El mayor engaño de la historia literaria ha llegado a su fin. O al menos, eso es lo que proclama una biografía recién aparecida en Alemania bajo el prestigioso sello Insel Verlag. El detective encargado del ansiado develamiento es un académico desconocido de la ciudad alemana de Colonia, el autor material fue un satírico inglés del siglo XVII. Y el engaño tiene nombre y apellido: William Shakespeare.
Hace ciento cincuenta años que se levantó una primera voz planteando la duda, que todavía hoy inspira debates acalorados; aquel hombre nacido en el pequeño pueblo de Stratford-upon- Avon, hijo de un fabricante de guantes y de la reforma educativa de la reina Isabel, no había sido el mayor autor en lengua inglesa. Ni Hamlet ni El mercader de Venecia eran personajes de la pluma de este actor y prestamista. El escándalo fue breve, pero dejó huella. Como primer candidato alternativo a la autoría de las obras de Shakespeare apareció el filósofo Francis Bacon, y hasta Nietzsche dio crédito a esta primera hipótesis. Más tarde, la sortija fue a parar a manos del conde de Derby, pero al igual que Bacon, estaba vivo cuando se publicaron las primeras obras completas de Shakespeare en 1623, cuando se considera muerto al autor. ¿No fue entonces el poeta y espía Christopher Marlowe? Según los defensores de su candidatura, en lugar de morir de una herida de puñal a los 29 años podría haber seguido viviendo en la clandestinidad para imaginar el amor de Romeo y Julieta. Pero hubiera debido convertirse en un mejor poeta del que era, y eso ni el peligro de muerte lo logra.
El rostro verdadero
No, dice el académico y biógrafo alemán Kurt Kreiler, siguiendo una tradición de casi cien años: el autor de las obras firmadas por un tal William Shakespeare es nada menos que el conde de Oxford, Edward de Vere. Conocido por su mala fama, de sangre aristocrática, De Vere fue un personaje muy acorde a una época de Inglaterra llena de intrigas y traiciones. La reina Isabel trataba de imponer el protestantismo, entre otras cosas para salvar su derecho a la corona, pero los católicos ingleses conspiraban, lo mismo los escoceses y los españoles desde la Península. De Vere creció ligado a la corte. Se casó, al igual que el otro William, el de Stratford, con una tal Anne, pero ésta no era hija de granjeros sino de sangre azul. Para entonces, De Vere había disfrutado de una educación ejemplar: latín, teología y francés, italiano y danza, bajo la tutela de intelectuales y custodiado por un tío que tradujo las Metamorfosis de Ovidio. Con sólo diecisiete años fue procesado por la muerte de uno de sus servidores, y dado por inocente. Solía escribir versos y tener deudas. Pronto llegaron los viajes oficiales; con una carta de recomendación de Isabel recorrió Francia, Alemania e Italia, y conoció las costumbres y las intrigas de otras cortes, las vidas de nobles, intelectuales y regentes, que no excluían condesas que mandaban matar a sus maridos a puñal, ni esposos que ahogaran amantes en sus camas. Las malas lenguas dijeron que De Vere volvió de su viaje a Italia con jóvenes compañeros masculinos. Al llegar, escuchó rumores de que su esposa Anne le había sido infiel y, de inmediato, la abandonó. Más tarde acusó de conspiración a dos antiguos amigos, y una vez apresados, ellos aseguraron que De Vere, conde de Oxford, había planeado la muerte de muchos nobles y conseguido la de algunos, que traicionaba a la reina, que era ateo, mentiroso, borracho y otros males que no convencieron a los jueces. Los antiguos amigos fueron condenados y él quedó libre. Pero al poco tiempo llegó la caída. Oxford dejó embarazada a una joven que era dama de la corte y esto enfureció a la reina Isabel. Por tres años no pudo prestar servicio a la corona. Regresó a los brazos de su esposa, enviudó, se casó con una mujer que tenía fama de tirana y que le dio el ansiado heredero varón, Henry de Oxford. Murió poco después de llorar la muerte de la reina.
Pero este "monstruo", como lo llamaron sus detractores, no gastaba su tiempo en intrigas reales sino en imaginarias. En todo lo que De Vere dejó de brillar, en la batalla y en la corte, lo hizo en sus obras de teatro. Esta es la tesis de su biógrafo, y después de una lectura de las seiscientas páginas del libro, no queda más que convencerse. A partir de un arduo laberinto de indicios literarios e históricos, Kreiler construye un mosaico donde el retrato del conde de Oxford acaba por coincidir con el del autor llamado William Shakespeare. Los motivos abundan: la educación de Oxford incluyó el estudio de autores griegos y latinos presentes en la obra de Shakespeare; durante su juventud se hacía llamar "Spear – shaker", el que agita la lanza. De ahí, asegura Kreiler, que en muchas de las primeras ediciones aparezca el nombre del autor separado por un guión: Shake-speare. Menos una, todas las ciudades que visitó en Italia figuran en las obras de teatro del gran autor inglés. Lo mismo ocurre con doscientos pasajes subrayados de una Biblia que, se sabe, perteneció a Oxford. Además, el conde prologó y apadrinó la edición de un libro italiano que los estudiosos reconocen como el que Hamlet lee mientras recorre el castillo de Helsingör. Y la lista continúa en decenas de referencias en las obras propias y en las de sus contemporáneos, en una época donde los seudónimos y los juegos literarios estaban más que de moda, y los autores mantenían disputas en clave.
Si sabemos, asegura Kreiler, que De Vere escribía versos, hacía música y tenía su propia compañía de actores, que cobraba de la corona mil libras al año por servicios que nunca se especificaron, si podemos encontrar tantas señales y coincidencias, no hay motivo para seguir insistiendo en que Shakespeare fue aquel hombre de pueblo que apenas si podía escribir su nombre y que nunca lo hacía coincidir con el del poeta, sino que firmaba Shakspere (sin la primera "e" ni la segunda "a"). No se ha conservado nada literario de este "cisne de Avon"; en su testamento, sólo le deja dinero a sus hijas y su "segunda mejor cama" a la esposa. Ni un libro, ni un manuscrito.
El culto a la tradición
El único objetivo de los defensores del hombre de Stratford-upon-Avon, dice Kreiler, es prolongar un culto a la tradición inglesa y a los antiguos bardos, alimentando así el mito del genio natural del poeta. Hacia el final de su libro, el biógrafo de Oxford sube el tono del debate y acaba por asegurar que para los tradicionalistas es "antidemocrático" poner la autoría en manos de Oxford simplemente porque era un aristócrata. Ellos, dice, "van mordiendo el hueso de su idea fija como en un sueño".
Pero tan pronto como surgió la candidatura del conde para la autoría de obras tan memorables en la literatura de Occidente, los tradicionalistas no tardaron en retrucar: Oxford murió demasiado temprano para haber sido Shakespeare. Por eso, a lo largo de su libro el biógrafo va modificando a partir de datos históricos y concordancias toda la cronología aceptada hasta ahora de las obras de este poeta y dramaturgo inglés del que no se conserva ni un sólo manuscrito que ayude a develar el misterio.
Si Oxford fuera Shakespeare y esta gran maquinaria de interpretación diera como resultado un retrato convincente, ¿por qué nadie lo dijo hasta ahora? Una vieja pregunta para las novedades en la Historia.
Oxford era hombre de mundo, sus contemporáneos lo reconocían como poeta, trabajaba en la corte para entretener al público de la reina Isabel. Muy bien, dice Kreiler, y entonces esgrime la idea más temeraria de su biografía: todo este embrollo no se debe a una simple confusión, sino a un engaño premeditado.
Durante su vida, los aristócratas no podían publicar obras literarias con su nombre, ya que la literatura estaba considerada un asunto puramente burgués. Lo hacían con seudónimo y luego, después de su muerte, las obras eran editadas bajo el nombre real. El camino de las del conde de Oxford fue distinto, y el motivo, un escandaloso libro de sonetos: los Sonetos firmados por William Shakespeare. Allí, el poeta canta su amor a un hombre joven y muy atractivo; más tarde llega la "dama oscura", una tirana amante del poeta que parece serle infiel con el efebo. Se trata de un triángulo amoroso que Kreiler, como todo indicio, descifra a fuerza de datos intrincados y más personajes históricos: detrás del joven efebo se escondería el conde Henry Wriothesley y la "dama oscura" sería Elizabeth Trentham, la segunda esposa del propio Oxford. Los Sonetos de Shakespeare inspiraron admiración y escándalo desde un primer momento, y fue por eso que más tarde los hijos de Oxford planearon el engaño. Especialmente, dice Kreiler, Henry De Vere, único heredero varón de Oxford, para alejar cualquier duda sobre su nacimiento y que nadie lo considerara un bastardo, dado que llevaba el mismo nombre que Wriothesley y hubiera podido ser producto del triángulo amoroso.
Pero para perpetrar semejante artificio hacía falta otro poeta. Es ahora, en la última escena de esta dramática deducción, que hace su aparición el satírico Ben Jonson. Contemporáneo de Shakespeare y supuesto rival, compositor de obras serias pero reconocido más bien por sus comedias, Kreiler ha elegido a este otro dramaturgo para ser la herramienta del mayor engaño de la historia literaria, tal como aseguró siglos más tarde Henry James. Fue Ben Jonson, encargado por los herederos del conde de Oxford, quien logró que se perpetuara una simple confusión, ya existente en vida de ambos, entre el actor y prestamista Will Shakspere, y el seudónimo del mayor autor en lengua inglesa, William Shakespeare. Los argumentos de esta nueva biografía de Oxford son muchos, y algunos más bien maravillosos. Pero el cuadro acaba por cerrarse. Se terminará entonces la leyenda del poeta natural, que se formó solo en la lectura de los antiguos, que supo interpretar su época desde las tablas y las tabernas. Si Kreiler gana, Shakespeare se convertirá en un aristócrata erudito, difamado, con infinitas deudas y un innegable sentido del humor.
El otro William Shakespeare
Por Juan J. Santillán
Al encarar la biografía de William Shakespeare, el británico Peter Ackroyd se declaró "como entusiasta más que como experto". Por eso, una de las claves del libro es el despliegue minucioso de datos sobre un ágil manejo narrativo. El autor desarrolló proyectos de similar ambición: Wilde y Dickens, entre otros, ingresaron en la órbita de sus investigaciones.
Dentro de una cultura ritualista y escénica como la inglesa del siglo XVI, Ackroyd ubica a Shakespeare en relación a una serie de referencias que lo definieron como una personalidad clave del teatro isabelino. La reconstrucción del clima que rodeaba cada espectáculo teatral en Londres, tanto como los criterios que existieron sobre el concepto de entretenimiento, es otro eje en esta biografía. Además se propone una descripción minuciosa del contexto para que surjan con claridad los movimientos que definen la grandeza del personaje. El libro brinda mayor relevancia al trabajo de Shakespeare como actor de diferentes compañías. Desde los 16 años, cuando integró los Lord Strange's Men –donde estrenó al menos dos de sus primeros textos– hasta los King's Men, al final de su vida, Shakespeare concibió sus piezas desde una práctica y un conocimiento concreto del oficio. Incluso, interpretó varios de sus personajes claves.
La biografía indaga en la hipótesis del catolicismo solapado de Shakespeare, las trifulcas literarias con Ben Jonson y Christopher Marlowe; sus particulares vínculos con la corona. También la relación con su ciudad natal; el vínculo distante con Anne Hathaway, a quien dejó poco después de concretar la boda para trabajar como actor en Londres. Pero sobre todo, indaga el proceso de creación de un espectáculo durante el período isabelino. Da información sobre el recorrido de un texto teatral antes de un estreno y define el lugar tanto del autor como de los actores. Espacios que Shakespeare transitó como coordenadas vitales de su historia.
Shakespeare. La biografía
Peter Ackroyd
Edhasa
832 pags.
$ 175
Trad.: Margarita Cavandoli
revistaenie.clarin.comHace ciento cincuenta años que se levantó una primera voz planteando la duda, que todavía hoy inspira debates acalorados; aquel hombre nacido en el pequeño pueblo de Stratford-upon- Avon, hijo de un fabricante de guantes y de la reforma educativa de la reina Isabel, no había sido el mayor autor en lengua inglesa. Ni Hamlet ni El mercader de Venecia eran personajes de la pluma de este actor y prestamista. El escándalo fue breve, pero dejó huella. Como primer candidato alternativo a la autoría de las obras de Shakespeare apareció el filósofo Francis Bacon, y hasta Nietzsche dio crédito a esta primera hipótesis. Más tarde, la sortija fue a parar a manos del conde de Derby, pero al igual que Bacon, estaba vivo cuando se publicaron las primeras obras completas de Shakespeare en 1623, cuando se considera muerto al autor. ¿No fue entonces el poeta y espía Christopher Marlowe? Según los defensores de su candidatura, en lugar de morir de una herida de puñal a los 29 años podría haber seguido viviendo en la clandestinidad para imaginar el amor de Romeo y Julieta. Pero hubiera debido convertirse en un mejor poeta del que era, y eso ni el peligro de muerte lo logra.
El rostro verdadero
No, dice el académico y biógrafo alemán Kurt Kreiler, siguiendo una tradición de casi cien años: el autor de las obras firmadas por un tal William Shakespeare es nada menos que el conde de Oxford, Edward de Vere. Conocido por su mala fama, de sangre aristocrática, De Vere fue un personaje muy acorde a una época de Inglaterra llena de intrigas y traiciones. La reina Isabel trataba de imponer el protestantismo, entre otras cosas para salvar su derecho a la corona, pero los católicos ingleses conspiraban, lo mismo los escoceses y los españoles desde la Península. De Vere creció ligado a la corte. Se casó, al igual que el otro William, el de Stratford, con una tal Anne, pero ésta no era hija de granjeros sino de sangre azul. Para entonces, De Vere había disfrutado de una educación ejemplar: latín, teología y francés, italiano y danza, bajo la tutela de intelectuales y custodiado por un tío que tradujo las Metamorfosis de Ovidio. Con sólo diecisiete años fue procesado por la muerte de uno de sus servidores, y dado por inocente. Solía escribir versos y tener deudas. Pronto llegaron los viajes oficiales; con una carta de recomendación de Isabel recorrió Francia, Alemania e Italia, y conoció las costumbres y las intrigas de otras cortes, las vidas de nobles, intelectuales y regentes, que no excluían condesas que mandaban matar a sus maridos a puñal, ni esposos que ahogaran amantes en sus camas. Las malas lenguas dijeron que De Vere volvió de su viaje a Italia con jóvenes compañeros masculinos. Al llegar, escuchó rumores de que su esposa Anne le había sido infiel y, de inmediato, la abandonó. Más tarde acusó de conspiración a dos antiguos amigos, y una vez apresados, ellos aseguraron que De Vere, conde de Oxford, había planeado la muerte de muchos nobles y conseguido la de algunos, que traicionaba a la reina, que era ateo, mentiroso, borracho y otros males que no convencieron a los jueces. Los antiguos amigos fueron condenados y él quedó libre. Pero al poco tiempo llegó la caída. Oxford dejó embarazada a una joven que era dama de la corte y esto enfureció a la reina Isabel. Por tres años no pudo prestar servicio a la corona. Regresó a los brazos de su esposa, enviudó, se casó con una mujer que tenía fama de tirana y que le dio el ansiado heredero varón, Henry de Oxford. Murió poco después de llorar la muerte de la reina.
