jueves, 10 de septiembre de 2009

Mafalda en el bronce


Por Alejandro SeselovskyLa “escuela 13” de la calle conde, antes de llegar a Santos Dumont, frente a la Plaza Mafalda, cumple con todos los tópicos de la educación pública en Buenos Aires: un Estado desentendido y con demoras en la asignación de partidas para infraestructura y una cooperadora que banca, inventa, saca agua de las piedras y plata de las kermeses.
Y discute. Algunos padres discuten todo y, humanistas ilustrados, saben conectar la necesidad de la educación sexual con la herencia cultural de la Revolución Francesa.
Entre los muchos cruces que esos padres tienen, que hemos tenido, hubo uno que no fue cruce, sino voto unánime: “¡Basta de llamarnos Cooperadora Scalabrini Ortiz! No quiere decir nada y no le estamos diciendo algo a nadie. Hay que cambiar de nombre. Hay que llamarse de otra manera”. Y entonces alguien preguntó: “¿Cómo se llama la plaza de enfrente?”.
Joaquín Lavado dibujó por primera vez a Mafalda en marzo de 1962, con el propósito de darle un personaje a la campaña publicitaria de los electrodomésticos Mansfield: es cierto, no tenía por qué tener un nacimiento épico, aunque el hecho de tener al mercado en su expresión más despojada (un comercial de lavadoras) en la génesis de un personaje que luego daría la vuelta al mundo a pura contestación, bueno, hace pensar que le podrían haber inventado un mito fundacional menos inesperado.
Como sea, la campaña de Mansfield nunca se hizo y la nena del dibujo se quedó ahí, hasta que en 1964 la revista Leoplán la convirtió en la estrella de sus tiras cómicas. Allí fue que nació el personaje, y en eso podría haberse quedado. Pero no: en algún momento impreciso, muchos años después, nació también el significante social que hoy celebramos con estatua y placita en Colegiales. Y Mafalda empezó a querer decir otra cosa. La pregunta es qué. Y para quiénes.
“Puesto que nuestros hijos se preparan para ser, por elección nuestra, una multitud de Mafaldas, no será imprudente tratar a Mafalda con el respeto que merece un personaje real”. Umberto Eco dijo esto amparado en la buena prensa global que, luego de ser traducida en 30 idiomas, Mafalda asegura a quien la cita.
Y dio por sentado, por alguna extraña razón, que todos queremos hijos como Mafalda.
¿Cuál podría ser esa extraña razón? Lo primero que hay que decir es que Mafalda es un descanso dialéctico, el lugar a donde vamos cuando queremos refrescar nuestra buena conciencia cívica y libertaria: un sitio seguro, una locución inequívoca y de bajo riesgo.
Mafalda, como tantos ítems de la autoindulgencia progresista, tiene la capacidad de diagramar la realidad en un plano bidimensional: el bien y el mal constituyen el largo y el ancho de las cosas, que carecen de honduras porque los años ‘60 y los ‘70 (Mafalda dejó de salir en junio de 1973) eran en dos dimensiones, y eso es tan tranquilizador...
¿Queremos a Mafalda? Y, sí, la queremos, cómo no la vamos a querer. ¿Y por qué la queremos?
Bueno, dice cosas que nos gustaría que nuestros hijos dijeran. Y además, nos pasa lo que nos pasa con lo que hemos querido en la infancia. Y es por atavismos como éste que centroizquierdistas de 40 años defienden a Víctor Bo sólo porque lo veneraron cuando fue un superagente. Y el tipo estuvo diez años yendo a lo de Mauro Viale en defensa del menemismo consuetudinario pero era Delfín (no se metan con Delfín).
Todos nos hacemos los intelectuales leyendo a Michel Houellebecq, pero nos asustamos cuando viene nuestro hijo de siete años y nos pregunta si Mafalda es buena. Y vamos a lo seguro: “Sí, claro, mi amor, Mafalda es una ídola”. Y procuramos que no se cruce con South Park. Hasta que un día ve esa serie, y se da cuenta de que tiene otro rinde, de que es mucho más divertido, grosero e incorrecto, y después va gritando por ahí: “¡Hijos de puta, mataron a Kenny!”. Y te pide Family Guy o American Dad. Vos hacés un último intento y a la tercera vez que les hablás de Mafalda, te mira con hastío, el que sólo un hijo es capaz de ofrecerle a su padre en la mirada. Y te rendís. Entonces, consumada la derrota pedagógica hacia los menores, Mafalda se vuelve discurso hacia los pares: hablamos de Mafalda entre nosotros y usamos el nombre para ponérselo a la cooperadora de la escuela, en la convicción de que con eso estamos haciendo algo bueno.
