sábado, 18 de septiembre de 2010

Cómo se contagia el Mal

El juicio moral que nos permite juzgar a los demás reside una región específica de nuestro cerebro. Y como demuestra una reciente investigación de Neurocientíficos del MIT liderados por Rebeca Saxe, basta con perturbar esa parte del cerebro para que la gente tenga un juicio moral diferente o más laxo.
En estudios previos se había mostrado que la región cerebral conocida por unión parietal temporal (o TPJ en sus siglas inglesas) se activaba fuertemente cuando pensamos acerca de las intenciones de los demás, sus pensamientos o creencias, que es el modo que tenemos para deducir si la otra persona está actuando bien o mal (por ejemplo, aquella persona acaba de agredir a otra: ¿ha sido para defenderse, ha sido por odio, ha sido por equivocación, etc.?).
En esta nueva investigación se perturbaron temporalmente la actividad de TPJ mediante la inducción de una corriente el cerebro, inducción que se conseguía gracias a la aplicación de un campo magnético desde el exterior del cráneo. Liane Young afirma lo siguiente tras conocerse los resultados:
Normalmente se piensa que la moralidad forma parte de un comportamiento de elevado nivel. Ser capaz, con un campo magnético aplicado a una región específica del cerebro, de cambiar esto es realmente pasmoso.
Al igual que el TPJ, que está localizada en la superficie del córtex por encima y detrás del oído derecho, es crítico a la hora de elaborar juicios morales, poniendo de manifiesto que nuestra moralidad es en parte un constructo de hardware endeble, nuestros actos morales (y la valoración que hagamos de los mismos) también dependen mucho del entorno en el que estemos. Cuando uno mismo se interpela sobre su moralidad, acostumbra a asumir que, a grandes rasgos, es una buena persona, justa, ecuánime y amable con los demás. También tendemos a focalizar el Mal en personajes icónicos, como Hitler o Satanás. Solemos pensar: “Hitler sí que era malvado, yo no; y el vecino del quinto molesta más al vecindario que yo”.
Sin embargo, si bien el grado de bondad nos diferencia entre nosotros (es innegable que hay personas más egoístas, más mezquinas o menos empáticas que otras), lo cierto es que la mayoría de personas basculan entre el bien y el mal continuamente, y ello depende de las circunstancias.
Con circunstancias no quiero que penséis en infancias traumatizas o entornos económicos desfavorables. Un padre de familia puede ser amable en casa, con su familia, y un desalmado en la empresa que dirige. Un individuo puede ser agresivo y desconfiado en un contexto durante meses, y luego, al cambiar de contexto deponer esa actitud de una forma asombrosa en un nuevo contexto en pocas horas o días.
Cómo funciona la difusión interpersonal del comportamiento delictivo es un ejemplo ilustrativo de cómo una persona puede estar en uno u otro espectro moral. La delincuencia suele variar mucho en el tiempo (cambia de año en año) y en el espacio (varía entre jefaturas y comisarías adyacentes) por motivos que, en parte, son misteriosos.
Uno de los motivos en los que se está haciendo hincapié es que los delincuentes inducen a los demás a cometer actos delictivos de forma tácita. El economista Ed Glaser incluso llevó a cabo un estudio en el que tales efectos eran distintos según el tipo de delito:
Es mucho más probable que una persona se vea incitada a robar un coche cuando ve hacerlo a otro que a robar una casa o cometer un atraco, y esta influencia es aún menor en delitos como el incendio premeditado o la violación. Cuanto más arriesgado o grave sea el delito, menos probable es que otros se animen a seguir el ejemplo (aunque también se pueden producir comportamientos asesinos frenéticos, como en el genocidio de Ruanda).
Malcolm Gladwell analiza también el comportamiento cívico desde esta perspectiva, con lo que él llama “teoría de las ventanas rotas”:
Si se rompe una ventana y se deja sin arreglar, la gente que pase por delante deducirá que a nadie le importa el asunto y nadie se ocupa de arreglarla. Al poco tiempo aparecen más ventanas con los cristales rotos, y en seguida el edificio afectado transmite cierta sensación de anarquía a toda la calle, con la consigna de que todo vale. La teoría de las ventanas rotas y la del poder del contexto vienen a ser una misma cosa. Ambas se basan en la premisa de que se puede invertir un proceso epidémico con sólo modificar pequeños detalles del entorno inmediato.
Por supuesto, el contagio de la bondad se produce de manera similar. Dejando a un lado que nacemos predispuestos al altruismo y la cooperación (al menos aparente) y que el sentido moral nace de serie, el entorno puede subrayarlo o debilitarlo. Por ejemplo, en un entorno social donde predominan las personas buenas, habrá menos posibilidades de que haya personas malas.
La gente buena tiene más amigos, tiene más gente alrededor para prestar atención a sus anécdotas, a sus gustos literarios, musicales o directamente estéticos, a sus ideas, en definitiva, y eso provoca que la esencia de la gente buena se reproduzca con mayor facilidad en los demás, en el acervo cultural en el que estamos inmersos. La gente amable influye y persuade a un mayor número de personas en su vida.
Por otro lado, la gente mala, por ejemplo la que tiende a engañar, estafar o robar, comprobará que en un entorno de personas buenas podría engañar, estafar o robar más fácilmente, sí, pero llevar a cabo esas actividades implica un riesgo inherente: el ser pillado y expulsado de la comunidad. Sin embargo, podría advertir inconscientemente que mediante un comportamiento honesto puede también obtener muchos beneficios sin sufrir el riesgo de expulsión y, sobre todo, menguar el riesgo de que otros opten por el engaño, estafa o robo.
Así que si una persona se os presenta como adalid de la moral, desconfiad de inmediato. De igual modo, no os dejéis cegar por la comisión de un acto inmoral para juzgar la integridad de una persona. Todos cambiamos y nos adaptamos en diferentes entornos, incluso en un mismo día, y que nos percibamos como criaturas con una línea moral coherente y estable es sólo una de tantas ilusiones de nuestra mente.
Con todo, para los que abriguéis la esperanza de que todo depende del contexto y del contagio social, próximamente os presentaré otro artículo donde se sugiere cómo el ADN determina en gran parte nuestro grado de altruismo, egoísmo y cooperación.
Vía Conectados de de Nicholas A. Christakis y James H. Fowler / La frontera del éxito de Malcolm Gladwell
genciencia.com

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