sábado, 29 de agosto de 2009

Arrepentidas de las cirugías

Para las famosas, el amor a primera vista existe. Lo que no entra por los ojos difícilmente lo haga a fuerza de talento. Por eso, un menú extendido de operaciones y tratamientos estéticos logra tentar hasta a la más apática. Pero después del atracón viene el arrepentimiento. Como el de la curvilínea Sabrina Rojas (26) que se lamenta públicamente por haberse puesto tantos mililitros de siliconas pero no se anima a cambiar el talle por temor a una nueva desilusión quirúrgica: “Tener lolas grandes fue sólo una moda pasajera y me arrepiento de haberme operado en su momento”. Florencia Raggi (37) también tiene remordimiento plástico. “No volvería a pasar por ningún cirujano. No me gusta cómo queda nada retocado por el bisturí”, dijo y hasta reconoció que pensó en sacarse las prótesis. “No está bueno tener en el cuerpo algo inorgánico”, dice ahora que ya adquirió su cuota de robustez frontal.

Otras pasan del autorreproche a la acción y vuelven a subirse a la camilla para corregir o dar marchar atrás. Fue el caso de Gloria Carrá (38), quien después de tener a su hija se puso siliconas y menos de un año más tarde decidió quitárselas: “Eran dos cosas grandes y duras”, confesó. “y yo ni siquiera usaba escote”.

Más recientemente, la modelo y premiada actriz Mónica Antonópulos (27) se sacó las prótesis que se había colocado a los 21 años: “Lo hablé mucho en terapia y también con mi novio”, le contó a NOTICIAS. “Cuando me puse los implantes fue todo en una semana, sin pensarlo. Pero para sacármelos pensé mucho más. Quería saber si era un deseo genuino o estaba condicionada, porque ahora hay tanta teta por todos lados que te asquea”. En los pasillos de Telefe, cuentan que el año pasado cuando le dieron el protagónico de la premiada tira “Vidas Robadas” a Antonópulos la conminaron a bajar el perfil. Así, su cambio físico fue un movimiento de ajedrez que la alejó de la tapa de revistas masculinas y la acercó al mundo de las actrices cool.

Más es menos. Lo más común es disminuir el tamaño del implante. Antonópulos pasó de 90 a sus 85 originales. “Me generaba rechazo la imagen que me devolvía el espejo, ya no tenía nada que ver conmigo. En el último tiempo, usar un escote era un garrón, ahora me acepto de otra manera”, asegura.

María Eugenia Ritó (31) se puso, se sacó y se volvió a poner pero menos que al principio. Su cambio también persiguió un objetivo profesional. “Cuando me oscurecí el pelo y me saqué un poco de lolas, empecé a verme como una mujer más natural. Ya no era la chica plástica con exceso de siliconas y pelo platinado que había sido. Eso –dice– me permitió hacer ficción y acercarme más a las amas de casa y a los chicos”.

En la estética hay dos reglas fundamentales. La proporción y la armonía (que se quiebran en el caso de las que tienen más de 100 de busto con 1.60 metros de altura). Si eso no se respeta, las consecuencias se hacen sentir. La ley de gravedad queda potenciada por siliconas exageradas y se produce desde caída prematura hasta dolores agudos de espalda y desviaciones de columna. “No es fácil cargar con tanto peso. Por eso, muchas vienen para reducir el tamaño”, detalla el doctor Julio Ferreira, presidente de la Academia Sudamericana de Cirugía Cosmética. Coincide el cirujano Diego Schavelzon: “A mayor tamaño, más problemas. Si una mujer tiene un implante de 700 ml probablemente tenga dolor, arrugas en la piel, caída y encapsulamiento de mamas”. Silvina Luna asumió públicamente que sus lolas eran incómodas para la vida cotidiana y también reconoció que el ajuste de brasier tuvo que ver con motivos laborales: “Tengo bastante decidido no hacer revista y seguir en comedia y ficción. Fui explotando un poco ese lado y está bueno esto de verme más natural”. Karina Jelinek (27) también apuesta al menos es más. “Soy una nueva Karina. Me gusta la imagen que doy ahora, mucho más estilizada y glamorosa. La chica Baywatch ya fue, antes tenía 95 de busto y decidí sacármelo para quedar en 90. No es que vaya a desfilar para alta costura, pero hace poco sólo me llamaban para hacer catálogos de ropa interior y ahora puedo cerrar una pasada de novias”, se entusiasma.

