sábado, 18 de septiembre de 2010

El Mundo Pasta Única

Por Mónica Giardina y Pablo Zunino
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010
Ocurren cosas curiosas en nuestra era técnica. Tan presente está ella hoy que en los dos acontecimientos fundamentales de la existencia (el nacimiento y la muerte) es la que nos acuna y la que nos despide. Nuestro mundo, que se identifica con esa red múltiple, infinita y omnímoda con la que la tecnología lo ha envuelto, no posee ya casi ningún territorio virgen.

La intervención alcanza a la totalidad y se despliega desde nuestro entorno más inmediato y familiar hasta el espacio intergaláctico, pasando por los secretos íntimos de la identidad, como el ADN. Ese espíritu nació con los tiempos modernos, se disparó con la cohetería espacial, se amplificó con la cibernética, se globalizó con Internet, se segmentó al infinito en sus campos de aplicación e incluso está dibujando un curioso paisaje urbano y artístico.

Pero, desde que el desarrollo tecnológico ha tomado dimensión planetaria, crecen las dudas acerca de los efectos de uniformidad, aplanamiento y nivelación que afectan al conjunto de los órdenes de la vida, proceso al que podríamos llamar, plásticamente, Mundo Pasta Única. Se trata de una clase inédita de fenómenos. Evocamos con esta expresión un episodio de Los Simpson , ilustrativo de la idea que queremos exponer acerca de la compleja homogeneidad del siglo XXI. Lisa descubre que en la fábrica del pueblo se produce una sola pasta que se "corta" según el producto de que se trate. Así, le ponen colorante blanco y es leche; verde y es detergente; rojo y es salsa de tomate, etcétera. Todo termina siendo de una misma pasta, la Pasta Única.

Si la naturaleza pusiera en nuestras manos por sus propios medios lo que necesitamos de ella, sería innecesaria la técnica. Según José Ortega y Gasset, es lo contrario de la adaptación del hombre al medio: es la adaptación del medio al hombre, el esfuerzo por ahorrar esfuerzo, lo que hacemos y utilizamos para aliviar los quehaceres que la circunstancia nos impone. Desde el fuego, la rueda, el arado, el molino y el reloj hasta Twitter, los inventos no han dejado de sucederse y de superarse. Sólo que cuando se habla de tecnología ya no se piensa en la técnica más artesanal, nacida de la experiencia cotidiana desde la noche de los tiempos, sino en la que se despliega a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Si bien la técnica es inherente a la condición humana, en el presente se transforma en algo inédito en la historia de la civilización, por la potencia y el alcance adquiridos, que no registran antecedentes. Como si se tratara de una fuerza centrífuga en imparable aceleración, que termina absorbiendo y facetándolo todo. De ahí que en la actualidad sea insuficiente definirla sólo por su carácter instrumental. Mucho más que una herramienta, representa un pensamiento calculador que impone modos de "ser".

Compulsión a homogeneizar, aceleración, simultaneidad, culto a lo nuevo: éstos son algunos de los elementos esenciales del expansionismo técnico. Están presentes en los ejemplos que elegimos para mostrar qué intrincados caminos y formas puede asumir y encarnar ese expansionismo. Más que al laboratorio, los casos pertenecen al mundo, a la vida.

El caso Moscú
A mediados de la llamada década cero (2000-2010), el visitante encuentra en Moscú una ciudad llena de estratos: restos del imperio, pequeños clubes sobrevivientes de la primera etapa del comunismo, monumentales edificios del estalinismo (casi una decena) con sus cúpulas en forma de aguja que parecen pinchar el cielo, monobloques grises y enormes y, abriéndose paso, nuevos colosos arquitectónicos del siglo XXI.