Pero este "monstruo", como lo llamaron sus detractores, no gastaba su tiempo en intrigas reales sino en imaginarias. En todo lo que De Vere dejó de brillar, en la batalla y en la corte, lo hizo en sus obras de teatro. Esta es la tesis de su biógrafo, y después de una lectura de las seiscientas páginas del libro, no queda más que convencerse. A partir de un arduo laberinto de indicios literarios e históricos, Kreiler construye un mosaico donde el retrato del conde de Oxford acaba por coincidir con el del autor llamado William Shakespeare. Los motivos abundan: la educación de Oxford incluyó el estudio de autores griegos y latinos presentes en la obra de Shakespeare; durante su juventud se hacía llamar "Spear – shaker", el que agita la lanza. De ahí, asegura Kreiler, que en muchas de las primeras ediciones aparezca el nombre del autor separado por un guión: Shake-speare. Menos una, todas las ciudades que visitó en Italia figuran en las obras de teatro del gran autor inglés. Lo mismo ocurre con doscientos pasajes subrayados de una Biblia que, se sabe, perteneció a Oxford. Además, el conde prologó y apadrinó la edición de un libro italiano que los estudiosos reconocen como el que Hamlet lee mientras recorre el castillo de Helsingör. Y la lista continúa en decenas de referencias en las obras propias y en las de sus contemporáneos, en una época donde los seudónimos y los juegos literarios estaban más que de moda, y los autores mantenían disputas en clave.
Si sabemos, asegura Kreiler, que De Vere escribía versos, hacía música y tenía su propia compañía de actores, que cobraba de la corona mil libras al año por servicios que nunca se especificaron, si podemos encontrar tantas señales y coincidencias, no hay motivo para seguir insistiendo en que Shakespeare fue aquel hombre de pueblo que apenas si podía escribir su nombre y que nunca lo hacía coincidir con el del poeta, sino que firmaba Shakspere (sin la primera "e" ni la segunda "a"). No se ha conservado nada literario de este "cisne de Avon"; en su testamento, sólo le deja dinero a sus hijas y su "segunda mejor cama" a la esposa. Ni un libro, ni un manuscrito.
El culto a la tradición
El único objetivo de los defensores del hombre de Stratford-upon-Avon, dice Kreiler, es prolongar un culto a la tradición inglesa y a los antiguos bardos, alimentando así el mito del genio natural del poeta. Hacia el final de su libro, el biógrafo de Oxford sube el tono del debate y acaba por asegurar que para los tradicionalistas es "antidemocrático" poner la autoría en manos de Oxford simplemente porque era un aristócrata. Ellos, dice, "van mordiendo el hueso de su idea fija como en un sueño".
Pero tan pronto como surgió la candidatura del conde para la autoría de obras tan memorables en la literatura de Occidente, los tradicionalistas no tardaron en retrucar: Oxford murió demasiado temprano para haber sido Shakespeare. Por eso, a lo largo de su libro el biógrafo va modificando a partir de datos históricos y concordancias toda la cronología aceptada hasta ahora de las obras de este poeta y dramaturgo inglés del que no se conserva ni un sólo manuscrito que ayude a develar el misterio.
Si Oxford fuera Shakespeare y esta gran maquinaria de interpretación diera como resultado un retrato convincente, ¿por qué nadie lo dijo hasta ahora? Una vieja pregunta para las novedades en la Historia.
Oxford era hombre de mundo, sus contemporáneos lo reconocían como poeta, trabajaba en la corte para entretener al público de la reina Isabel. Muy bien, dice Kreiler, y entonces esgrime la idea más temeraria de su biografía: todo este embrollo no se debe a una simple confusión, sino a un engaño premeditado.
Durante su vida, los aristócratas no podían publicar obras literarias con su nombre, ya que la literatura estaba considerada un asunto puramente burgués. Lo hacían con seudónimo y luego, después de su muerte, las obras eran editadas bajo el nombre real. El camino de las del conde de Oxford fue distinto, y el motivo, un escandaloso libro de sonetos: los Sonetos firmados por William Shakespeare. Allí, el poeta canta su amor a un hombre joven y muy atractivo; más tarde llega la "dama oscura", una tirana amante del poeta que parece serle infiel con el efebo. Se trata de un triángulo amoroso que Kreiler, como todo indicio, descifra a fuerza de datos intrincados y más personajes históricos: detrás del joven efebo se escondería el conde Henry Wriothesley y la "dama oscura" sería Elizabeth Trentham, la segunda esposa del propio Oxford. Los Sonetos de Shakespeare inspiraron admiración y escándalo desde un primer momento, y fue por eso que más tarde los hijos de Oxford planearon el engaño. Especialmente, dice Kreiler, Henry De Vere, único heredero varón de Oxford, para alejar cualquier duda sobre su nacimiento y que nadie lo considerara un bastardo, dado que llevaba el mismo nombre que Wriothesley y hubiera podido ser producto del triángulo amoroso.
Pero para perpetrar semejante artificio hacía falta otro poeta. Es ahora, en la última escena de esta dramática deducción, que hace su aparición el satírico Ben Jonson. Contemporáneo de Shakespeare y supuesto rival, compositor de obras serias pero reconocido más bien por sus comedias, Kreiler ha elegido a este otro dramaturgo para ser la herramienta del mayor engaño de la historia literaria, tal como aseguró siglos más tarde Henry James. Fue Ben Jonson, encargado por los herederos del conde de Oxford, quien logró que se perpetuara una simple confusión, ya existente en vida de ambos, entre el actor y prestamista Will Shakspere, y el seudónimo del mayor autor en lengua inglesa, William Shakespeare. Los argumentos de esta nueva biografía de Oxford son muchos, y algunos más bien maravillosos. Pero el cuadro acaba por cerrarse. Se terminará entonces la leyenda del poeta natural, que se formó solo en la lectura de los antiguos, que supo interpretar su época desde las tablas y las tabernas. Si Kreiler gana, Shakespeare se convertirá en un aristócrata erudito, difamado, con infinitas deudas y un innegable sentido del humor.
El otro William Shakespeare
Por Juan J. Santillán
Al encarar la biografía de William Shakespeare, el británico Peter Ackroyd se declaró "como entusiasta más que como experto". Por eso, una de las claves del libro es el despliegue minucioso de datos sobre un ágil manejo narrativo. El autor desarrolló proyectos de similar ambición: Wilde y Dickens, entre otros, ingresaron en la órbita de sus investigaciones.
Dentro de una cultura ritualista y escénica como la inglesa del siglo XVI, Ackroyd ubica a Shakespeare en relación a una serie de referencias que lo definieron como una personalidad clave del teatro isabelino. La reconstrucción del clima que rodeaba cada espectáculo teatral en Londres, tanto como los criterios que existieron sobre el concepto de entretenimiento, es otro eje en esta biografía. Además se propone una descripción minuciosa del contexto para que surjan con claridad los movimientos que definen la grandeza del personaje. El libro brinda mayor relevancia al trabajo de Shakespeare como actor de diferentes compañías. Desde los 16 años, cuando integró los Lord Strange's Men –donde estrenó al menos dos de sus primeros textos– hasta los King's Men, al final de su vida, Shakespeare concibió sus piezas desde una práctica y un conocimiento concreto del oficio. Incluso, interpretó varios de sus personajes claves.
La biografía indaga en la hipótesis del catolicismo solapado de Shakespeare, las trifulcas literarias con Ben Jonson y Christopher Marlowe; sus particulares vínculos con la corona. También la relación con su ciudad natal; el vínculo distante con Anne Hathaway, a quien dejó poco después de concretar la boda para trabajar como actor en Londres. Pero sobre todo, indaga el proceso de creación de un espectáculo durante el período isabelino. Da información sobre el recorrido de un texto teatral antes de un estreno y define el lugar tanto del autor como de los actores. Espacios que Shakespeare transitó como coordenadas vitales de su historia.
Shakespeare. La biografía
Peter Ackroyd
Edhasa
832 pags.
$ 175
Trad.: Margarita Cavandoli
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