Cajones, cajones y cajones. Cajones lustrados como bustos patrios, cajones de madera clara y oscura, lisos, repujados, con Cristo y sin Cristo, cajones delgados como peces, cajones anchos, espesos, duros: duros como el fondo de todas las cosas. Dieciséis cajones hay acá, aguardando su turno, en el primer piso de una funeraria de Martínez, zona norte de la provincia de Buenos Aires. La sala es fría y celeste y tiene un ventanal por el que entra mucho más que luz: al otro lado del vidrio están la calle, la gente, los árboles, los perros, la vida como el dibujo de un niño que no sabe. Pero acá adentro, de espaldas al ventanal inmenso, en el medio de todos los cajones que esperan, hay un hombre de pie, gritando.
–¡No digas cajones, querida! ¡Estos son ataúdes! No me pongas cajón en la nota porque te mato. Repetí conmigo: a-ta-úd.
–A-ta-úd.
–¿Por qué los periodistas le dicen “cajón”?
Son palabras distintas. Son cosas distintas. Yo nunca guardé las llaves de mi auto en el ataúd del escritorio, ¿se entiende?
Ricardo Péculo tiene la quijada dura y filosa, los huesos salientes y una risa que deja en el aire una estela áspera y espesa. Péculo es, desde hace décadas, el rey de la pompa fúnebre argentina. Durante años dirigió –junto con su hermano ya muerto, Alfredo– la Cochería Paraná, la más grande del país. Organizó las exequias de Arturo Frondizi y de Carlos Menem júnior. Preparó la despedida del fotógrafo José Luis Cabezas. Dirigió el último traslado de Juan Domingo Perón a San Vicente. Organizó el ceremonial del celebérrimo policía Aldo Garrido. Y ahora, a sus cincuenta y ocho años, hizo de su vida un cóctel sorprendente. Por un lado, da clases en su Instituto Argentino de Tanatología Exequial (donde se enseñan todos los detalles referentes al rito funerario) y, por otro, les habla de muerte a las amas de casa.
El año pasado, el canal Utilísima Satelital se animó a emitir el ciclo De aquí a la eternidad, un programa desopilante –el primero de su rubro en toda Latinoamérica– donde Péculo ayudaba a las televidentes a organizar ya no un casamiento o un bautismo, sino un velorio. Los envíos tuvieron tanto éxito que el próximo mes de abril Péculo comenzará con la segunda temporada. Mientras tanto, los martes a la medianoche y los sábados a las 21.30, Utilísima repite la primera temporada y permite ver esto: una suerte de cuadro viviente del Greco, enseñando a las señoras a optar entre un cementerio municipal y uno privado, a elegir el ataúd, a seleccionar la ropa del velorio, a diseñar una tumba y a entrarle sin prejuicios a la tanatoestética. Esto es, la disciplina encargada de maquillar muertos.
–Hay que saber anticiparse –explica Péculo–.
La gente vive tomando decisiones equivocadas porque nunca antes, hasta que llegó la muerte, habló de la muerte. Mi apuesta con el programa es que los televidentes usen las honras fúnebres para homenajear a una persona. Yo no les hablo de muerte. Les hablo de homenaje.
–¿La propuesta vino del canal Utilísima o la hizo usted?
–Mitad y mitad. Recorrí todos los canales de televisión ofreciendo este tema y nadie lo aceptaba, del mismo modo que nadie acepta que se va a morir. Hasta que la cadena Fox compró Utilísima, y como Fox es de Los Ángeles y allá hay otra mentalidad, dijeron: pongan ese programa. Y lo que a todos les parecía un delirio, terminó siendo un éxito. Yo soy como Alessandra Rampolla, pero en vez de hablar de sexo, hablo de muerte.
–Dos tabúes.
–Claro. Y al principio, cuando Alessandra dijo “vale todo en el sexo”, fue una locura, y ahora Alessandra está por los canales de aire, que es donde pienso terminar yo. Para mí también, al igual que en el sexo, en la muerte vale todo. Toda honra es válida. Y así como a las señoras se les enseña a hacer una torta o a organizar una boda, yo simplemente les enseño a preparar un velorio. Péculo es paracaidista, buzo y aviador civil, juega al pato y al golf, practica salto ecuestre y ornamental, es socio fundador del Rotary Club, es ex concejal del PJ en San Isidro y es padre de una familia que incluye a una mujer, tres hijos y una nieta. En síntesis: Péculo es un hombre lleno de vida. Y lleva su entusiasmo hasta la tumba. Cuando muera, quiere que lo velen con ropa de gaucho. Así velaron a su hermano, Alfredo, quien empezó con el negocio de la muerte al fundar la Cochería Paraná, cuarenta años atrás.
