viernes, 5 de diciembre de 2008

MARAS SALVADOREÑAS



Sobre ese paredón tachado de balas estuvieron los cuerpos de los tres muchachos que murieron hace poco menos de un mes. Se notan los impactos, la sucesión de tiros en cadena, sin respiro, con que fueron encerrados. Cayeron en la noche, como suele suceder en San Salvador, la capital de la violencia en Centroamérica. Y como en la mayoría de los seis mil homicidios anuales que se viven en esta ciudad de cerros y miseria, las víctimas fueron jóvenes. Nadie sabe por qué los mataron. Los sobrevivientes están encerrados en sus chabolas. A todos los ganó el silencio. Sólo un hombre aparece en un diario local contradiciendo a la policía y a la justicia: no eran pandilleros como dice la policía para justificar el crimen, eran chicos que trabajaban en una iglesia. El hombre tiene menos de 30 años, viste como un estudiante de sociología, huele a sudor de laburante y habla en gallego profundo.
–No son monstruos. Estamos hartos de que se siga inflando el mito de las maras. Por eso los ayudamos a sacarles los tatuajes, porque con esas marcas ya no pueden ni subirse a un ómnibus. La ciudad es una sábana de casuchas extendidas sobre cerros, árboles verdísimos y palmeras. Son construcciones de ladrillo hueco como las de cualquier villa argentina, pero sus dueños no han podido levantar varios pisos como aquí. Los aludes de barro en épocas de tormentas tropicales suelen arrasar con zonas enteras; resultaría peligroso desafiar la endeblez de los terrenos.
Al recorrer San Salvador se la puede mirar desde cualquier punto: cada metro cuadrado de la ciudad resulta un mirador. Sucede como en Medellín o Río de Janeiro: la geografía montañosa impide ocultar la pobreza. La violencia, estallada desde los tiempos de la guerra, parece agazapada detrás de ese paisaje.
TATUAJES/ESTIGMAS.
La noticia en el diario dice: “Los jóvenes muertos en Mexicanos no eran mareros, aseguran los vecinos”. Mexicanos está a una media hora en bus de la Zona Rosa. El guía es un joven que por las mañanas toma fotos para un diario y por las tardes redacta como practicante. Hace poco que se lanzó a la profesión. Se cubrió los estudios en la universidad como cartero. Conoce la ciudad y sus vericuetos. La iglesia que buscamos está metida en una cortada. Desde afuera no parece un templo. Está tapiada y resguardada con un gran portón de acero. Desde adentro una mujer dice que el padre no está disponible.
El trámite es largo.
Debemos entrar al CFO, Centro de Formación y Organización, donde nos esperan. Es otro gran portón tras el cual hay salas llenas de jóvenes que trabajan o estudian. Algunos pasan con carcasas de computadoras: aquí las reparan. El lugar es el centro neurálgico del proyecto de los curas pasionistas en El Salvador. Varias cuadras más allá funciona la clínica en la que se hacen las cauterizaciones para borrar las marcas de las pandillas en los cuerpos de los que quieren reinsertarse y dejar de vivir bajo el estigma. El padre Toño, Antonio Rodríguez, llegó a San Salvador desde Madrid a comienzos de 2000. En Mexicanos, la comunidad donde los religiosos pasionistas hicieron base, se encontró ya con los jóvenes organizados en clicas –grupos que funcionan como familias al mando de un líder local– por zonas, dentro de cada barrio. Los tatuajes ya eran una marca de pertenencia a las maras y diferenciaban a los que se sentían dentro de la MS 13 o Mara Salvatrucha y la M 18, enemigos desde que a comienzos de los noventa ambos grupos de jóvenes inmigrantes se peleaban a pólvora Los Ángeles. La clave de la mara es su carácter migratorio. Entre otros motivos, eso es lo que hace impensable una expansión de las maras a países como la Argentina.
Su origen data de una ola de deportaciones desatada por el gobierno norteamericano entre 1992 y 1994, cuando miles de jóvenes que habían huido de la guerra salvadoreña con sus padres durante los ochenta se vieron en las calles de El Salvador despojados de todo lo que habían tenido y de sus familias de origen.
El destierro es lo que fragua el valor de la mara: sobrevivir gracias al lazo que la mara ofrece y trabajar en el control violento de algunos negocios para que la mara sobreviva y sostenga a sus miembros.
