Florencia Bernadou
LA NACION
"¿El Papa nunca miente?", pregunta la niñita a su madre, luego de enterarse en su clase de catequesis de que mentir es muy malo y los buenos no mienten. "No, nunca", responde la madre, sin más trámite.
Sin embargo, un estudio de la Universidad de Southampton, Reino Unido, asegura que una persona normal dice en promedio tres mentiras en una conversación de diez minutos, a las que hay que sumar varias omisiones y exageraciones más.
"Todos los seres humanos mentimos, por el simple hecho de que es imposible decir toda la verdad", asegura el licenciado Hugo Dvoskin, del Centro de Salud Nº 3 Florentino Ameghino. Si es imposible de evitar, ¿por qué nos perturba tanto cuando nos mienten?
"Porque esto no quiere decir que alguien pueda ampararse en la estructura para mentir", así como no se puede decir "todos vamos a morir" para justificar un homicidio. Dijo: Dvoskin: "La mentira tiene mala prensa. Detrás de un hombre que oculta que gastó el sueldo en el bingo, también hay un hombre angustiado, que pensó que con esa plata le iba a regalar algo a su mujer, a la que ahora le está mintiendo".
Para la psicología, la mentira no puede definirse sin asociarla a sus objetivos y causas. La mentira entonces, sería un modo de obtener recompensas, de enaltecer nuestra historia y nuestras habilidades, y también un intento de evitar circunstancias indeseables, eludir la realidad y la responsabilidad.
Pero hay mentiras y mentiras: un chico que rompe un jarrón sin querer y dice que él no fue no es igual a un compañero de trabajo que inculpa a otro por un error que él cometió. Aunque ambos están tratando de evitar un castigo, la clave que diferencia una mentira de otra se resume en dos palabras: "mala fe".
"La mala fe -dice Dvoskin- es otro estatuto de la mentira y puede derivar en patologías importantes, del orden de la manipulación y la psicopatía." Aquí se incluyen los estafadores, los inescrupulosos, los fraudulentos, quienes dañan a otros y no sienten culpa.
"¿El Papa nunca miente?", pregunta la niñita a su madre, luego de enterarse en su clase de catequesis de que mentir es muy malo y los buenos no mienten. "No, nunca", responde la madre, sin más trámite.
Sin embargo, un estudio de la Universidad de Southampton, Reino Unido, asegura que una persona normal dice en promedio tres mentiras en una conversación de diez minutos, a las que hay que sumar varias omisiones y exageraciones más.
"Todos los seres humanos mentimos, por el simple hecho de que es imposible decir toda la verdad", asegura el licenciado Hugo Dvoskin, del Centro de Salud Nº 3 Florentino Ameghino. Si es imposible de evitar, ¿por qué nos perturba tanto cuando nos mienten?
"Porque esto no quiere decir que alguien pueda ampararse en la estructura para mentir", así como no se puede decir "todos vamos a morir" para justificar un homicidio. Dijo: Dvoskin: "La mentira tiene mala prensa. Detrás de un hombre que oculta que gastó el sueldo en el bingo, también hay un hombre angustiado, que pensó que con esa plata le iba a regalar algo a su mujer, a la que ahora le está mintiendo".
Para la psicología, la mentira no puede definirse sin asociarla a sus objetivos y causas. La mentira entonces, sería un modo de obtener recompensas, de enaltecer nuestra historia y nuestras habilidades, y también un intento de evitar circunstancias indeseables, eludir la realidad y la responsabilidad.
Pero hay mentiras y mentiras: un chico que rompe un jarrón sin querer y dice que él no fue no es igual a un compañero de trabajo que inculpa a otro por un error que él cometió. Aunque ambos están tratando de evitar un castigo, la clave que diferencia una mentira de otra se resume en dos palabras: "mala fe".
"La mala fe -dice Dvoskin- es otro estatuto de la mentira y puede derivar en patologías importantes, del orden de la manipulación y la psicopatía." Aquí se incluyen los estafadores, los inescrupulosos, los fraudulentos, quienes dañan a otros y no sienten culpa.
Una cuestión de confianza
Pero ¿quién decide si hubo mala fe o no en una mentira? Y aquí aparece otro gran tema: la confianza. "Siempre que alguien miente, hay otro que escucha y que puede ser engañado o no", dice Dvoskin.
De hecho, poca gente es la que se siente engañada por los políticos, aunque comentan los peores fraudes. Sin embargo, cuando el presidente de Paraguay, identificado más con la Iglesia y sus valores que con la política, "confiesa" que es padre de un niño, la gente se siente decepcionada. ¿Por qué? Porque lo creían un hombre sincero.
