Por Verónica Pagés
De la Redacción de LA NACION
A través de los años, el mundo de la lírica -de la música clásica- se ha caracterizado por el glamour , la elegancia y el charme de quienes eran sus primeras figuras. Las grandes divas no sólo se desprendían de la pantalla grande, sino que también bajaban de los más prestigiosos escenarios líricos del mundo. Las exigencias que cada una tenía a la hora de actuar bien las hacía merecedoras de portar aires majestuosos y hasta ciertos caprichos. Sobre los escenarios, detrás de gastados atriles, dejaban el alma para que personajes y/o partituras recrearan la vida que sus compositores alguna vez imaginaron. Las emociones derramadas sin egoísmo sobre la platea no eran otra cosa que un gran talento puesto en juego. No hacía falta más. Hasta que empezó a no alcanzar.
Sin dudas dejó de ser suficiente portar sólo bellas y profundas voces capaces de erizar la piel; esos sonidos deben provenir -ahora- de mujeres igualmente bellas, atractivas, esbeltas, con una presencia física que haga no solamente muy agradable el escucharlas, sino también el verlas. Sucede que de a poco el teatro fue ganando terreno en las puestas líricas, a tal punto que dejó de aceptarse pasivamente que la Julieta que pintó Shakespeare y musicalizó Gounod fuera interpretada por una estática y corpulenta soprano que, por edad, más podría ser la abuela que la enamorada adolescente.
Y comenzaron las discusiones sobre qué era lo importante en un espectáculo lírico, si lo musical -traducido en este caso por la voz- o lo teatral. Y las discusiones continúan, con el paso del tiempo y con el avance de la tecnología se trasladaron del foyer de los grandes teatros a los concurridos -y muchísimos menos formales- foros en Internet, en los que pasan opiniones, testimonios y posiciones que no logran imponerse de manera definitiva una sobre la otra. Lo irrevocable es que -sin ser vencedor de nada- el teatro ganó terreno en el mundo lírico y con esa victoria empezaron a pesar otros patrones estéticos sobre quienes entran -o pretenden permanecer- en él.
A través de los años, el mundo de la lírica -de la música clásica- se ha caracterizado por el glamour , la elegancia y el charme de quienes eran sus primeras figuras. Las grandes divas no sólo se desprendían de la pantalla grande, sino que también bajaban de los más prestigiosos escenarios líricos del mundo. Las exigencias que cada una tenía a la hora de actuar bien las hacía merecedoras de portar aires majestuosos y hasta ciertos caprichos. Sobre los escenarios, detrás de gastados atriles, dejaban el alma para que personajes y/o partituras recrearan la vida que sus compositores alguna vez imaginaron. Las emociones derramadas sin egoísmo sobre la platea no eran otra cosa que un gran talento puesto en juego. No hacía falta más. Hasta que empezó a no alcanzar.
Sin dudas dejó de ser suficiente portar sólo bellas y profundas voces capaces de erizar la piel; esos sonidos deben provenir -ahora- de mujeres igualmente bellas, atractivas, esbeltas, con una presencia física que haga no solamente muy agradable el escucharlas, sino también el verlas. Sucede que de a poco el teatro fue ganando terreno en las puestas líricas, a tal punto que dejó de aceptarse pasivamente que la Julieta que pintó Shakespeare y musicalizó Gounod fuera interpretada por una estática y corpulenta soprano que, por edad, más podría ser la abuela que la enamorada adolescente.
Y comenzaron las discusiones sobre qué era lo importante en un espectáculo lírico, si lo musical -traducido en este caso por la voz- o lo teatral. Y las discusiones continúan, con el paso del tiempo y con el avance de la tecnología se trasladaron del foyer de los grandes teatros a los concurridos -y muchísimos menos formales- foros en Internet, en los que pasan opiniones, testimonios y posiciones que no logran imponerse de manera definitiva una sobre la otra. Lo irrevocable es que -sin ser vencedor de nada- el teatro ganó terreno en el mundo lírico y con esa victoria empezaron a pesar otros patrones estéticos sobre quienes entran -o pretenden permanecer- en él.