La inabarcable masa edilicia cobra una proporción desmesurada e incluye enormes autopistas que parecen una cinta de Moëbius gigante, imposible de desembrollar. A la enredadera lumínica globalizada, la misma que hay en todas partes, no le es fácil extenderse tanto como para abrazar y deglutir semejante mole. El sincretismo sorprende: en uno de los edificios estalinistas en el que antes lucía enorme e inquietante la figura de Lenin, ahora hay una gigantesca pantalla electrónica que ofrece... masajes tailandeses. El edificio de la vieja editorial El Progreso, exportadora de libros científicos a todo el mundo durante el régimen comunista, se transformó en una concesionaria de autos japoneses que absorbió e incorporó en el diseño de su entrada el logo de la extinta casa de libros. De los viejos símbolos resaltan estatuas dedicadas a la era de la cohetería, el gran orgullo del viejo régimen, pero sorprende que la del astronauta Yuri Gagarin sea tan parecida a Robocop.

Un congreso internacional de restauradores y preservacionistas sesiona en la capital rusa. Radicalizados unos, más negociadores otros, parecen los últimos mohicanos tratando de parar lo imparable: que la arquitectura de corte global no se trague lo identitario de cada ciudad. Son personas muy eruditas y refinadas. Un poco más, un poco menos, dicen que en todas partes tiene lugar una vorágine destructiva impulsada por las burbujas inmobiliarias y por el desinterés estatal en salvar piezas y estilos en extinción. Rescatan, por ejemplo, cómo el gobierno ruso protegió las bellísimas estaciones de la enorme red del subterráneo moscovita, pero lamentan la caída de muchas viejas dachas de extramuros y su viraje hacia el impersonal formato country . Según los expertos, los que priman son criterios de puesta en valor que no respetan el espíritu original de las obras y que prestan más atención a los dictados del marketing . Parecería que los visitantes prefieren ver superficies lustrosas antes que monumentos o edificios que exhiban la pátina del tiempo.

En una visita a la Plaza Roja, uno de los expertos sopla al oído del lego que, en la última restauración, que incluyó la Catedral de San Basilio, prevaleció el criterio de que todo "brillara". Se habrían seguido los dictados de cierta corriente de la restauración supuestamente copada por el marketing cultural y por las empresas que venden pintura sintética. "Parece un castillo de Disneylandia", blasfema el congresista. A ojos profanos, quizá no sea para tanto. Fundamentalismos al margen, que también los hay en esta tribu, es cierto que la catedral despide reflejos centelleantes y que parece construida ayer nomás. En la comparación con fotografías de época, el contraste es notable.

El asunto queda pendiente porque es hora de bajar al mausoleo que guarda a Lenin embalsamado. Hay que descender unos cuantos tramos de escaleras y, en cada rellano, un soldado ruso utiliza ambas manos para dar instrucciones a los contingentes: con una se llevan el índice a la boca en señal de "¡silencio!"; con otra hacen señal de "¡circulen!". Se sabe que el rigor ruso trasciende las eras políticas. Todo ocurre en una penumbra que ilumina con tenues reflejos los mármoles blancos, negros y rojos. Lenin está embalsamado, es pequeñísimo y parece que estuviera durmiendo. De nuevo en superficie, el sol encandila. Tras unos pocos pasos, toparse con rusos disfrazados de Mickey y el Pato Donald, para que los turistas se saquen fotos con la Plaza Roja como fondo, cobra la forma de una visión o de una alucinación. La Plaza Roja y Lenin se funden y confunden con Disneyworld y el ratón Mickey. En semejante mezcla de escenarios queda eliminada la distancia física y simbólica. Las grandes diferencias existentes entre la época de la Revolución y el entretenimiento infantil y masivo se funden en un espacio-tiempo diseñado. Dos emblemas tan elocuentes del siglo XX se diluyen en una homogeneidad muy parecida a la Pasta Única del mundo de los Simpson.

Jean Beaudrillard, en Cultura y simulacro , analizó estos procesos con mucha gracia y propiedad: "Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que lo circundante es real, pero en verdad ni Los Ángeles ni América entera ya lo son, sino que pertenecen al orden de lo hiperreal y de la simulación".