En El Salvador, que de siete millones de habitantes tiene dos millones y medio en los Estados Unidos, la pobreza golpea al 80% de la población. La calle fue entonces el lugar donde se fortalecieron las pandillas. Primero fue el robo y la protección de sus barrios ante otras pandillas. Las comunidades abrieron la puerta a las maras en la primera época, ante el caos que había dejado la guerra finalizada en el 92 con los Acuerdos de Paz. Pronto el área de Mexicanos fue dominada por los pibes de la Salvatrucha, la mara que se reivindica totalmente salvadoreña. Y el principal ingreso pasó a ser la extorsión por seguridad. Cualquier comerciante que pretenda tener su tienda abierta, cualquier transportista que quiera mover su “buseta” por la ciudad de San Salvador, debe aportar a la pandilla.De esta historia el padre Toño sabe bastante.
–¿Cómo era la relación de los vecinos con las pandillas cuando usted llegó?
–Vine en 2000. Entonces las maras existían pero no teníamos tantos homicidios. Eran grupos con sus clicas que se juntaban por su realidad de pobreza, hacían sus grafitis, cuidaban las zonas, se reunían, pero no intimidaban. Pero hoy en día han estigmatizado tanto a la pandilla y los medios de comunicación han generado una zozobra tal que les tenemos un miedo formidable. Al extremo de que muchos se aprovechan y hay un montón de gente que se está haciendo pasar por pandilleros para intimidar a las familias y para extorsionarlas. Acabo de tener otro caso de una familia a la que me la estaban extorsionando aquí, y no eran de pandillas. Cabal. Era un señor que se ha dedicado a extorsionar haciéndose pasar por pandillero. Hace poco, en Chalatenango, dos niños se hicieron pasar por pandilleros y los pilló la justicia; llevaban siete mil dólares de ganancia por extorsión.
–¿Qué dicen los líderes pandilleros?
–Ellos se enteran y los ejecutan. Los matan. A la pandilla no le gusta que utilicen su nombre para denigrar su imagen.
INVENTAR OTRA VIDA.
Sobre el escritorio del padre no hay una Biblia. En primer plano hay varios libros de antropología. Destaca uno con prólogo de Carlos Monsiváis y textos de Rossana Reguillo y otros expertos en juventud. El libro se llama Maras: identidades juveniles al límite. Los autores pasan en limpio ideas que al padre Antonio lo acompañan hace casi una década. La cercanía con los jóvenes, dice, le hizo comprender que la identidad de la pandilla es en principio una “cuestión de honor, un sentido de la vida”.
–Ellos vinieron sin ropa, sin comida, sin educación, sin familia, sin salud, y la pandilla fue su familia, fue la que lo protegió. Las familias son lugares de expulsión, han sido destruidas por el sistema económico. Si desde chico me han maltratado, si mi padre era alcohólico, si no tuve derecho a nada, y la pandilla me cuidó, ésa es mi identidad en resistencia. Las pandillas son una identidad de juveniles al límite que son identidades de resistencia. Han tenido que configurar otra manera de vivir.
–¿Cuál es la verdadera dimensión que tienen las pandillas o maras en El Salvador?
–En este momento en la región y en el triángulo norte –El Salvador, Honduras, Guatemala– la violencia resulta un negocio en el que el chivo expiatorio sigue siendo la juventud. Y es el negocio de la militarización y del miedo. En función del miedo lograron 20 puntos de diferencia en las elecciones. La propuesta fue endurecer las leyes y permitir las violaciones de derechos humanos para combatir a la mara. En 2003, con la Súper Mano Dura, se pasó de 2.300 homicidios a cerca de cuatro mil. Eran seis por día, ahora son 11 homicidios diarios, en promedio. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 los Estados Unidos incluyeron a las maras en su lista de enemigos públicos. Desde entonces los gobiernos centroamericanos han cedido a la presencia de los organismos de inteligencia y comprado con exageración las políticas de mano dura norteamericanas. Así, el actual presidente Antonio Saca se dio el gusto de impartir el plan Súper Mano Dura con el que la policía puede entrar sin orden de allanamiento en la casa de los supuestos mareros y efectuar operativos especiales con los que se han militarizado los barrios. La mara perdió la calle, que volvió a parecerse a la de los ochenta, cuando el ejército hacía presencia intentando frenar el avance de la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Saca intenta asimilar a los mareros a un nuevo enemigo militar con intentos de tomar el poder: “Las pandillas son peores que el terrorismo”, ha dicho. La acusación más temeraria, desmentida por la propia Policía Nacional Civil de El Salvador, ha sido que las maras se conectaron con Al Qaeda. En el último encuentro antipandillas se insistió con que se aliaron con el crimen organizado y por eso siguen siendo un problema de seguridad hemisférica.