Grandes volúmenes
No es extraño ver ahora bellísimas y espigadas cantantes que parecen haber llegado para cuestionar ciertas instaladas verdades sobre que el volumen corporal de una cantante estaba directamente relacionado con su potencia -y justeza- vocal. De un lado, están Birgit Nilsson, Marilyn Horne, Montserrat Caballé y Jane Eaglen, entre muchas otras, y del otro, Ana Netrebko, Karita Mattila, Angela Gheorghiu y tantas más.
No es sólo la búsqueda de la belleza por sí misma -o por no poder correrse del mandato social que pesa mayormente sobre las mujeres de ser, además de todo, hermosas-, sino por lisa y llana supervivencia laboral. De hecho, Maria Callas -que al inicio de su carrera pesaba más de 100 kilos- se autoimpuso adelgazar 40, lo que la llevó a modificar sustancialmente su apariencia y -para muchos- cimentar su carrera profesional.
Mucho más acá en el tiempo, más precisamente hace cinco años, la soprano estadounidense Deborah Voigt fue despedida de la Royal Opera House londinense por estar demasiado obesa para salir al escenario, lo que llevó a la cantante a someterse a un bypass gástrico que la ayudó a perder 61 kilos, tras el que volvió a ser contratada por la prestigiosa casa de ópera. Es bastante común que esta institución "sugiera" a sus cantantes que mantengan sus figuras a tono: 15 kilos de más lleva a una advertencia, y -como se vio- 61 kilos, a una sanción.
"No sé muy bien por qué antes las cantantes estaban tan gordas, pero ahora los directores de escena imponen sus exigencias", dijo en un reportaje reciente la mezzo letona Elina Garanca, quien no necesita demasiado para cuidarse, ya que los deportes son un hobby para ella.
La que se tomó a pecho su rol de Salomé en la producción que se presentó el año pasado en la Met neoyorquina fue la soprano Karita Mattila, que, teniendo que enfrentar la puesta que Jürgen Flimm pensó para ella, tuvo que -a sus 48 años- "internarse" dos meses en el gimnasio y en clases de baile para poder estar en forma y asumir con convicción y sex appeal el desnudo que la "Danza de los siete velos" le imponía.
No es extraño ver ahora bellísimas y espigadas cantantes que parecen haber llegado para cuestionar ciertas instaladas verdades sobre que el volumen corporal de una cantante estaba directamente relacionado con su potencia -y justeza- vocal. De un lado, están Birgit Nilsson, Marilyn Horne, Montserrat Caballé y Jane Eaglen, entre muchas otras, y del otro, Ana Netrebko, Karita Mattila, Angela Gheorghiu y tantas más.
No es sólo la búsqueda de la belleza por sí misma -o por no poder correrse del mandato social que pesa mayormente sobre las mujeres de ser, además de todo, hermosas-, sino por lisa y llana supervivencia laboral. De hecho, Maria Callas -que al inicio de su carrera pesaba más de 100 kilos- se autoimpuso adelgazar 40, lo que la llevó a modificar sustancialmente su apariencia y -para muchos- cimentar su carrera profesional.
Mucho más acá en el tiempo, más precisamente hace cinco años, la soprano estadounidense Deborah Voigt fue despedida de la Royal Opera House londinense por estar demasiado obesa para salir al escenario, lo que llevó a la cantante a someterse a un bypass gástrico que la ayudó a perder 61 kilos, tras el que volvió a ser contratada por la prestigiosa casa de ópera. Es bastante común que esta institución "sugiera" a sus cantantes que mantengan sus figuras a tono: 15 kilos de más lleva a una advertencia, y -como se vio- 61 kilos, a una sanción.
"No sé muy bien por qué antes las cantantes estaban tan gordas, pero ahora los directores de escena imponen sus exigencias", dijo en un reportaje reciente la mezzo letona Elina Garanca, quien no necesita demasiado para cuidarse, ya que los deportes son un hobby para ella.
La que se tomó a pecho su rol de Salomé en la producción que se presentó el año pasado en la Met neoyorquina fue la soprano Karita Mattila, que, teniendo que enfrentar la puesta que Jürgen Flimm pensó para ella, tuvo que -a sus 48 años- "internarse" dos meses en el gimnasio y en clases de baile para poder estar en forma y asumir con convicción y sex appeal el desnudo que la "Danza de los siete velos" le imponía.
