen la reacción de donantes que son encontrados por sus vástagos, o reglas unívocas sobre cuántos chicos pueden ser concebidos a partir de un solo donante.
Hay clínicas que empiezan a responder algunas de estas cuestiones. En octubre, la revista de la Asociación Médica de Estados Unidos informó que un donante de 23 años, cuyo semen fue utilizado por un banco de San Francisco, le transmitió una afección genética del corazón a nueve de sus 24 descendientes, incluyendo un nene que murió por falla cardíaca a los dos años. Desde entonces, el banco de semen le realiza electrocardiogramas a todos sus donantes potenciales. Maxey asegura que hay documentados docenas de casos donde la progenie de otros donantes, no bien evaluados, sufrió de severas afecciones congénitas o incluso la muerte.
Cappy Rothman, el director médico de California Cryobank, afirma que su banco realiza el “screening” genético de sus donantes. Pero como la mayoría de las empresas del ramo, no fija un número de familias por donante, aunque trata de limitarlo a un rango entre 15 y 25. Tampoco ofrece asesoramiento psicológico, aunque sí sostienen que se aseguran de que el donante comprenda la importancia de lo que está haciendo.
En la Argentina, donde se inseminan poco más de 200 mujeres por año con semen donado, la actividad tampoco está totalmente regulada. Raymon Osés, director de Cryo-Bank en Buenos Aires, dice que según las guías de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva (que un mismo donante no se utilice para más de 25 pacientes por cada 750.000 habitantes) se podría usar un solo donante para el centenar de mujeres que se hacen el tratamiento en su centro.
“Pero somos más cautos cuando son grupos que estén muy vinculados entre sí, de pertenencia común o de amigas íntimas o que convivan en pueblos chicos”, declaró en Página/12.
El último año, Maxey se convirtió en uno de los primeros diez voluntarios en publicar su genoma completo en la red, como parte del proyecto PGP de Harvard. Con sólo una muestra de sangre y piel, científicos del PGP constataron que el genoma de Maxey no presenta ninguna sorpresa demasiado desagradable. El ADN revela un leve incremento del 1,9 por ciento en el riesgo de enfermedades cardíacas, comparado con la población general, así como una disminución en la probabilidad de desarrollar el mal de Alzheimer o perder el cabello (algo que le llamó la atención, porque hoy está calvo casi por completo).
“La cuestión no es si cualquier cosa es predecible a partir de los genes, sino si podemos mejorar la calidad de vida con un mayor conocimiento de los genes y el ambiente”, afirma George Church, líder de la iniciativa.
Pero la difusión pública del genoma de Maxey también tiene otra aplicación potencial: sus descendientes ignorados podrían darse cuenta de si es realmente su padre biológico sin haberlo visto nunca cara a cara o tener la necesidad de pasar por el juez. Cualquiera de los, digamos, 398 hijos de Maxey que hasta hoy no lo han contactado, podrían determinar una serie de marcadores genéticos específicos pagando un par de ciento de dólares en compañías como Family Tree DNA o Ancestry.com, para luego compararlos con los que están posteados de su posible padre.
Las posibilidades del reconocimiento genético impulsaron a Maxey a empezar a trabajar con el Donor Sibling Registry para crear una base de datos sin fines de lucro, denominada Cayman Biomedical Research Institute (CBRI), en la que colecta información genética de donantes y descendientes que están interesados en conocerse. Desde que comenzó el proyecto, Maxey logró demostrar el parentezco de cientos de personas, así como media docena de relaciones padre-hijo. CRBI también aboga por mayores regulaciones de los bancos de semen respecto a la información que reciben donantes y familias sobre nacimientos, controles y exámenes genéticos.
En el futuro, Maxey cree que cada donante y recipiente de semen debería ser examinado sobre el riesgo de desarrollar las principales 100 condiciones genéticas recesivas (transmisibles por padres que no manifiestan síntomas clínicos) con el fin de prevenirlas. Pero, sobre todo, propone quitar el componente comercial del medio.
“La única solución real para esto es prohibir la venta de este producto viviente único, del mismo modo que se prohibe la venta de sangre o de riñones”.
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