El caso sopa de letras
Si bien la técnica siempre sirvió al acortamiento de distancias, en el espacio y en el tiempo, a partir de la modernidad se disparó un vértigo imparable. La aceleración es el fenómeno esencial. Los nuevos sistemas de comunicación compiten entre ellos por superarse en rapidez y en su avance imponen una transformación radical del lenguaje, en virtud de la cual las expresiones y las palabras se mutilan en favor del uso de abreviaturas y siglas. Desnudas letras autorreferenciales.

Sobre cómo la técnica se expresa allí donde las abreviaturas vienen a reemplazar la palabra, Martin Heidegger habla en ¿Qué significa pensar? Pero la cantidad de tecnicismos de todos los campos del saber en nuestra habla cotidiana haría palidecer al pensador de la Selva Negra. Las siglas son condiciones necesarias de la aceleración del tiempo de la comunicación y funcionan como garantes. No tienen el peso de la palabra, no poseen tradición y, por ende, no arrastran prejuicios. Como meras fórmulas, incluso alfanuméricas, son fácilmente computables e intercambiables, chatas y opacas. Da qué pensar que un manual de psiquiatría pueda llevar por título DSM4 o que las personas mueran de un ACV o que se identifique a un niño por su ADD.

El ya olvidado caso de la gripe porcina es un ejemplo más que elocuente al respecto. De pronto, una epidemia deja de llamarse con nombre propio para pasar a ser A (H1N1); nada más aséptico y críptico al mismo tiempo. Ejércitos de siglas se incorporan día a día a las filas de la lengua cotidiana. Frente a la palabra, que siempre significa algo, la sigla no significa nada. Más que a producir sentido, induce a borrarlo. No se muestran como lo que realmente son: grandes encubridoras; por el contrario, brindan la máxima ilusión de inteligibilidad, como si todos supiéramos de qué se está hablando y, en verdad, ocurre más bien la inversa.

Podríamos preguntarnos: ¿por qué eludir las palabras o esconder los nombres? Quizá porque ni las palabras ni los nombres son meros signos. "En las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra Nilo", dice Borges. El nombre no es un añadido, evoca la cosa y siempre es de algún modo un destino. Es difícil imaginar cómo en la sigla A (H1N1) puede el ser humano escuchar algo de los orígenes animales de esta peste, presente sin duda en el nombre "gripe porcina", que, lejos de cerrar el significado, más bien lo abre a la exhortación de la naturaleza y remite al hombre en su relación con la animalidad, a los modos de producción de vida, al hacinamiento de los criaderos industriales, a la exigencia de crecimiento frenético y, en última instancia, al sentido de la aceleración de todos los ciclos vitales.

El caso rosa azul
Mencionamos más arriba como un síntoma de nuestra época la intervención técnica ilimitada. El afán de dominio no sólo produce el efecto Pasta Única. Intenta producir, además, una naturaleza prêt à porter .

Quizá por su hermosura efímera, las rosas simbolizan la fugacidad del tiempo y de la belleza y son testimonios de la finitud. Existen rosas de casi todos los colores, incluso algunas son de un borgoña tan profundo que hasta parecen negras, pero no las hay azules. La imagen de la rosa azul ha sido desde siempre la representación de lo imposible.

Atraídos por la fascinación de lo imposible, varias generaciones de floricultores intentaron crearla y para ello acudieron a los métodos de hibridación tradicionales. Pero después de años de esfuerzos y desvelos, apenas si obtuvieron una rosa malva, a la que, un poco como consuelo, le dieron el nombre de "rapsodia en azul".

