martes, 30 de marzo de 2010

La madurez puede ser una de las bellas artes

Néstor Tirri
lanacion.com
Vierta en la coctelera dos partes de Martini seco y cinco de gin; agregue hielo molido e incorpore una tableta de estricnina hecha polvo. Bata bien y corone con la infaltable aceituna. Ahora bébaselo de un trago. Ya está: sus penurias se habrán esfumado y usted habrá contribuido a despejar un poco este mundo superpoblado. Eso sí, asegúrese de haber cumplido 70 años.
Esta provocativa proclama de Martin Amis en torno de una "saludable" reducción de la población planetaria (desbordada por la extensión del promedio de vida) mediante una pastilla letal al cumplir 70 años se reprodujo en numerosos medios. Según la propuesta del escritor, publicada en The Times, sería oportuno instalar en cada esquina de la ciudad cabinas parecidas a las de los teléfonos públicos, donde "si tienes la edad justa te puedes tomar un Martini y la píldora de la buena muerte".
Más allá de las previsibles reacciones que una insinuación semejante generó entre sus contemporáneos, cabe preguntarse qué le habría respondido una figura del pasado y de una cultura distinta de la occidental, el pintor japonés Katsushika Hokusai, que vivió y produjo en la transición de los siglos XVIII y XIX y que, como se verá, consideraba que la edad señalada por Amis como el recomendable cierre de la existencia era, precisamente, el comienzo de la madurez en la creatividad de un artista.
Una delas voces reconocibles que en estos días le han respondido al narrador inglés es el italiano Raffaele La Capria, un escritor ya anciano que se toma la existencia con una mirada calma y nunca demasiado en serio. Napolitano vital e irónico al fin, La Capria conjetura: "Creo que la propuesta de Amis tiene su origen, más que en un exhibicionismo de autopromoción, en el pragmático y muy inglés sentido común llevado a sus consecuencias extremas. Como aquel de Jonathan Swift, que en 1729 lanzó su «modesta proposición» de cocinar a los niños y ofrecerlos como comida en tiempos de carestía".
El escritor napolitano toma seriamente en cuenta algunos de los argumentos de Amis (ver morir a los amigos del entorno propio y a las personas que en su momento marcaron una época, sean actores o escritores), pero le recuerda: "Hoy, lo sabes bien, un septuagenario, aun cuando no se lo pueda considerar joven, es como un cincuentón de antes". Y pasa a examinar el tiempo que él vivió entre aquellos presuntamente fatales 70 años y sus 88 actuales. "Estos 18 años fueron para mí un don del cielo -asegura en su artículo, publicado en Corriere del Mezzogiorno -, importantes, incluso, para mi formación, porque aprendí y vi cosas que no imaginaba." Y concluye con una comprobación acerca de una trivial circunstancia cotidiana: "Despertarme a la mañana sin la obligación del horario de oficina me ha dado, muchas veces, un sentido de inesperada libertad".
Entre los connacionales coetáneos de La Capria hay dos hombres que ni se enteraron de las apocalípticas predicciones de Amis (sus cálculos estiman que en el término de 10 o 15 años se entablará "una guerra civil" entre viejos y jóvenes) y que, desde hace tiempo, desarrollan proyectos implícitamente opuestos a la propuesta veladamente genocida del inglés. Uno es el sacerdote Don Luigi Verzè; el otro, el científico Humberto Veronesi. Ambos, por sendas bien distintas, alientan el objetivo de la inmortalidad física, amén de la espiritual, una utopía que se remonta a concepciones del Oriente antiguo, especialmente de Egipto y de Mesopotamia.
Don Verzè, fundador de la comunidad San Raffaele (presente en todo el mundo, desde el Tíbet hasta Brasil, con sede central en Milán), hace unos días cumplió 90 años; ejerce una medicina que apunta al "encuentro" entre cuerpo, intelecto y alma. Veronesi es el alma máter del Instituto Europeo de Oncología; rigurosamente vegetariano, a sus 86 años ha recibido doctorados honoris causa en seis países -incluida la Argentina- por sus investigaciones para desterrar el cáncer.
El sueño de ambos es prolongar la vida del hombre; Don Verzè asegura con contundencia: "En realidad, el objetivo de lograr una extensión [de la vida] hasta los 120 años, no es una boutade : ya está escrito en nuestro ADN".
Por su parte, el investigador Federico Calligaris Cappio, a cargo del sector de Oncología de San Raffaele, revela que el objetivo es llegar a saber algo más acerca de cómo funciona el Micro-Rna, la "cúpula" de células que controlan cuatro órdenes de genes, vinculados con los principales tipos de tumores. Predecir el riesgo de enfermarse mediante el test del ADN es el otro gran desafío de la institución.
Todo este empeño se cifra en lo biológico; su importancia, sin embargo, no debería hacer perder de vista otra dimensión del asunto, ya no tan sujeta a la naturaleza (cuyos ciclos deparan el inevitable deterioro orgánico), sino a la cultura o, más exactamente, a la ecuación cultura-tiempo. Y es aquí donde el legado de Katsushika Hokusai proporciona un atendible saber.
Las conceptualizaciones de Asia en torno de la peripecia humana conceden una particular jerarquía a la duración, algo que en Occidente comenzó a revalorizarse sólo en los últimos tiempos (con Paul Virilio, por ejemplo, y su alerta sobre la "máquina" occidental de producir aceleración).
Para algunas culturas asiáticas, la depuración y acabado de las obras de los hombres, sean artistas, artesanos o agricultores, depende mucho de cuánto dura la observación, la elaboración y la evolución de un trabajo en un determinado arte, artesanía o cultivo. Un ejemplo banal: hace años venía a cocinar a nuestra casa una gastrónoma macrobiótica a quien creíamos oriunda de la India. Se llamaba Francis y hablaba poco. Vestía ligeras túnicas de sedas coloridas, tenía piel morena, ojazos morunos y cabello renegrido, tirante y recogido. Después resultó que "Francis" era apócope de Francisca y que era cordobesa. Pero manipulaba los alimentos con una concentración casi tibetana: cortaba la raíz de bardana y la zanahoria con una precisión que deparaba delgadísimas lonjas. Admiré su oficio, pero ella dijo que le faltaba mucho, porque hacía sólo tres años que practicaba estos cortes, mientras que su maestro japonés le había advertido que lograr un corte perfecto insumía una práctica de, por lo menos, siete años.
El principio es válido para las artes y para la caligrafía. Hokusai pintó 36 vistas del monte Fuji (la serie de grabados Fugaku sanjurokkei ), 13 volúmenes de cuadernos de dibujos, los Hokusai manga (él acuñó ese vocablo, usado hoy por el cine de animación), 50 poetas imaginarios, cada uno con un poema y plasmó un prodigio de anticipación que trascendió a Occidente: "La gran ola de Kanagawa", una increíble representación que congela la cresta de una inmensa ola, como si se tratara de una fotografía avant la lettre , y que incorpora una prodigiosa y sutil filigrana en los bordes del agua, a punto de desmoronarse.
Estos grabados y su técnica deslumbraron, a mediados del siglo XIX, al tout Paris , donde los impresionistas y sus herederos (Claude Monet, Edgar Degas, Henri de Toulouse Lautrec) absorbieron ostensiblemente su influencia.
Tanto la magnificencia de diseños cuanto la sutil ejecución del trazo destilan una perfección que, en la trayectoria del artista, se fue acentuando con el paso del tiempo. En esa duración reside buena parte de una decantación programada a largo plazo. A los 73 años, 16 antes de su muerte, acaecida en 1849, Hokusai anotó: "A la edad de cinco años, tenía la manía de hacer trazos de las cosas. A los 50 había producido un gran número de dibujos; así y todo, ninguno involucró un mérito verdadero antes de los 70 años. A los 73, ahora, finalmente aprendí algo sobre la calidad verdadera de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, las hierbas o los árboles. Por lo tanto, a los 80 habré hecho un cierto progreso, a los 90 habré penetrado en el significado más profundo de las cosas, a los 100 habré hecho realmente maravillas y a los 110 cada punto y cada línea tendrán vida propia".
Sus biógrafos consignan la tristeza del pintor cuando, a los 89 años y dibujando hasta el último día, intuyó que la muerte interrumpiría su proyecto.
En el extremo opuesto, las insinuaciones de Martin Amis, ligadas menos a la reflexión que a un cinismo literario emparentado con esa línea de nihilismo francés que va de Drieu La Rochelle a Houellebecq, pasando por Céline, podrían encuadrarse en la concepción de su coterráneo Thomas de Quincey, al considerar a esta otra vía de asesinato (el eutanásico) como una de las formas de las bellas artes. La visión de Hokusai, como contrapartida, apunta a ese proceso de decantación que deposita en la experiencia del transcurrir del tiempo su meta de perfección: es una manera de consagrar la madurez, en sí misma como una condición intrínseca, más que una forma, de las bellas artes.
© LA NACION

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