sábado, 12 de marzo de 2011

Cuando no hay ovejas suficientes

Mujer, trabaja dentro y fuera de casa, 41 años, tres hijos. Desde que parió al primero, hace 10 años, le cuesta conciliar el sueño. Los problemas han ido a más. Se acuesta a medianoche, o más tarde, según lo que haya que hacer. Dice que da vueltas en la cama durante tres horas hasta que al fin se le cierran los ojos. Se levanta a las seis, toma café, lleva a los niños al colegio, va a su oficina, donde se sirve más café. Vuelve a casa al mediodía y echa la siesta hasta la hora de recoger a los pequeños. Se siente muy cansada, tira de hasta dos litros de bebidas de cola para tenerse en pie. Le cuesta concentrarse, pierde la paciencia con facilidad, está irritable y ansiosa. Ha ganado peso hasta convertirse en una persona obesa, ella que era delgada. Su insomnio afecta a toda la familia. Su médico de atención primaria la deriva a la unidad del sueño del hospital de Móstoles (Madrid). Pernocta, monitorizada, en la cama de una cabina. La prueba, una polisomnografía, confirma que tarda casi dos horas en dormirse y que tiene muchos despertares. No hay ninguna enfermedad que explique sus dificultades para reposar.
Inés Picornell, jefa de neurofisiología clínica del hospital de Móstoles, ha elegido este historial entre los cientos que se acumulan en su despacho por representativo: se trata de una mujer con insomnio, la patología del sueño más frecuente (la sufre entre el 15% y el 20% de la población en algún momento de su vida, y más las mujeres que los hombres). Este caso no tiene una causa una física, sino psicológica o ambiental. Y resuelto como puede solucionarse un buen número de estos casos: sin química ni hipnóticos, mejorando hábitos, con medidas higiénicas del sueño.
"Le receté regularidad horaria, es decir, acostarse y levantarse siempre a la misma hora, daba igual lo que tuviera que hacer", recuerda la doctora. Le prohibió terminantemente la siesta. "Todo lo que duermas después de mediodía se lo estás quitando a la noche; es un círculo vicioso". En su lugar se apuntó a clases de yoga que la relajaban y no exigían una atención que le resultaba imposible en esa hora de somnolencia. También le vetó la cama para leer, ver televisión o cualquier otra cosa que no fuera dormir. Y le quitó las bebidas estimulantes, indultando tan solo el café de la mañana. La paciente perdió 20 kilos, recuperó la sonrisa y la capacidad de concentración. Fue dada de alta.
"Doctor, no puedo dormir" o "me despierto continuamente" o "me levanto hecho polvo". Esas y otras muchas quejas forman la banda sonora de la unidad multidisciplinar de trastornos del sueño del hospital Clínic de Barcelona, que integra a especialistas de neurología, psiquiatría, psicología, otorrinolaringología y neumología. Porque dormir poco, o mal, puede tener multitud de raíces. Una apnea, una narcolepsia, un trastorno de la conducta durante el sueño. El insomnio aparece quizá como consecuencia de una enfermedad o de un tratamiento médico, o como síntoma de una depresión. Aunque, con frecuencia, esta desesperante vigilia forzosa es psicofisiológica, fruto de causas ambientales o malos hábitos. "Dormimos peor que antes, absolutamente", enfatiza José María Montserrat, neumólogo de la unidad especializada del Clínic.
"Recibimos más estímulos que dificultan el reposo", concede Picornell. Internos y externos. El estrés, la hipoteca, el sueldo que no llega a fin de mes. El camión de la basura, la ambulancia, los ronquidos de la pareja, la televisión en el dormitorio, el fogonazo de luz del armario del cuarto de baño justo antes de ir a la cama, desde la que respondemos emails y enviamos SMS.
"Lo que está demostrado es que dormimos menos", tercia Juan Santamaría, neurólogo de la misma unidad del Clínic, remitiéndose a las estadísticas: en 1985, un 20% de españoles afirmaba que su descanso nocturno era de menos de seis horas; en 2002, ese porcentaje había subido al 30%. Una hora menos, de media, hoy que hace 50 años, según un reciente estudio mundial de Philips con 14.000 encuestados de 10 países. El informe recoge que un 35% de las personas consideraba que no dormía lo suficiente, ellas más que ellos; el 5% recurría a pastillas de vez en cuando, y el 2%, cada noche. "Simplemente duermo mal", era una de las razones más esgrimidas. "Lo decían con una especie de resignación, esta es mi vida, es lo que hay", incide Kate Hartley, directora del centro de salud y bienestar de Philips en Eindhoven (Holanda), de donde ha salido esta investigación. Otros argumentos iban por "tengo mucho que hacer" o, sobre todo, "me voy tarde a la cama y me tengo que levantar temprano...". En otras palabras, no presentaban insomnio, pero igualmente tenían déficit porque luchaban contra la somnolencia y rascaban tiempo de su reposo para emplearlo en otras cosas.
