La realeza británica es un entorno donde florecen a menudo los matrimonios infelices. A Carlos II se le atribuyeron 56 bastardos, Eduardo VII frecuentó con asiduidad los burdeles del Soho y monarcas como Ricardo I o Guillermo III cultivaron más o menos abiertamente su homosexualidad. Pero ningún enlace real irradió tanto infortunio como el que unió a Carolina de Brunswick (1768-1821) y Jorge IV (1762-1830).
Lo primero que cabe decir es que para Jorge era el segundo matrimonio. El primero lo contrajo en secreto con su amante María Fitzherbert pero era ilegal por dos motivos: la novia era católica y no gozaba del consentimiento de su padre. El entonces príncipe de Gales se resistió con uñas y dientes a encontrar una segunda esposa y sólo aceptó cuando el Parlamento aceptó saldar sus deudas, que habían crecido al calor de una vida marcada por las adicciones al láudano y la prostitución.
Los cortesanos le aconsejaron una boda con su prima Carolina de Brunswick, que por entonces llevaba una vida de provincias en el principado de sus padres y cuyo rostro sólo había visto en los retratos de familia.
Los novios se conocieron tres días antes del enlace y la primera impresión no pudo ser peor. Jorge se retiró al otro extremo de palacio y se repuso con una copa de brandy. Carolina dijo que su futuro esposo era "más gordo" y "no tan guapo como lo habían pintado".
El enlace se celebró en el palacio de Saint James el 8 de abril de 1795. Jorge confesó a sus dos testigos que se casaba contra su voluntad y avanzó por el pasillo central de la capilla con la expresión facial de un condenado a muerte. Los cronistas cuentan que por dos veces se desmayó. También que miró a una de sus amantes mientras hacía sus votos y que lloró cuando el arzobispo preguntó si alguien tenía alguna objeción al enlace.
Por supuesto, el matrimonio se consumó. Pero la noche de bodas transcurrió con el novio calentándose solo junto a la chimenea y los diarios de la época aventuran que sólo hubo tres coitos entre los recién casados. El azar quiso que de uno de ellos naciera la princesa Carlota Augusta, conocida en el Reino Unido como Charlotte. Pero Jorge quedó tan harto de los efluvios corporales de su esposa que le anunció que no se acostaría con ella ni aunque hubiera que engendrar otro heredero por la muerte de su hija.
El fallecimiento prematuro de Charlotte ofreció a Jorge una oportunidad de oro para cumplir con su promesa y dejó el trono a su muerte en manos de otras ramas de su árbol genealógico. Pero para entonces su esposa había huido de Londres y se había entregado a una vida de opulencia y desenfreno que la llevó a acostarse con un almirante y un primer ministro, a contratar de chico para todo a un joven paje milanés y según los diplomáticos a "violar" al general napoleónico Murat, al que el dedo de su emperador había convertido en monarca de Nápoles.
La deriva no impidió que Carolina retornara al Reino Unido a la muerte de su suegro con la intención de ser coronada como Reina de Inglaterra. Su regreso fue saludado con cierto entusiasmo popular. No tanto por su prestigio como por el desprestigio de su esposo, cada vez más odiado por sus vicios y su carácter manirroto. Jorge quería el divorcio pero era demasiado tarde y al final se conformó con colar unas leyes para dejar a Carolina fuera del trono.
La coronación de Jorge IV se celebró el 19 de julio de 1821 y a Carolina de Brunswick se le negó la entrada a la abadía de Westminster. Aquella misma noche enfermó con vómitos y pulso débil. Murió 19 días después de la subida al trono de su esposo. Según algunas hipótesis, quizá envenenada por un esbirro del monarca.
Unos años antes, Carolina había dejado su amargo testimonio en una conversación con una de las amantes del Rey de Francia. Explicó que había hecho lo posible con convivir con Jorge pero que había sido imposible: "La realeza británica sacrifica la amistad y la gratitud por la razón de Estado y no existe corazón. Si volviera a casarme, no le daría mi mano a ningún príncipe". Unas palabras que bien podría haber pronunciado Diana de Gales.
elmundo.es
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