¿Por qué el Vaticano se apura a beatificar a Juan Pablo II, un Papa que vio su peor escándalo en siglos?
Por John L. Allen Jr.
Cuando Juan Pablo II sea beatificado, el 1° de mayo, ante cientos de miles de personas en la Plaza de San Pedro, el evento marcará un nuevo récord de velocidad para la llegada a la etapa final previa a la santidad, superando por 15 días la marca anterior de la Madre Teresa. Algunos se oponen a tanto apresuramiento, teniendo en cuenta particularmente las persistentes dudas acerca del manejo de Juan Pablo II de la crisis de abuso sexual en la Iglesia Católica.
Quien es hoy el propio beneficiado, Juan Pablo II, presidió de forma ostensible lo que bromistas denominan la "fábrica de santos" durante sus casi 27 años a la cabeza de la Iglesia. Produjo más beatificaciones (1.338) y canonizaciones (482) que todos los Papas anteriores juntos —y debido a que la tradición católica reconoce a 263 papas anteriores en un período de casi 2.000 años, esto es toda una hazaña.
Esta avalancha de aureolas fue el resultado de una política deliberada. En 1983, Juan Pablo hizo una revisión general del proceso de santidad para hacerlo más rápido, más barato y menos contradictorio. Eliminó la oficina del "Abogado del diablo" y redujo la cantidad requerida de milagros. Su objetivo era elevar a la santidad a modelos de conducta contemporáneos para mostrarle a un mundo secular hastiado que la santidad estaba viva aquí y ahora.
Gran parte de las personas elegidas por Juan Pablo vivieron en el siglo XX, desde el Padre Pio y la Madre Teresa hasta Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. En ese sentido, la veloz beatificación de Juan Pablo es un subproducto natural de sus propias políticas, confirmadas en gran parte por su sucesor y antiguo brazo derecho, el papa Benedicto XVI.
Sin embargo, la causa de Juan Pablo sirve también para recordar por qué esperar un poco no siempre es tan malo.
En teoría, se supone que la santidad es un proceso democrático, que comienza con el sentimiento popular de que un personaje concreto era un santo. Hace seis años, las pruebas de esa convicción acerca de Karol Wojtyla, el nombre civil de Juan Pablo II, parecían ser incuestionables. Era el Papa que había derrocado al comunismo, que había sido visto en vivo por más personas que cualquier otro personaje en la historia humana, que había revigorizado el catolicismo tras un período de duda y confusión, y que había dado origen a toda una generación de jóvenes sacerdotes y obispos ansiosos por llevar a las calles el mensaje de la Iglesia.
Una multitud coreaba "Santo subito!" en su misa fúnebre. Los cardenales que se reunieron para elegir al siguiente Papa firmaron una petición pidiendo a quien fuera electo que no aplicara el período normal de espera de cinco años para iniciar una causa, lo cual Benedicto XVI hizo rápidamente. La cobertura aduladora en los medios de todo el mundo fue una especie de canonización secular, e hizo que el proceso eclesiástico formal pareciera casi anticlimático.
Sin embargo, ahora ese entusiasmo se vio moderado por las revelaciones sobre la función del difunto Papa y sus asistentes en la crisis de abuso sexual —que es a todas luces el escándalo católico más destructor en siglos, y que en opinión de los críticos, se concretó ante la vista de Juan Pablo.
El caso más representativo es el del difunto sacerdote mexicano Marcial Maciel Degollado, fundador de la polémica orden religiosa conservadora de los Legionarios de Cristo. Juan Pablo II fue un gran patrocinador de Maciel, ya que admiraba la inflexible fidelidad de la orden religiosa a la enseñanza católica, su lealtad hacia Roma y el Papado y su éxito en generar vocaciones entre los católicos más jóvenes.
Sin embargo, a mediados de la década del ‘90, comenzaron a surgir acusaciones de que la imagen pública de Maciel ocultaba una vida privada profundamente desordenada. Se presentó una queja en Roma ante la oficina dirigida por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, actualmente Benedicto XVI, alegando que Maciel había abusado sexualmente de varios ex miembros de la orden. Ese caso fue postergado hasta finales de 2001, y no se emprendió ninguna acción hasta después de la muerte de Juan Pablo.
Aunque el personal de Ratzinger comenzó a convencerse de que las acusaciones estaban fundadas, otros personajes de alto rango en el régimen de Juan Pablo dieron ayuda y consuelo a Maciel, quien acompañó a Juan Pablo II en algunos viajes al extranjero y fue alabado por altos funcionarios de la Iglesia como un modelo a imitar por su trabajo con la juventud. En un momento dado, el departamento más poderoso del Vaticano, la Secretaría de Estado, negó que hubiera algún cargo contra Maciel, en el momento mismo en que la oficina de Ratzinger llegaba a la conclusión de que Maciel era efectivamente culpable.
Con el nuevo Papa, el dique se rompió. En mayo de 2006, Benedicto XVI ordenó a Maciel que se retirara a una vida de "oración y penitencia", y los Legionarios reconocieron su responsabilidad por una amplia gama de abusos y actos de mala conducta, incluyendo la procreación de hijos fuera del matrimonio con al menos dos mujeres.
Para los críticos, el caso de Maciel ilustra un patrón de negación y obstrucción de la justicia ante el abuso sexual durante el régimen de Juan Pablo. En los casos en los que los obispos locales intentaron oficialmente expulsar del clero a los abusadores, en un proceso conocido como "laicización", Roma aconsejó precaución. Hasta hace muy poco, las autoridades del Vaticano hicieron la vista gorda ante las políticas de "información obligatoria" que habrían obligado a los obispos a informar a la Policía y a los fiscales civiles sobre esos crímenes.
La medida en la que este patrón ha sido invertido en el régimen de Benedicto XVI
podría estar abierta al debate, pero el hecho de que describe lo que ocurrió en el papado de Juan Pablo es, actualmente, de conocimiento público.
Quienes están inclinados a conceder el beneficio de la duda a Juan Pablo argumentan que la Iglesia transitó por una curva de aprendizaje y que es injusto juzgarlo según los estándares de hoy. Más aún, dicen, cuando estallaron los escándalos en Estados Unidos y la culpabilidad de Maciel resultó clara, el difunto Papa ya estaba en su crepúsculo. Su principal contribución para combatir el azote del abuso por parte de los clérigos, afirman, fue inspirar a una nueva generación de sacerdotes dedicados y sagrados, hombres que toman en serio su deber de mantenerse "en la persona de Cristo" y que, por lo tanto, tienen menos probabilidades de deshonrar sus votos.
Cualquiera sea la conclusión que uno extraiga de estos argumentos, el Vaticano niega que declarar la santidad de una persona equivalga a ratificar todas las elecciones de política de su pontificado. Por ejemplo, cuando el papa del siglo XIX Pío IX fue beatificado, en 2000, funcionarios del Vaticano dijeron que este hecho no apoyaba su política con respecto a los judíos, que incluyó la expulsión de los judíos de Roma hacia un gueto y negarse a devolver a un niño judío a sus padres después de que fuera bautizado en secreto.
De acuerdo con esos funcionarios, la santidad indica que a pesar de las fallas de criterio y de previsión que hayan empañado el reinado de un Papa, él era, sin embargo, personalmente santo. Por cierto, pocas personas cuestionan seriamente la abundante vida de oración personal de Juan Pablo II, su fuerte vena mística o su profunda y constante fe.
Por supuesto, lo que dice el Vaticano ya no tiene el mismo peso que antes, y en muchos sectores, los críticos todavía verán la beatificación como un intento de encubrir la actuación de Juan Pablo II en la crisis. Hay un test próximo para saber cuán preocupado está el Vaticano respecto a esa reacción: si poco, Juan Pablo II seguirá avanzando a la canonización en tiempo récord; si algo o mucho, podría prevalecer el argumento de la precaución.
Sin duda, los peregrinos y devotos que atestarán la Plaza de San Pedro el 1° de mayo estarán agradecidos por la oportunidad de recapturar parte de esa antigua magia de Juan Pablo II. Sin embargo, otros se preguntarán si no sería mejor continuar con la legendaria predilección del Vaticano de pensar en términos de siglos.
Cuando Juan Pablo II sea beatificado, el 1° de mayo, ante cientos de miles de personas en la Plaza de San Pedro, el evento marcará un nuevo récord de velocidad para la llegada a la etapa final previa a la santidad, superando por 15 días la marca anterior de la Madre Teresa. Algunos se oponen a tanto apresuramiento, teniendo en cuenta particularmente las persistentes dudas acerca del manejo de Juan Pablo II de la crisis de abuso sexual en la Iglesia Católica.
Quien es hoy el propio beneficiado, Juan Pablo II, presidió de forma ostensible lo que bromistas denominan la "fábrica de santos" durante sus casi 27 años a la cabeza de la Iglesia. Produjo más beatificaciones (1.338) y canonizaciones (482) que todos los Papas anteriores juntos —y debido a que la tradición católica reconoce a 263 papas anteriores en un período de casi 2.000 años, esto es toda una hazaña.
Esta avalancha de aureolas fue el resultado de una política deliberada. En 1983, Juan Pablo hizo una revisión general del proceso de santidad para hacerlo más rápido, más barato y menos contradictorio. Eliminó la oficina del "Abogado del diablo" y redujo la cantidad requerida de milagros. Su objetivo era elevar a la santidad a modelos de conducta contemporáneos para mostrarle a un mundo secular hastiado que la santidad estaba viva aquí y ahora.
Gran parte de las personas elegidas por Juan Pablo vivieron en el siglo XX, desde el Padre Pio y la Madre Teresa hasta Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. En ese sentido, la veloz beatificación de Juan Pablo es un subproducto natural de sus propias políticas, confirmadas en gran parte por su sucesor y antiguo brazo derecho, el papa Benedicto XVI.
Sin embargo, la causa de Juan Pablo sirve también para recordar por qué esperar un poco no siempre es tan malo.
En teoría, se supone que la santidad es un proceso democrático, que comienza con el sentimiento popular de que un personaje concreto era un santo. Hace seis años, las pruebas de esa convicción acerca de Karol Wojtyla, el nombre civil de Juan Pablo II, parecían ser incuestionables. Era el Papa que había derrocado al comunismo, que había sido visto en vivo por más personas que cualquier otro personaje en la historia humana, que había revigorizado el catolicismo tras un período de duda y confusión, y que había dado origen a toda una generación de jóvenes sacerdotes y obispos ansiosos por llevar a las calles el mensaje de la Iglesia.
Una multitud coreaba "Santo subito!" en su misa fúnebre. Los cardenales que se reunieron para elegir al siguiente Papa firmaron una petición pidiendo a quien fuera electo que no aplicara el período normal de espera de cinco años para iniciar una causa, lo cual Benedicto XVI hizo rápidamente. La cobertura aduladora en los medios de todo el mundo fue una especie de canonización secular, e hizo que el proceso eclesiástico formal pareciera casi anticlimático.
Sin embargo, ahora ese entusiasmo se vio moderado por las revelaciones sobre la función del difunto Papa y sus asistentes en la crisis de abuso sexual —que es a todas luces el escándalo católico más destructor en siglos, y que en opinión de los críticos, se concretó ante la vista de Juan Pablo.
El caso más representativo es el del difunto sacerdote mexicano Marcial Maciel Degollado, fundador de la polémica orden religiosa conservadora de los Legionarios de Cristo. Juan Pablo II fue un gran patrocinador de Maciel, ya que admiraba la inflexible fidelidad de la orden religiosa a la enseñanza católica, su lealtad hacia Roma y el Papado y su éxito en generar vocaciones entre los católicos más jóvenes.
Sin embargo, a mediados de la década del ‘90, comenzaron a surgir acusaciones de que la imagen pública de Maciel ocultaba una vida privada profundamente desordenada. Se presentó una queja en Roma ante la oficina dirigida por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, actualmente Benedicto XVI, alegando que Maciel había abusado sexualmente de varios ex miembros de la orden. Ese caso fue postergado hasta finales de 2001, y no se emprendió ninguna acción hasta después de la muerte de Juan Pablo.