"¿Te encuentras bien, despierto, durante el día?, ¿te concentras?, ¿rindes? ¡Entonces es que reposas lo que necesitas!", resalta la doctora Picornell, reacia, ella y el resto de sus colegas, a concretar el número de horas que conviene echarse. Dependerá de cada cual, aunque lo habitual son siete u ocho. "Si te duermes apenas pones la cabeza en la almohada y lo siguiente que escuchas es el despertador arrancándote del sueño, es que vas falto", advierte Santamaría. Lo mismo que si durante el fin de semana, libre de horarios, te acuestas cuando siempre y te levantas dos horas más tarde que en un día laborable. "Cuando hay sopor conduciendo, o viendo la tele, es que algo falla", apostilla el experto. Falla que, por una causa o por otra, buena parte de la población "no pasa el tiempo suficiente en la cama", según lamenta David White, jefe médico del centro de salud y bienestar de Philips. Lo que a la larga termina afectando. A la vida familiar y a la salud física y mental, según reconocían sobre todo las mujeres entrevistadas en la investigación de la marca holandesa.
Y a la línea. Varones jóvenes sanos que descansaban menos horas de las convenientes tendían más a la obesidad al presentar niveles bajos de leptina -que es una hormona ligada a la inhibición de la sensación de hambre- y elevados de ghrelina, que provoca un aumento del apetito, según un estudio publicado en 2004 en Annals of Internal Medicine y citado por el doctor White. "El nivel de sensación de saciedad se recoloca en un punto diferente", describen Montserrat y Santamaría desde Barcelona. Quizá como mecanismo de protección, ya que despierto el organismo necesita más energía. "Estos experimentos se han realizado durante una o dos semanas, y hay quien los rebate argumentando que a la larga el cuerpo vuelve a ajustarse, al menos en parte. Pero, en cualquier caso, los estudios epidemiológicos apuntan a que dormir poco está relacionado con un aumento de peso", matiza Santamaría. Y con un incremento del riesgo de diabetes, según un artículo del centro de investigación del sueño de la Universidad de Surrey, en el Reino Unido. "Creemos que desregula aspectos hormonales y metabólicos", subrayan los especialistas del Clínic.
"La mayoría de nuestras hormonas se segregan con el sueño, y el sueño va con la luz del sol", señala Picornell, que trae a colación cómo en otoño de 2002 en Suiza, hasta entonces un islote horario en Europa, se acompasó con el resto del continente y adelantó los relojes una hora para aprovechar mejor la claridad invernal; aquel año la producción láctea cayó, en cantidad y calidad, porque los ganaderos ordeñaban antes de que las vacas segregaran la hormona de la leche.
"El ciclo día-noche influye, y de qué manera, en los seres vivos", sentencia. Incluidos los humanos, por mucho que hayamos doblegado el ritmo natural a golpe de bombilla. Un organismo que despierta a las seis de la mañana, cuando según la hora solar son las cuatro, se ve afectado. "Hace siglos, la gente se levantaba al amanecer y se acostaba al anochecer, y no existían patologías del sueño. Los trastornos surgen con la era industrial, la electricidad, los turnos de noche", expone la especialista, que opina que este es un gran problema de fondo del empobrecimiento del descanso.
"Miraos. No lo digo con ánimo de ofender, pero miraos bien. Vuestro cuerpo es blando y frágil (...). Caéis en coma periódicamente...". Lo que el robot con delirios de grandeza del Yo, robot de Isaac Asimov percibe como debilidad humana es un complejísimo mecanismo necesario para la vida. Formado por cuatro o cinco ciclos de fase REM (Rapid Eyes Movement) y no REM, con etapas en las que la persona duerme más y menos profundamente, y sueña. El laboratorio del sueño de Philips, en Eindhoven, monitoriza todo ese proceso y experimenta aplicándole cambios de luz, de temperatura, ruidos. "A veces hemos seleccionado a alguien aparentemente sano y lo hemos mandado al médico porque tenía algún problema", comenta Roy Raymann, el científico al frente.
Por aquí han pasado alondras (madrugadores). Y búhos (trasnochadores). Y jóvenes con jet lag social, según definición de Raymann: "Durante el fin de semana han salido hasta el amanecer y han dormido durante el día; cuando llega el lunes, les cuesta volver al horario normal, están mal". Años después, el sueño empeora, pero no por las noches de marcha, sino por la vejez, "incrementando el riesgo de caídas, accidentes, depresión, desórdenes mentales, fallos cardiacos, diabetes y obesidad", según los científicos de Surrey, que han participado, junto con otras universidades británicas, en un proyecto para investigar sobre cómo mejorarlo.
Una de las principales medidas, según sus conclusiones, sería cambiar a luces más brillantes en el interior y pasar más tiempo al aire libre durante el día. La luz, el ejercicio físico, una película de terror, un concierto de música clásica, el alcohol, un disgusto... Lo que hacemos, los estímulos que recibimos a lo largo de la jornada, sobre todo en las dos o tres horas previas a ponernos el pijama, se meten con nosotros en la cama. Y al revés, la cantidad y calidad de nuestro descanso va a influir enormemente en cómo encaremos el día siguiente.
elpais.com

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