Las rosas naturales no poseen el pigmento que produce el azul (delfinidina). Un tope biológico muy preciso que ninguna alquimia pudo alterar. Pero hoy ya no ocurre lo mismo. Para las tecnologías biogenéticas, la naturaleza ha dejado de ser el límite y pasó a convertirse en un campo gigantesco de experimentación de imposibles, del que no quedaron afuera ni siquiera las rosas. Después de unas décadas de investigaciones y decenas de millones de dólares mediante, genetistas moleculares han llevado a cabo el prodigio. Lo que no podían alcanzar los amantes de las flores lo lograron las empresas tecnocientíficas. Según información oficial de un holding australiano-japonés, parece que la rosa azul ha sido finalmente producida en el seno de un laboratorio y como resultado de precisos cálculos de combinaciones genéticas.

¿Cómo se hacía posible lo imposible? En principio, diríamos, porque vivimos en la época para la que ya casi no hay imposibles. (Tanto es así que en la presentación virtual de la rosa azul, la multinacional genetista sube la foto de una rosa lila diciendo que es azul.) Esquemáticamente considerado, el procedimiento técnico puede describirse así: se separan los genes de otras flores, como pueden ser las petunias o los lirios o las nomeolvides (que sí poseen aquel pigmento), se los clona y se los introduce luego en el mapa del genoma de la "rosa objetivo", así llamada en la jerga científica. Claro que no es tan sencillo obligar a la naturaleza a que cambie el color de sus rosas, que insisten con obstinación en seguir el camino de su ruta metabólica prefijada. De modo que con el aporte de los genes de sus compañeras no era suficiente. Se necesitaba más que eso. Entonces se creó una compleja tecnología que, además de garantizar la introducción de los genes prestados, cumpliera la función de acallar aquel mandato originario. Vale decir, una técnica cuya función es la de silenciar el impulso natural de la flor y poder así emplazarla a producir otro color. Se trata de una operación quirúrgica de silenciamiento, y en este nombre no hay mucho de metáfora, pues esto se logra a través de la incorporación de un gen artificial, llamado "silenciador", cuya misión reside precisamente en acallar la voz de la naturaleza para que se someta al proyecto.

Sería inútil buscar la esencia de la técnica en el maremágnum de artefactos y dispositivos, porque ellos son sólo el rostro visible de aquello oculto que ha hecho posible que estén ahí. La esencia de la técnica no es nada técnico. Inquietante y misteriosa, se esconde tras sus logros y no se muestra nunca ella misma como algo peligroso. Se asegura que el experimento de la rosa azul no representa riesgo alguno para la salud ni para el medio ambiente. Pero no es función de la técnica interrogarse por el sentido, el derecho y los límites de la intervención humana. Se la diseña, se la pone en acción y listo.

Es esperanzador que la naturaleza encuentre su propia manera de defenderse. Dicen los que vieron la rosa azul que todavía luce más lavanda que azul. Acaso esa resistencia nos esté diciendo algo y sólo se trate de poder escucharla.

El caso Indio Clayderman
Suena música en la estación ferroviaria de Budapest, ciudad de deslumbrante y genuina belleza. La melodía es "El cóndor pasa", el tradicional tema folklórico peruano. Dos hombres de tez oscura y rostro aindiado tocan sikus en sampler con una pista grabada que aporta la base rítmica. Llama la atención que luzcan tocados de plumas en lugar de los gorritos típicos de Perú. Es que el vestuario lo aporta una empresa española dedicada a "fabricar" indios de confección: de origen boliviano con tocado sioux, unos; de origen brasileño con ropajes amazónicos, otros, y así sucesivamente. Por contrato, deben interpretar un repertorio tradicional y usar arreglos planos, sencillos. Ejecutan sin yerros, parecen buenos músicos. El público húngaro, fascinado por esa imagen tan exótica, aporta dinero considerable cuando pasan la gorra. Es un espectáculo callejero muy digno, pero suena un poco anodino, como si fuera una versión telúrica de Richard Clayderman, el pianista francés que toca de todo un poco y todo igual. Una especie de ornitorrincos culturales forjados sobre la base de rasgos yuxtapuestos, extraídos y combinados según las normas del mercado.