Entonces, ¿la mentira depende de lo que opinemos del mentiroso? En muchos casos, así es. En una extensa recopilación de investigaciones propias y ajenas acerca del tema, el español Jaume Masip, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, asegura: "Las personas identificamos con mayor facilidad verdades que mentiras porque tendemos a considerar que los demás dicen la verdad, lo cual incrementa nuestra precisión al juzgar verdades (60,3%) y la reduce al 47% al juzgar las mentiras".
La confianza también hace que algunas mentiras que parecen menores se conviertan en importantes o graves. Imaginemos que una mujer sabe que su marido le es infiel. Si él la evita, si ella no discute el tema, la "traición" pareciera no estar consumada. Pero si decide enfrentarlo y él es capaz de mentirle mirándola a los ojos, el delgado hilo de la confianza se resiente definitivamente. La mentira se transforma en alta traición.
Y sin embargo, "algunas mentiras están al servicio de la vida, asegura la licenciada Lala Altschuler, del Colegio de Psicólogos de la Provincia de Buenos Aires, y cita como ejemplo: "Muchos ocultamientos de datos de identidad durante el Holocausto. Cambiarse nombres y nacionalidades salvó sus vidas".
En muchas otras ocasiones son los adultos quienes deciden que ciertas mentiras son por el bien de sus hijos. Y a veces las consecuencias son catastróficas. "El derecho a saber es inalienable. Ocultarle a un niño lo que quiere saber es una de las formas del mal, según decía Lacan", recuerda Altschuler.
Cuestiones como que un niño es adoptado son determinantes en la vida de un niño, y su ocultamiento inexorablemente derivará en otras mentiras para sostener una realidad imaginaria que puede destruirlo psíquicamente, según dice la especialista. Dependerá de la sutileza de los padres saber transmitirles a los niños determinadas verdades.
"La verdad nunca tiene que ser violatoria en relación con lo que un chico puede saber", concluye.
Pero ¿quién decide si hubo mala fe o no en una mentira? Y aquí aparece otro gran tema: la confianza. "Siempre que alguien miente, hay otro que escucha y que puede ser engañado o no", dice Dvoskin.
De hecho, poca gente es la que se siente engañada por los políticos, aunque comentan los peores fraudes. Sin embargo, cuando el presidente de Paraguay, identificado más con la Iglesia y sus valores que con la política, "confiesa" que es padre de un niño, la gente se siente decepcionada. ¿Por qué? Porque lo creían un hombre sincero.
Entonces, ¿la mentira depende de lo que opinemos del mentiroso? En muchos casos, así es. En una extensa recopilación de investigaciones propias y ajenas acerca del tema, el español Jaume Masip, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, asegura: "Las personas identificamos con mayor facilidad verdades que mentiras porque tendemos a considerar que los demás dicen la verdad, lo cual incrementa nuestra precisión al juzgar verdades (60,3%) y la reduce al 47% al juzgar las mentiras".
La confianza también hace que algunas mentiras que parecen menores se conviertan en importantes o graves. Imaginemos que una mujer sabe que su marido le es infiel. Si él la evita, si ella no discute el tema, la "traición" pareciera no estar consumada. Pero si decide enfrentarlo y él es capaz de mentirle mirándola a los ojos, el delgado hilo de la confianza se resiente definitivamente. La mentira se transforma en alta traición.
Y sin embargo, "algunas mentiras están al servicio de la vida, asegura la licenciada Lala Altschuler, del Colegio de Psicólogos de la Provincia de Buenos Aires, y cita como ejemplo: "Muchos ocultamientos de datos de identidad durante el Holocausto. Cambiarse nombres y nacionalidades salvó sus vidas".
En muchas otras ocasiones son los adultos quienes deciden que ciertas mentiras son por el bien de sus hijos. Y a veces las consecuencias son catastróficas. "El derecho a saber es inalienable. Ocultarle a un niño lo que quiere saber es una de las formas del mal, según decía Lacan", recuerda Altschuler.
Cuestiones como que un niño es adoptado son determinantes en la vida de un niño, y su ocultamiento inexorablemente derivará en otras mentiras para sostener una realidad imaginaria que puede destruirlo psíquicamente, según dice la especialista. Dependerá de la sutileza de los padres saber transmitirles a los niños determinadas verdades.
"La verdad nunca tiene que ser violatoria en relación con lo que un chico puede saber", concluye.
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