En ese entonces –fines de los 60–, Ricardo Péculo ignoraba el tema. Pero se encargó de entrar rápido en órbita. Péculo empezó a frecuentar velorios como un piloto que se afana en sumar horas de vuelo. Y ese millaje dio frutos. Algunos años después, la Cochería Paraná se transformaría en la más grande del país. En términos económicos, eso significó un buen negocio: hace algunos años fue vendida a un grupo español. En términos existenciales, la empresa devino un lugar donde la muerte, de tan vista, dejaba de ser un fantasma.
–Conozco gente cuya última voluntad consiste en ser cremada y tirada por el inodoro.
¿El rito funerario se está perdiendo?
–Eso es un cuento chino. La gente dice esas cosas cuando no piensa morirse, cosa que generalmente sucede hasta el día anterior a morirse. Te aseguro que la gente, cuando está cerca del final, quiere ser honrada. Y pide cosas. He visto personas inhumadas con la camiseta de Boca bajo el traje, con pelotas de golf, cañas de pescar, pelotas de fútbol, trajes de novia, guitarras. Con lo vanidosos que somos los argentinos, nadie quiere irse de este mundo desapercibido.
Vos, por ejemplo, ¿qué planes tenés para tu propia muerte?
–…
–No es malo hablar de tu muerte –sonríe–. Lo que pasa es que no estás acostumbrada. Ése es uno de los graves problemas de la sociedad y yo estoy tratando de que se hable de esto.
¿Les hago una sugerencia?
A él –señala a Diego Levy, el fotógrafo de esta nota– le pondría en el féretro una cámara de fotos. A vos, una lapicera.
La familia.
Conocí a Péculo hace cuatro años, durante una entrevista. Era famosa su sabiduría en el rubro de la tanatología exequial (la preparación de un cuerpo para el velorio) y tuve la imprudencia de pedir que me mostrara cómo era su trabajo. Él respondió que ya no operaba más sobre los cuerpos –sino que enseñaba a hacerlo– pero que podía contactarme con Daniel Carunchio, su sobrino y mejor discípulo: un hombre con voz áspera y bronceado Camel que me recibió con un café y un álbum de fotos. Carunchio estaba dispuesto a mostrarme –por medio de imágenes– lo que le había enseñado a hacer su tío. La tanatopraxia es una técnica que desinfecta los cuerpos, evita el derrame de líquidos y facilita la recuperación natural de la piel. Eso explicaba Carunchio mientras pasaba las fotos con el ritmo didáctico de una vendedora de productos Avón.
“¿Ves a este señor?
–Carunchio se detuvo en un cuerpo consumido y seco, una boca sin dientes–. Después de recibirlo le inyecté colágeno en el globo ocular, en la sien, en los labios. Le puse un simulador dentario, cápsulas oculares para que no se abran los ojos. La familia me dijo que él se teñía, y entonces le teñí el cabello.
¿Por qué no despedirte bien de todos?
Miralo ahora, mirá si no parece diez años más joven”.
Mientras pasaba las fotos, supe que Carunchio y Péculo eran, contra lo que pueda pensarse, gente indispensable. En cuestión de horas ellos lograban –y logran– transformar un cadáver en la imagen que todos necesitamos tener de los muertos: la de un cuerpo dormido y pacífico, la de una cara sin pena. En eso estaba pensando esa tarde de charla y fotos, cuando Carunchio dio vuelta una página y me puso –sin avisar– frente a la imagen de una mujer que había caído de cara desde un quinto piso.–Ah, no te avisé –dijo–. Ahora empiezan los muertos por accidente. Acá sí que se ven los cambios.
Nunca, salvo esa vez, me descompuse en una nota.
De eso le hablo ahora a Péculo, cuatro años después. Del tipo de familia que tiene.
–¿Ustedes son todos así?
–Nosotros somos una familia como cualquiera. Convivimos con la muerte del mismo modo que el médico convive con la enfermedad y los periodistas con las desgracias. La diferencia con nuestra familia es que todos sabemos lo que queremos todos al momento de morir.
–¿Usted sabe lo que quieren sus hijos?