Estatuas de la era comunista, unas cuantas de Stalin, fueron llevadas a las afueras de Budapest. Enormes, intimidatorias, de una escala sobrehumana, quedaron cercadas en un parque temático. Este género es otra variante de la homogeneidad. Sorprendentemente parecidos los unos a los otros, estos sitios albergan lo que venga, desde dinosaurios hasta gestas religiosas. Están concebidos con el acento puesto en acelerar la circulación de los turistas y al servicio de lo que ellos, supuestamente, quieren encontrar en la visita. Otro efecto Pasta Única, de monotonía, se observa al recorrer en auto las ciudades de toda la Argentina, de norte a sur y de este a oeste. Para quebrar esa homogeneidad visual es necesario internarse en los pueblos chicos o posar la mirada en paisajes naturales poco o nada intervenidos o en piezas arquitectónicas en estado original. Al ir atravesando las sucesivas ciudades se registra una insistencia repetitiva donde priman idénticas cartelerías, iluminaciones, logos y demás signos urbanos. La envoltura de las urbes se parece cada vez más en todas partes, con las grandes pantallas que van ganando en presencia.

El caso pelota maldita
Bautizada "Jabulani", que en lengua zulú quiere decir tanto "celebración" como "fiesta", la pelota del Mundial de Fútbol 2010 (también conocida como "pelota maldita") fue el producto de estrictos cálculos de la ingeniería aerodinámica y era considerada, ni más ni menos, una esfera perfecta, de precisión exacta, compuesta por ocho paneles tridimensionales premoldeados y unidos térmicamente. Entre sus más destacadas características, se mencionó la extraordinaria estabilidad y precisión del vuelo, aun en exigentes condiciones atmosféricas y climáticas. Cuando el balón fue presentado, la Federación Internacional de Fútbol afirmó sin titubeos que se trataba de la pelota más precisa de la historia y voces como las del alemán Franz Beckenbauer y el inglés David Beckham sirvieron de criterios de autoridad para confirmar los auspiciosos vaticinios. Aunque -curiosidades del lenguaje- algo de lo que acontecería después comenzaba a manifestarse en aquellas declaraciones, ya que la caracterización de "bola increíble" que utilizó el jugador británico en dicha oportunidad cobraría a posteriori un inusitado relieve.

Sin embargo, y para gran sorpresa, con el inicio del campeonato se hicieron escuchar otras voces, las de los protagonistas del espectáculo, que no vacilaron en calificarla de "horrorosa, sobrenatural" (Luis Fabiano, delantero de Brasil), "la peor" (Fernando Muslera, goleador de Uruguay, y Marcus Hahnemann, de Estados Unidos), "de playa" (Iker Casillas, arquero de España), "desastrosa" (Giampaolo Pazzini, delantero italiano), "de supermercado" (Gianluigi Buffon). Lo cierto es que el balón sólo podría ser examinado después del Mundial.

El tema de la pelota maldita se hizo cada vez más presente e incómodo, tanto que para testear la cruel verdad de la maldición (concepto cargado de connotaciones religiosas como pocos) se buscó un veredicto científico, ni más ni menos que a través de los expertos del Laboratorio de Mecánicas de Fluidos de la NASA, la agencia espacial estadounidense. La conclusión de los investigadores del espacio fue lapidaria: la Jabulani era "impredecible". Digamos que para la cancha, esa condición equivale a estar maldita. Entre otras cosas, cuando esta pelota vuela a más de 70 kilómetros por hora, debido a su particular hechura produce un efecto aerodinámico llamado "nudillo" que sería el responsable de las desagradables sorpresas en su trayectoria.

Más allá de que los padres de la Jabulani hayan hecho bien o mal las cuentas, algo del orden de la desmesura signa al proyecto mismo, sostenido en ese afán de superación infinita y de eficiencia sin límite. (Dicho en criollo: ¿era necesaria tamaña empresa?) Pasarse de rosca con la técnica puede terminar aguando una fiesta como la del fútbol. En todo caso, el tema no es que haya habido errores al computar los datos, sino que la operación de calcular haya sido elevada a forma privilegiada y hegemónica del conocimiento y se haya extendido a toda posible experiencia, incluidas la sagrada y la lúdica que confluyen en el campo de juego.

Puede sorprender la mezcla entre pelotas de fútbol, tecnologías, maldiciones y científicos, aunque es muy propia del mundo Pasta Única, pues hasta hace poco hubiera resultado al menos llamativo que un investigador espacial fuera árbitro de la pelota del Mundial y que una pelota, científica y técnicamente producida, pudiera estar maldita

La cosmética metafísica
En el territorio de la cosmética se hace patente otro fenómeno curioso. Sólo que, a diferencia de otros ámbitos, no se apura aquí al tiempo. Más bien se busca detenerlo, dejarlo atrás, y cuanto antes, mejor. Los tratamientos antiage (expresión que se las trae) están a la orden del día. Las empresas de belleza recomiendan empezar con ellos cumplidos los 30 años de edad. De los componentes con vitaminas presentes en las cremas clásicas a los iones negativos, las moléculas antienvejecimiento y los agentes termoactivos de las fórmulas actuales, que ofrecen resultados eficaces en apenas días, hay un gran trecho.

Lo vemos en la sorprendente retórica con la que se presenta al mercado la cosmética tecnocientífica. Unas innovaciones suceden a las otras, empeñadas cada vez más decididamente en la lucha contra la finitud. Tan grande es el deseo por borrar las huellas del tiempo que los argumentos de venta difícilmente excluyan referencias a la juventud duradera. La oferta incluye " lifting instantáneo", corrección súbita de arrugas, eliminación veloz de los signos de la edad, renovación rápida del tejido celular y retorno asegurado de la lozanía que los años se llevan. La promesa técnica de mantenernos siempre jóvenes es encantadora, compite en el reino de este mundo con la promesa de salvación eterna en el más allá, se vende en los comercios y viene envuelta en el packaging de la felicidad. Parecería que el ser se hubiera divorciado nuevamente del tiempo, después de que a Heidegger tanto le costara unirlos. En nuestra época, la pregunta por el ser ha sido reemplazada por la cuestión del método o el procedimiento para ser joven, tener amigos, conservar la pareja, ser feliz y lo que usted desee. Para alcanzar cualquier anhelo, siempre hay un instructivo o un manual.

De esta pasta es nuestro mundo y, parece que cada vez más, de esta pasta estamos hechos. Para reflexionar sobre estos asuntos, no sirven las ilusiones románticas de retorno a un pasado idílico ajeno a la razón calculadora, ni la intención iconoclasta o abordaje fanático que se puede ejemplificar con la figura caricaturesca de Unabomber, matemático y enemigo de la cultura estadounidense que llevó a cabo una campaña de envíos de cartas bomba para denunciar los excesos de la sociedad tecnológica moderna. Nosotros no queremos amargarle la vida a nadie. Y si no nos referimos a las virtudes y bondades de la técnica, es porque están demasiado a la vista.

La elección de situaciones y objetos analizados se ha inspirado en lo que ya en los albores del siglo XX, supieron anticipar pensadores como Heidegger, Jacques Lacan, Walter Benjamin, Ortega y Gasset, Jacques Ellul y Lewis Mumford, entre otros. No decimos nada nuevo. Ellos nos enseñaron que no hay cultura sin malestar y que cada época tiene sus propios espejismos.

La primera versión de este work in progress de la doctora en Filosofía por la UNED Mónica Giardina y el licenciado en Psicología (UBA) y periodista Pablo Zunino fue presentada a fines de 2009 en El 104, de París, centro cultural que depende de la alcaldía de esa ciudad, y en las Segundas Jornadas Ibéricas de Fenomenología, Segovia, España.
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