miércoles, 1 de febrero de 2012

Cuando ponerse lo “in” sólo nos lleva al ridículo


A los trece años, yo sentía que el verano empezaba el día en que lo anunciaban las revistas de la farándula. Era un punto de inflexión. La primera semana de diciembre salía un número que tenía una modelo semidesnuda con un trapo fluorescente en la cabeza y la cola hecha milanesa en la tapa, y con eso arrancaba la temporada. En general, la chica no era famosa, pero iba a serlo. A su manager le servía que la nombraran “la chica del verano” y a la revista le convenía que ella posara en cuatro patas para ilustrar lo que se iba a usar y lo que no. A veces, la tapa todavía era más pava y había una rubia y una morocha espalda con espalda. En alguna ocasión incluso hubo tres, tocándose un poco, pero sin pasarse de la raya.
En ese entonces, con trece años, yo tenía un montón de tonterías en la cabeza. Me la pasaba todo el año enfundada en el uniforme de colegio y sentía que el verano era mi momento de brillar. Leía las notas, sesuda y concentrada, para llenar mi vacío pueblerino y adolescente, torturada porque las mallas de Elizabeth Márquez y Valeria Mazza no me entraban y no podía caminar con esas plataformas de corcho sin caerme de cara sobre la arena. De nada me servía comprar el maquillaje y la bijouterie que aparecía en esas paginitas arrugadas de las revistas chimenteras: mientras que ellas eran hadas etéreas con camisolas hindúes alanfaenescas, en túnica blanca yo parecía una heladera whirpool de 1400 litros sin no frost.
Por ese entonces la moda era torpe y superficial, pero inocente. Las vedettes todavía no acostumbraban mostrar todo en revistas eróticas de venta libre y las modelos posaban con una bikini y una camisa transparente apenas reveladora. “La moda de la ropa interior en la playa”, “La vuelta de los trenzados flúo”, “El boom de los dreadlocks” repetían los pasquines, aunque allá afuera, en la playa real, la gente de carne y hueso no se animara a salir de su carpa con el pelo de Bob Marley o en vez de bikini, una bombacha.
Me acuerdo un verano que con mi mejor amiga fuimos a Pinamar. Yo tenía 15 años y según las revistas, el último grito de la moda era usar borceguíes de cuero en la arena. Yo había hecho una dieta rabiosa para llegar flaca al verano y me había comprado esas botas diabólicas e invernales que se ablandaban con el sol y me quemaban las piernas con las hebillas de hierro hirviendo. Solo a un sádico se le podía ocurrir una moda tan idiota, pero yo, que estaba en la edad más pava del mundo, no sólo me morí de calor, sino que también aspiré el olor a pata que salía de los borceguíes de mi amiga durante todo febrero. Ahora me entristece pensar que nadie apreció mi esfuerzo por ser moderna, y que probablemente se hayan reído al ver una gordita acalorada corriendo en botas hasta la carpa. En ese momento, sentía que había cumplido con un “must”.
El año siguiente, con 16, leí que si no tenías el pelo lacio eras un horror, y como por entonces tenía rulos, me la pasé friéndome las puntas con esas planchitas tibias y precarias que te dejaban todo el pelo erizado como a Beatriz Salomón. Por suerte, ese año se empezó también a usar la bikini con minishort y mis abultadas nalgas tuvieron un respiro. No tuve la misma suerte con la parte de arriba, que se bronceó como un budín marmolado porque algún ocioso decretó que no eras nadie si no ibas vestida con un sweater de crochet calado a ver la puesta del sol.
En marzo la universidad me absorbió y me curó de pavadas. Desde entonces me pasé los veranos estudiando, ojerosa y en jogging, y por fin supe —como un niño que descubre los trucos de un mago torpe— que detrás de esas modas horrendas había modelos bellísimas, una estilista, un fotógrafo profesional, una maquilladora, un peluquero y un diseñador.
Ahora, casi veinte años más tarde, ni siquiera piso la playa. Detesto los lugares de moda, el bullicio, pasar enero en la costa atlántica. Sé que empieza el verano cuando mi gata deja de dormir en el sillón y empieza a acostarse en la ventana. Entonces busco una casa en el delta, bien lejos de las revistas y la televisión, y hago todo lo que está out: me calzo con crocs espantosos, como sandía en el muelle y duermo la siesta al lado del río toda despatarrada. Mientras tanto, en la playa, algunos adolescentes arruinan su celular con la arena, ahorran para una bikini espantosa de animal print, o se tuercen los tobillos por caminar en plataformas en los médanos. Todavía no saben que lo único in del verano es hacer lo que te de la gana.
clarin.com

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