Es decir, se vuelve un gesto hacia fuera, discurso que cotiza, como los tangos de Eladia Blázquez, que son imprescindibles en cualquier entrega de premios en cualquiera de los estamentos del Estado. Ahora bien, en casa, ningún “honrar la vida”.
En casa nos damos con lo que nos gusta de verdad, no con lo que nos debería gustar. Por eso amamos al miserable Dr. House. Continúa Eco: “Ya nadie niega hoy que las historietas (cuando alcanzan cierto nivel de calidad) asumen una función cuestionadora de las costumbres.
Y en ‘Mafalda’ se reflejan las tendencias de una juventud inquieta que asume aquí el paradójico aspecto de disenso infantil, de esquemas psicológicos de reacción a los medios de comunicación de masas, de una urticaria moral provocada por la lógica de un mundo dividido, de un asma intelectual causada por el hongo atómico”.
Está bien, Mafalda compendia su época: Beatles y derechos civiles, Vietnam y Martin Luther King, todo tamizado por la vida doméstica de las clases medias de Buenos Aires a finales de los ‘60. Pero eso es lo que ella y su autor tenían para proponer, y otra cosa bien diferente es lo que nosotros hicimos con ella, con su potencia discursiva, para qué nos vino bien. Finalmente, la corrección política siempre es discurso hacia fuera. Siempre somos peores de lo que públicamente decimos que hay que ser, porque el buen progresista es, básicamente, un sujeto “wanna be”. Y así es como Mafalda se termina de configurar, la terminamos de configurar nosotros, como un gran show-off argentino.
Aunque la corrección política siempre es un construcción forzada, y por algún lado se astilla: habría que ver qué dicen en el Centro Gallego de la mirada que el señor Lavado desplegó sobre los inmigrantes españoles y sus hijos, por decir un ejemplo.
El chiste de imaginar qué fue de la vida de cada personaje en principio puede resultar innecesario, aunque en el imaginario posible de cada destino podríamos rastrear también el recorrido real que hizo la sociedad que los cobijaba. Y por otra parte, es de lo más tentador.Hay tipos de mi generación que se complacen pensando que hoy Mafalda sería una detenida desaparecida, y el mismo Quino llegó a suscribir esa hipótesis (también la imaginó alguna vez ecologista y preocupada por el SIDA). Pero yo creo que la detenida desaparecida, con toda seguridad, sería su breve amiga Libertad.
Durante la dictadura, Mafalda, más cauta, se fue a vivir a España, y es de las que volvieron con culpa. Votó a José Octavio Bordón en 1995 porque estaban el “Chacho” y la Meijide, y se conmovió hasta la envidia cuando leyó en los diarios la historia de Soledad Rosas, la chica de Barrio Norte que terminó como okupa suicidada en su prisión domiciliaria de Turín. A veces piensa que le hubiera gustado morir así, pero que no le dio. Hoy chatea con Lisa Simpson sobre cambio climático y con Susan Sontag. Un embole.
A Felipe, que nunca tuvo grandes pretensiones, le fue bien con la consultora. Tiene un buen auto, una buena casa, buenos hijos y una buena esposa, pero por alguna razón no puede dejar de ver porno en Internet. Manolito ya era un joven adulto cuando asistió al desembarco de Wal-Mart y Carrefour. Después de ver desaparecer el almacén de su padre, y con él a su propio padre, vendió el fondo de comercio y sacó la nacionalidad, pero nunca se fue. Hoy concentra su odio en los chinos supermercadistas.
Y Susanita, claro, tiene que haber terminado desencantada de su propio sueño, con un marido chanta y dos hijos que no le dan pelota. Y ella, sosteniendo todavía sus rulos de señora argentina. Obviamente, a Mafalda no la vio más. Le va a pedir al más chico que se la busque en Facebook.
elargentino.com

No hay comentarios: