La muerte de Heath Ledger llegó justo a tiempo. Las revistas del corazón norteamericanas iban cuesta abajo en las ventas, con noviazgos de actores de segunda línea, multas por exceso de velocidad a niñas ricas, rellenos tradicionales como “Los cuerpos del verano”. Britney Spears había salido ya de la clínica psiquiátrica y los mellizos de Angelina Jolie y Brad Pitt aún no formaban una barriga fotografiable. No había carne humana para ofrecer. Se produjo entonces el milagro: Heath Ledger apareció boca abajo y sin ropa en un departamento de Nueva York. Se había intoxicado con una mezcla de antidepresivos, ansiolíticos, analgésicos y antihistamínicos. “La muerte trágica de Heath Ledger”, tituló People, y prometió en su tapa: “Los amigos recuerdan a un hombre complejo que amaba la vida pero fue arrastrado al exceso”.
En la sociedad moderna se acepta que los famosos cumplen un papel importante como modelos –las vidas de santos son ahora las de las celebridades– y como esperanza en la trascendencia más allá de la muerte: ahí está, para siempre bella, aunque ya no se aprecien las mujeres de talle 42, Marilyn Monroe. Pero también importa el lado oscuro de la celebridad: “Cuanto más construimos una cultura dentro de los esplendores imaginados de la seguridad, más vacíos nos encontramos de fuerzas internas para controlar las presiones y las tensiones de la vida”, escribió Anthony Elliott en su artículo “Fama y psicología política”. “Los famosos transgreden esa especie de clausura moral y ética y permiten que sus admiradores se cuestionen sobre los tipos de experiencias humanas”.
Heath Ledger perteneció a todos los norteamericanos. Ni siquiera la élite cultural se pudo sustraer a la atracción del caso. El mensuario Esquire publicó un diario de los últimos días del joven actor, falso de principio a fin: una pieza de ficción de Lisa Taddeo donde reconstruye la comida marroquí que Ledger compartió con Jack Nicholson en Londres, la fiesta en el Beatrice Inn en la que se sumergió apenas regresó a Nueva York y la última mujer que sedujo allí, el último bocado –un bizcochuelo de banana– que tragó. “Para mí, fue un fin de semana como cualquier otro”, imaginó la autora que escribió el difunto. “Fue un accidente. No soy una estrella hecha mierda que no puede más. Yo podía. Lo que no podía era dormir.”
Cuando se estrenó Batman: el Caballero de la Noche, hasta el semanario The New Yorker derramó su lágrima ante el magnífico, aterrador Guasón que resultó ser el último papel del actor: “Uno no puede evitar preguntarse –escribió David Denby, el crítico de cine– cuán terriblemente jugó Ledger con sí mismo para representar este papel de esta manera. Su actuación es un acto final heroico, perturbador: este joven actor miró dentro del abismo”.
PREHISTORIA DEL DOLOR AJENO.
Según un informe de Psychology Today, “la historia muestra que el talento suele ir de la mano con la enfermedad mental”. Su lista de mentes brillantes y sufridas comienza con el mismísimo Sigmund Freud, al que describe como un hombre obsesivo, “en particular con el dinero y con su vida sexual”, que cada tanto caía en fuertes depresiones y que nunca se recuperó –y en buena parte, de allí vinieron varias ideas fundamentales del psicoanálisis– del resentimiento que le produjo “tener que compartir el amor de su madre”. Según esta publicación masiva de difusión psi, “miles de nuestros héroes se sometieron a terapias sin efectos y eludieron el estigma social tratando de mantener sus enfermedades mentales –desde desorden bipolar a depresión o esquizofrenia– lejos de la mirada pública”.
El decimosexto presidente norteamericano, Abraham Lincoln, logró vivir como leyenda en su propio tiempo, pero una leyenda hundida en la extrema infelicidad. Algunos revisionistas la atribuyen a la represión de su deseo homosexual. Su biógrafo Carl Sandburg prefiere la propia definición de Lincoln: “Es la sombra de la locura”, decía, cuando lo asaltaban períodos de inmovilidad y pensamientos suicidas.
La lista de Psychology Today incluye gente que llevó esos pensamientos a la práctica: los escritores Ernest Hemingway y Sylvia Plath, el activista político Abbie Hoffman, el artista plástico Mark Rothko, el músico Kurt Cobain. También registra las variaciones que el tiempo produjo en los modos de vida y sufrimiento: el dueño de medios –y tierras en la Argentina– Ted Turner tuvo más suerte que el físico Isaac Newton para tratar el trastorno bipolar porque a él le tocó litio, mientras en tiempos del descubridor de la ley de la gravedad se prefería el sangrado, la purga, las pociones sedativas y el rezo.
Como el enfoque terapéutico, del siglo XVII al XXI ha cambiado también la distribución de la fama. Con un esquizofrénico que se corta la oreja y finalmente se suicida, por más Vincent van Gogh que fuera, no se hacía un imperio de la explotación del dolor ajeno. Fue necesario primero que –como definió Jean-Paul Sartre– en la conciencia humana quedara un hueco con la forma de Dios. “Los Beatles somos más populares que Jesús”, dijo John Lennon, y John Maltby, profesor de Psicología de la Universidad de Leicester, Reino Unido, cree que “la adoración de los famosos suple las mismas necesidades o funciones psicológicas que la adoración religiosa”.
A fines del siglo XIX, los restos de la virtud divina habían alumbrado al héroe cultural: los intelectuales, los inventores, los industriales, los grandes líderes políticos, escribió la historiadora Amy Henderson. Pero la comunicación masiva lo modificó todo en el siglo XX: “La asombrosa máquina de desear que creó la industria del entretenimiento transformó la conciencia –agregó en Los medios y el ascenso de la cultura de la celebridad–: del carácter a la personalidad, de la sustancia a la imagen, de la comunidad al narcisismo”.
El resto fueron estrategias de mercado para ese neopaganismo, basadas muy especialmente en el cambio. Algunas estrellas mutan incesantemente, como Madonna. Otras son reemplazadas como cualquier otra mercadería. “Hollywood trabaja para crear imágenes que no están a la altura de la vida humana”, escribió la psicóloga Abby Aronowitz. “Irónicamente, con la misma rapidez con que los medios crean a nuestras celebridades, las rompen.” La inversión debe rendir hasta el último centavo –o gota de sangre: “Cuelgan su ropa sucia a la vista de todos –agregó–. Antes de Marilyn Monroe, la vida de una estrella se ocultaba al público. Ahora vemos sus desastres más espantosos, incluido su abuso de las drogas y el alcohol”.
MIRADAS QUE MATAN.
Cuando Charly García fue internado, en la clínica psiquiátrica había unas pocas decenas de personas más en su misma condición de paciente. Gozaban, a diferencia de él, de la ventaja del anonimato. Los iban a visitar sus familiares y amigos, no los noticieros del cable o los noteros de los canales de chismes que vigilaban desde las veredas.
El problema de los conductores alcoholizados es mucho más vasto que el del “Burrito” Ariel Ortega y el surtidor chocado horas antes de un entrenamiento. La violencia doméstica trasciende la tragedia de Carlos Monzón y Alicia Muñiz. Los excesos químicos tienen una ínfima muestra en Diego Maradona o Pipo Cipolatti. El suicidio no es privativo de poetas como Alejandra Pizarnik. Y, sin embargo, lo único que tienen en común estas personas que sufren exactamente las mismas experiencias que otros millones de personas en este mundo es la exposición a que los somete su condición de famosos.
El profesor Mark Schaller, de la University of British Columbia, en Canadá, convirtió en tema de investigación académica lo que para las revistas amarillas es carnada. En Las consecuencias psicológicas de la fama sostuvo que al convertirse en una celebridad la persona comienza a vivir bajo la mirada ajena: pierde para siempre la espontaneidad, vive en una exasperada conciencia de cada cosa que dice o hace y, en esa ruptura del ser, se filtra la conducta autodestructiva.“Debido a que las demás personas siguen sus movimientos, las celebridades prestan atención al hecho de que son observadas. Por eso tienden a verse, en mayor medida que la gente anónima, a través de los ojos de los demás”, escribió.
“En segundo lugar, volverse famoso habilita el ingreso a un grupo exclusivo” y eso –según Brian Mullen, cuya investigación citó Schaller– es malo para las celebridades: “La gente se vuelve más y más alerta a medida que se achica el tamaño relativo de su grupo de pertenencia”. ¿Cuán grande puede ser el grupo de pertenencia de una celebridad? “Pequeño, por cierto –dijo Schaller– y, por lo general, duradero, lo que sugiere una vez más que la atención en uno mismo puede ser intensa y persistente.”
Para explicar los vínculos entre esa angustia y la sobredosis que causó la muerte al actor John Belushi, el psicólogo advirtió que vivir siempre atento a la mirada de los otros puede llevar a “una evaluación global del yo en un nivel abstracto”, y de ahí a comparar ese yo con el yo ideal o –menos teórico– algún otro famoso hay un paso. “Tarde o temprano, esa egolatría prolongada hará que la persona descubra defectos, y experimente sentimientos predominantemente negativos.”
En el programa de radio Tu ruta es mi ruta criticaron el comentario que Gerardo Sofovich hizo a Pampita en Bailando por un sueño. “¿Cómo pudo felicitarla porque, a pocos meses de haber tenido un bebé, se le podían contar las costillas?”, preguntó Carmela Bárbaro. Costillas para contar hay en las fotos del Museo del Holocausto, en las camas de desnutridos de cualquier hospital de niños, entre los restos de NN que esperan ser identificados en las cajas que guarda el Equipo Argentino de Antropología Forense. Pero si una famosa vive hiperconsciente de la importancia que su costillar tiene para su fama, no podrá sentir sino una emoción “predominantemente negativa” cada vez que se pierde de vista algún huesito. O si cree que es ella misma la que se pierde de vista.
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