Capítulo aparte
Y sí, el sólo término ( sex appeal ) remite en el mundo lírico actual indefectiblemente a la soprano rusa Anna Netrebko, que con cada actuación hace arder los foros clásicos en Internet.
Netrebko es sinónimo de sensualidad, erotismo y -pese a que tiene tantos detractores como admiradores- no se puede negar que su voz se equipara a su belleza física. Es que muchos parecen no perdonarle tanto desparpajo para asumir sus roles, lo que más de un régisseur aprovecha para lograr puestas de mayor riesgo. En 2005, La traviata (foto de tapa) que protagonizó junto con su eterno compañero de escena, Rolando Villazón, en el Festival de Salzburgo fue una de las que más polvareda levantó, ya que era casi imposible de asimilar tanta belleza. Fueron varios los críticos que pensaron que Violeta no era un papel para ella, pero otros se animaron a afirmar que quizá le faltaba algo en lo vocal, pero que como actriz dejaba chica a cualquier otra soprano que se recordara. Ni hablar entonces de cuando protagonizó Manon, primero en Viena, y luego, en Berlín. A decir verdad, lo que los melómanos le critican son ciertos toques de frivolidad en su vida (mucho shopping y sugestivas fotos en las portadas de las revistas del corazón), pero es precisamente ese conjunto de datos el que ha hecho que a ella haya que agradecerle los muchos nuevos seguidores que han arribado al mundo de la ópera. Quienes están al mando de los teatros lo saben y actúan en consecuencia.
Y sí, el sólo término ( sex appeal ) remite en el mundo lírico actual indefectiblemente a la soprano rusa Anna Netrebko, que con cada actuación hace arder los foros clásicos en Internet.
Netrebko es sinónimo de sensualidad, erotismo y -pese a que tiene tantos detractores como admiradores- no se puede negar que su voz se equipara a su belleza física. Es que muchos parecen no perdonarle tanto desparpajo para asumir sus roles, lo que más de un régisseur aprovecha para lograr puestas de mayor riesgo. En 2005, La traviata (foto de tapa) que protagonizó junto con su eterno compañero de escena, Rolando Villazón, en el Festival de Salzburgo fue una de las que más polvareda levantó, ya que era casi imposible de asimilar tanta belleza. Fueron varios los críticos que pensaron que Violeta no era un papel para ella, pero otros se animaron a afirmar que quizá le faltaba algo en lo vocal, pero que como actriz dejaba chica a cualquier otra soprano que se recordara. Ni hablar entonces de cuando protagonizó Manon, primero en Viena, y luego, en Berlín. A decir verdad, lo que los melómanos le critican son ciertos toques de frivolidad en su vida (mucho shopping y sugestivas fotos en las portadas de las revistas del corazón), pero es precisamente ese conjunto de datos el que ha hecho que a ella haya que agradecerle los muchos nuevos seguidores que han arribado al mundo de la ópera. Quienes están al mando de los teatros lo saben y actúan en consecuencia.
Detrás del atril
Para los sellos discográficos, el de la belleza física tampoco es un tema indiferente. De a poco, se fue notando que las concertistas aparecían en las tapas de los discos en poses cada vez más sensuales. Ya no bastaba el rostro en primer plano y comenzaron a surgir hombros desnudos, escotes pronunciados. El romanticismo etéreo dejó paso a imágenes más jugadas en las que las intérpretes eran más reales, más de carne y hueso, eso sí, siempre bellas. Y aparecen en la memoria los últimos trabajos discográficos de la chelista cordobesa Sol Gabetta o los de su colega inglesa, Natalie Clein, que con sólo buscarla en Internet se entiende la idea que se trata de expresar. De hecho, cuando el año pasado la chelista tocó junto con la Filarmónica de Buenos Aires, los anuncios que aparecieron en la prensa escrita porteña la mostraban con la espalda casi desnuda y una sugerente mirada sobre uno de sus hombros. Nadie podrá afirmar con certezas -y seguramente serán muy poco los que lo reconocerán- cuántas entradas se vendieron a último momento para verla tocar. Y lo mejor de todo es que Clein no desilusionó a nadie.
Son las nuevas reglas de juego, que se siguen escribiendo cada día, a las que las intérpretes deben ajustarse (o desajustarse) para poder permanecer. Y no están mal que así sea, sólo que es igualmente injusto aceptar sin reticencias la falsa dicotomía de "rubia tonta vs. fea capaz", como olvidar que "una gran voz puede ser también muy sexy", sin importar el cuerpo de donde provenga, según concluyó un prestigioso crítico neoyorquino.
Casos y cosas
Renée Fleming. A los 52 años, la soprano sigue siendo bella, prestigiosa y muy diva, ella da lo que le exigen, pero pide retribución a cambio. Un dato, su vestuario en escena es de Christian Lacroix.
Angela Gheorghiu. Casi estigmatizada por su belleza física (como por los desplantes de gran diva), la soprano rumana ya está cansada de tener que asegurar: "Estoy aquí sólo por mi voz".
Katherine Jenkins. Muchos la llaman la "Barbie de la ópera" (busquen sus fotos y verán por qué). Con un repertorio que combina obras clásicas y populares, la cantante galesa batió el récord de un contrato clásico con un sello, por el que se llevó diez millones de dólares.
Pobres hombres. Si bien las exigencias pesan mayormente sobre las mujeres, también algunos hombres las padecen. Un ejemplo, el tenor venezolano Aquiles Machado que perdió más de un papel por "bajito y corpulento".
Para los sellos discográficos, el de la belleza física tampoco es un tema indiferente. De a poco, se fue notando que las concertistas aparecían en las tapas de los discos en poses cada vez más sensuales. Ya no bastaba el rostro en primer plano y comenzaron a surgir hombros desnudos, escotes pronunciados. El romanticismo etéreo dejó paso a imágenes más jugadas en las que las intérpretes eran más reales, más de carne y hueso, eso sí, siempre bellas. Y aparecen en la memoria los últimos trabajos discográficos de la chelista cordobesa Sol Gabetta o los de su colega inglesa, Natalie Clein, que con sólo buscarla en Internet se entiende la idea que se trata de expresar. De hecho, cuando el año pasado la chelista tocó junto con la Filarmónica de Buenos Aires, los anuncios que aparecieron en la prensa escrita porteña la mostraban con la espalda casi desnuda y una sugerente mirada sobre uno de sus hombros. Nadie podrá afirmar con certezas -y seguramente serán muy poco los que lo reconocerán- cuántas entradas se vendieron a último momento para verla tocar. Y lo mejor de todo es que Clein no desilusionó a nadie.
Son las nuevas reglas de juego, que se siguen escribiendo cada día, a las que las intérpretes deben ajustarse (o desajustarse) para poder permanecer. Y no están mal que así sea, sólo que es igualmente injusto aceptar sin reticencias la falsa dicotomía de "rubia tonta vs. fea capaz", como olvidar que "una gran voz puede ser también muy sexy", sin importar el cuerpo de donde provenga, según concluyó un prestigioso crítico neoyorquino.
Casos y cosas
Renée Fleming. A los 52 años, la soprano sigue siendo bella, prestigiosa y muy diva, ella da lo que le exigen, pero pide retribución a cambio. Un dato, su vestuario en escena es de Christian Lacroix.
Angela Gheorghiu. Casi estigmatizada por su belleza física (como por los desplantes de gran diva), la soprano rumana ya está cansada de tener que asegurar: "Estoy aquí sólo por mi voz".
Katherine Jenkins. Muchos la llaman la "Barbie de la ópera" (busquen sus fotos y verán por qué). Con un repertorio que combina obras clásicas y populares, la cantante galesa batió el récord de un contrato clásico con un sello, por el que se llevó diez millones de dólares.
Pobres hombres. Si bien las exigencias pesan mayormente sobre las mujeres, también algunos hombres las padecen. Un ejemplo, el tenor venezolano Aquiles Machado que perdió más de un papel por "bajito y corpulento".
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