No sólo el escote vuelve a su cauce. Griselda Sánchez (24), la chica del último Gran Hermano que lloraba porque otra le venía a copar la parada del encierro con extensiones renovadas, le hizo “reward” a una operación de glúteos. “Me hice una lipo sectorizada en las piernas y esa grasa me la puse en la parte superior de la cola. También me coloqué hilos tensores de oro. Fue de colgada, pensé que iba a estar mejor, pero me sentía mal con una belleza artificial. La grasa ya se reabsorbió y los hilos me los saqué enseguida”, le contó a NOTICIAS.

Adriana Brodsky (53) enarbola uno de los emblemas históricos de la disconformidad posquirúrgica. La chica Olmedo pasó por cuatro operaciones de nariz y cinco de lolas. “Cuando te empieza una adicción así es porque tenés un desequilibrio en la cabeza. Me la agarré con la nariz. Era como una anoréxica o una bulímica: no le encontraba la onda, la veía mal”, explica.

Quién soy. El efecto mutante de Michael Jackson es un ejemplo de la obsesión hecha carne e implante. Algo de eso vivió Laura Franco “Panam” (35). “Me dejé llevar y me operé todo: la cola, la nariz, los labios, los pómulos. Creo que sólo los hombros tenía naturales. Me deformé y después me arrepentí”, asegura. En la reconversión, influyó su padre, quien antes de morir le pidió que parara de transformarse. “Era un monstruo lindo. En lo profesional me servía, pero a nivel personal me perjudicó. Después traté de volver a lo natural: me arreglé la boca y me saqué las prótesis de las tetas”, detalla.

Pero, ¿se puede estirar, sacar, rellenar el cuerpo como si fuera de plastilina? La fantasía popular es que sí, pero la realidad es que no. “El cuerpo es uno solo y la gente tiene que saber que hay tratamientos y cirugías que son irreversibles”, señala Shavelzon.

Yuyito González (49) se redujo el busto tres talles y se felicitó porque “las lolas ya no me nacen desde la garganta”. Según parece, el cambio exterior va en consonancia con su vuelco a la fe evangélica. “Me hice de todo: me puse y me achiqué. He asignado mucho dinero, mucho riesgo y mucho tiempo que podía haber utilizado mejor. Lo mejor que nos puede pasar es amarnos como somos. Dios manda eso”.

(Re) operadas. Raquel Mancini (45) quedó grabada en el bronce tras una liposucción que la dejó al borde de la muerte. En 1996, una cirujana plástica le dijo que le podía hacer en el cuerpo algo similar a las pincitas que le habían hecho en un vestido que había mandado a achicar. Después, una reacción a la anestesia la dejaría dos días en coma. La mala pata de Mancini sumó la lesión que el año pasado la excluyó de “Patinando por un sueño” pero dice que “ni loca” se haría una plástica en la cicatriz que le quedó, no por pánico quirúrgico sino por estigma mediático. “No me agarran nunca más. Todavía se habla de mis operaciones aunque a las nuevas chicas, si alguien les acercara un encendedor, se prenderían fuego de tanta silicona”, se desahoga.

Los caminos del arrepentimiento pueden ser varios. Decepción por los resultados de la primera operación, mala praxis, moda o que las necesidades y gustos de ayer no sean los mismos que los de hoy. “Las pacientes dicen que quieren algo “natural”. Cada vez se escucha más esa palabra. Respecto de los implantes mamarios, estamos en un momento de transición en el que se están reviendo los volúmenes”, asegura Ferreira, quien recibe entre 8 y 10 consultas mensuales de mujeres que quieren achicar sus prótesis.

Sacar y poner, dos caras de la misma moneda en la que el ser y el parecer se disputan el reinado.

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