–Obvio. Y mi nieta tiene tres años, pero en cualquier momento le pregunto.
–¡Qué horror!
–¿Por qué?
Para estas cosas, nunca es temprano. Es más, siempre me preguntan si hay que llevar a los nenes al velatorio. Y digo que sí. Hay que hablarles de la muerte. Cuando se muere una mascota, estamos acostumbrados a decir que el conejito se escapó y ése es un callejón sin salida, porque entonces después tenés que decirle al nene que el abuelo se escapó. Hay que entender que la muerte es parte de la vida. Así como se incorpora el sexo en la educación, habría que incorporar la muerte. Porque nos educan mal. Y nos vamos a morir. Te lo digo con certeza. Y lo mejor que podemos hacer es tomarlo con naturalidad.
Volver.
El culto de la muerte es considerado el punto de partida de lo que, tiempo después, algunos clasificadores catalogarían como el nacimiento del hombre. A diferencia de los simios –a los que la muerte les era indiferente– el hombre de Neanderthal empezó, cincuenta mil años atrás, a enterrar a sus cadáveres: una práctica que, según el antropólogo y filósofo francés Georges Bataille, revelaba magnetismo pero también miedo. Ese temor dio origen al luto. Se creía que las almas de los muertos podían adueñarse del cuerpo de los vivos –principalmente de los familiares directos– y por eso se usaban ropas y capuchas oscuras, para disfrazar la apariencia y engañar a las almas. Pero varios siglos después –es decir, ahora–, los miedos se volvieron bastante más operativos.
Ya no se trata del Infierno o la sanción divina: la gente tiene pánico, por ejemplo, de ser enterrada viva. De ahí que la página web del canal Utilísima tenga –dentro del link destinado al programa de Péculo– un apartado sobre el tema “catalepsia”, y un imperdible “paso a paso” –acompañado por fotos ad hoc– donde se enseña a las televidentes a hacer la “prueba del espejo”. Esto es: a detectar, con la ayuda de un cristal, si el familiar murió o si todavía respira un poco. Péculo advierte que es difícil –y es muy rentable– que un muerto vuelva del túnel. Pero que la vida siempre se ingenia para ofrecer una pieza de ficción.
A modo de ejemplo, Péculo recuerda a su primer muerto: al cuerpo que debió abordar cuando él tenía dieciocho años y la muerte era un viaje por el extranjero, un exabrupto de los diccionarios. Ese primer muerto, a Péculo, le habló. Él dice que contarlo es de mal gusto, pero se le explica que, si se tratara de buen gusto, esta nota no debería estar saliendo.
–Bueno, hay cuerpos que mueren inhalando, y cuando los movés liberan aire –dice al fin–. Entonces, a ese primer cuerpo yo lo alcé, le levanté la cabeza y ahí escuché clarito: “Ahhh”. Fue un horror. Cuando sos nuevo en el trabajo, un muerto te dice “ahhh” y no salís corriendo, pero…Pero lo mirás fijo, dice Péculo. Y lo seguís mirando para siempre.
A que no sabés de dónde te estoy llamando
El pánico de ser enterrado vivo generó –valga la redundancia– un nicho en el mercado. En Chile, el Cementerio Evangélico Camino a Canaán ofrece ataúdes con un sistema infrarrojo que permite detectar cualquier movimiento de manos. Además, Ricardo Péculo asegura que en la provincia de Mendoza también se alquila, por un período de tres meses, una tapa de nicho con una alarma que detecta cualquier anormalidad adentro del ataúd. Ante cualquier movimiento, suena una alarma.
–El problema es que, el día que en Mendoza haya un movimiento sísmico, los teléfonos van a arder y van a estar todos en el cementerio con la pala. ¡Una locura!
Antiguamente, hace muchos años, se ponía un palito con una campanilla, con un hilo que iba a la mano del fallecido. Pero hoy, cuando te declaran muerto, estás muerto. Y así y todo, la gente a veces te pide que la inhumes con el celular.
–¿Hay señal debajo de la tierra?
–Nunca lo comprobamos. Por ahora nadie llamó. Pero, cuando llame el primero, se va a armar quilombo.
criticadigital.com
1 comentario:
EXCEPCIONAL NOTA,GRAN INGENIO Y DESPARPAJO PARA CODEARSE CON UN TEMA TABU-ME ENCANTO!!!....EDUARDO ALBARRACIN SARMIENTO
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