–¿Qué impacto causó en las pandillas la Súper Mano Dura?
–Se duplicó la cantidad de presos en las cárceles salvadoreñas. Ha significado una gran modificación en su comportamiento, en sus ritos, en su manera de vestir, en sus tatuajes. Ha sido tan grande la mutación que en estos momentos no se puede hablar de un contexto sólo de maras o pandillas: hay muchas clases de grupos y muchos estilos. Hay una mayor fragmentación. Funcionan como fragmentos de la misma pandilla, pero con diferentes matices y niveles. –¿Qué relación tienen con el crimen organizado?–Es mentira que la pandilla trabaja para el crimen organizado. Es mentira que las pandillas controlan la droga y el crimen. La droga y el crimen organizado la controlan el Estado y el gobierno en este país. Por ese motivo mataron a tres diputados en Guatemala. La pandilla sólo controla el narcomenudeo de crack y cocaína. Se quedan las migajas que les sobran a las grandes organizaciones que usan a El Salvador como corredor de droga hacia EE.UU.Por el austero despacho del padre Toño pasan con frecuencia expertos y organizaciones internacionales. Pocos días atrás estuvieron de la Universidad de Harvard monitoreando la situación de los jóvenes de Mexicanos. El CFO se transformó en un lugar de referencia. Han pasado por aquí unos 44 mil jóvenes, cinco mil por año. Dos mil de ellos se han sometido a la dolorosa tarea de quitarse los tatuajes más vistosos. “Hacemos electrocauterio. Anestesiamos la zona, raspamos, sale la tinta y con una crema se le da y se le levanta la tinta y le sale el tatuaje”, explica el cura.“Padre, yo me puedo salir de la pandilla, pero con estos tatuajes no me van a permitir en un trabajo, me voy a morir de hambre”, le dijo uno de los jóvenes que se acercó a su parroquia. En 2003 el padre Antonio comenzó con un programa que se llamó “Adiós tatuajes. Una luz en la oscuridad”. La actividad en la clínica es permanente: ya les quitaron la tinta a más de mil chicos. El 85% de ellos había pertenecido a las pandillas. Todos cambiaron de piel.Lo que se aprende del hip-hopSi el padre Antonio Rodríguez no parece un cura, su iglesia no luce como una parroquia. Es, en realidad, una gran organización en la que trabajan unas 75 personas, todos profesionales y voluntarios formados por el propio CFO, Centro de Formación y Organización, una suerte de usina de ideas y proyectos. Allí funcionan ocho programas –cuatro de ellos dedicados a la prevención de la violencia– basados en la participación juvenil. Para llegar mejor a los jóvenes el cura aplicó el modelo IAP, Investigación de Acción Participativa, a partir del gusto por la cultura hip hop que los pandilleros arrastran desde Los Ángeles. “Dentro de esta cultura trabajamos con sus cuatro elementos, el que baila break, los grafiteros, los Mcs y los raperos. La cultura del hip hop tiene muchos elementos de la cultura de la paz como el respeto a los demás, a las diferencias, llegar a retar pero nunca a agredirse. Ha habido muchos pandilleros y ex pandilleros que están dentro de esa cultura que logran encontrar un camino a partir de esos valores”, cuenta. Financiado por fundaciones internacionales como Kelloggs y la cooperación de países como Francia y España, este pasionista globalifóbico y anticapitalista ha logrado convencer a 100 empresas salvadoreñas de dar un puesto de trabajo a un ex pandillero. Su tarea lo mantiene en movimiento. Casi no le queda tiempo para dar misa. Después de una hora y media de conversación con el cronista, el padre mira el reloj, salta de su silla, y descuelga sus hábitos religiosos de un perchero para salir hacia la iglesia, todo en pocos segundos. “Es el único día de la semana que doy los sacramentos. No puedo faltar”, dice, y corre escaleras abajo haciendo volar el ruedo de la larga falda blanca por el que salen los jeans gastados.

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