Aunque el personal de Ratzinger comenzó a convencerse de que las acusaciones estaban fundadas, otros personajes de alto rango en el régimen de Juan Pablo dieron ayuda y consuelo a Maciel, quien acompañó a Juan Pablo II en algunos viajes al extranjero y fue alabado por altos funcionarios de la Iglesia como un modelo a imitar por su trabajo con la juventud. En un momento dado, el departamento más poderoso del Vaticano, la Secretaría de Estado, negó que hubiera algún cargo contra Maciel, en el momento mismo en que la oficina de Ratzinger llegaba a la conclusión de que Maciel era efectivamente culpable.
Con el nuevo Papa, el dique se rompió. En mayo de 2006, Benedicto XVI ordenó a Maciel que se retirara a una vida de "oración y penitencia", y los Legionarios reconocieron su responsabilidad por una amplia gama de abusos y actos de mala conducta, incluyendo la procreación de hijos fuera del matrimonio con al menos dos mujeres.
Para los críticos, el caso de Maciel ilustra un patrón de negación y obstrucción de la justicia ante el abuso sexual durante el régimen de Juan Pablo. En los casos en los que los obispos locales intentaron oficialmente expulsar del clero a los abusadores, en un proceso conocido como "laicización", Roma aconsejó precaución. Hasta hace muy poco, las autoridades del Vaticano hicieron la vista gorda ante las políticas de "información obligatoria" que habrían obligado a los obispos a informar a la Policía y a los fiscales civiles sobre esos crímenes.
La medida en la que este patrón ha sido invertido en el régimen de Benedicto XVI
podría estar abierta al debate, pero el hecho de que describe lo que ocurrió en el papado de Juan Pablo es, actualmente, de conocimiento público.
Quienes están inclinados a conceder el beneficio de la duda a Juan Pablo argumentan que la Iglesia transitó por una curva de aprendizaje y que es injusto juzgarlo según los estándares de hoy. Más aún, dicen, cuando estallaron los escándalos en Estados Unidos y la culpabilidad de Maciel resultó clara, el difunto Papa ya estaba en su crepúsculo. Su principal contribución para combatir el azote del abuso por parte de los clérigos, afirman, fue inspirar a una nueva generación de sacerdotes dedicados y sagrados, hombres que toman en serio su deber de mantenerse "en la persona de Cristo" y que, por lo tanto, tienen menos probabilidades de deshonrar sus votos.
Cualquiera sea la conclusión que uno extraiga de estos argumentos, el Vaticano niega que declarar la santidad de una persona equivalga a ratificar todas las elecciones de política de su pontificado. Por ejemplo, cuando el papa del siglo XIX Pío IX fue beatificado, en 2000, funcionarios del Vaticano dijeron que este hecho no apoyaba su política con respecto a los judíos, que incluyó la expulsión de los judíos de Roma hacia un gueto y negarse a devolver a un niño judío a sus padres después de que fuera bautizado en secreto.
De acuerdo con esos funcionarios, la santidad indica que a pesar de las fallas de criterio y de previsión que hayan empañado el reinado de un Papa, él era, sin embargo, personalmente santo. Por cierto, pocas personas cuestionan seriamente la abundante vida de oración personal de Juan Pablo II, su fuerte vena mística o su profunda y constante fe.
Por supuesto, lo que dice el Vaticano ya no tiene el mismo peso que antes, y en muchos sectores, los críticos todavía verán la beatificación como un intento de encubrir la actuación de Juan Pablo II en la crisis. Hay un test próximo para saber cuán preocupado está el Vaticano respecto a esa reacción: si poco, Juan Pablo II seguirá avanzando a la canonización en tiempo récord; si algo o mucho, podría prevalecer el argumento de la precaución.
Sin duda, los peregrinos y devotos que atestarán la Plaza de San Pedro el 1° de mayo estarán agradecidos por la oportunidad de recapturar parte de esa antigua magia de Juan Pablo II. Sin embargo, otros se preguntarán si no sería mejor continuar con la legendaria predilección del Vaticano de pensar en términos de siglos.
elargentino.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario