miércoles, 17 de marzo de 2010

La invención de Dios

Los fundamentalistas saben que ellos tienen razón, porque han leído la verdad en un libro sagrado, y ellos saben, de antemano, que nada los llevará a ellos a cambiar sus creencias. La verdad del libro sagrado es un axioma, no es el producto final de un proceso de razonamiento. El libro es verdadero; y si la evidencia parece contradecirlo debe ser descartada; no el libro.
En contraste; lo que yo, como científico, creo (por ejemplo, la evolución), lo creo no porque lo he leído en un libro sagrado, sino porque he estudiado las evidencias. Realmente, es un asunto totalmente diferente.
Los libros sobre la evolución son creídos no porque sean sagrados. Son creídos porque presentan abrumadoras cantidades de evidencias que se apoyan mutuamente. En principio, cuando un libro de ciencia está equivocado, alguien eventualmente descubre el error, y éste es corregido en los siguientes libros. Eso, conspicuamente, no ocurre con los libros sagrados.
Los filósofos, especialmente los amateurs con un poquito de aprendizaje filosófico, y aún más especialmente aquellos infectados de “relativismo cultural”, pueden llegar a criticar que, para el científico, la evidencia es en sí misma una especie de fe fundamentalista.
Todos nosotros creemos en las evidencias en nuestras propias vidas; cualquiera de ellas que podamos afirmar sinceramente cuando usamos nuestros sombreros de filósofo amateur. Si yo soy acusado de asesinato y un consejo investigador tercamente me pregunta si es cierto que yo estaba en Chicago la noche del crimen, yo no puedo salirme del atolladero con una evasión filosófica: “Depende de lo que ustedes quieran decir con ‘cierto’”. Tampoco usando un argumento antropológicamente relativista: “Es sólo en vuestro sentido científico occidental de lo que es ‘en’. Los bongoleses tienen un concepto completamente diferente de ‘en’, conforme al cual uno sólo está verdaderamente ‘en’ un lugar si uno es un sacerdote consagrado autorizado para oler el testículo seco de una cabra”.
Quizás los científicos son fundamentalistas en cuanto a definir en alguna forma abstracta qué es lo que significa “verdad”. Pero igual lo es todo el resto de las personas. Yo no soy más fundamentalista cuando digo que la evolución es cierta que cuando digo que Nueva Zelanda está en el hemisferio sur.
Nosotros creemos en la evolución porque las evidencias la apoyan; y dejaríamos de hacerlo de la noche a la mañana si surgiesen nuevas evidencias de la desmientan. Ningún verdadero fundamentalista diría jamás algo como esto.
Es demasiado fácil confundir el fundamentalismo con la pasión. Yo podría parecer apasionado cuando defiendo la evolución contra un fundamentalista creacionista; pero esto no es debido a un fundamentalismo rival de mi parte. Es porque la evidencia que apoya a la evolución es abrumadoramente fuerte y yo estoy apasionadamente preocupado porque mi oponente no puede verla; más usualmente, se rehúsa a mirarla porque contradice a su libro sagrado.
Mi pasión es incrementada cuando pienso en cuánto se están perdiendo los pobres fundamentalistas y las personas en las cuales ellos influyen. Las verdades de la evolución, junto a muchas otras verdades científicas, son tan absorbentemente fascinantes y bellas, que ¡cuan trágico es morir habiéndose perdido todo eso!
Por supuesto que eso me convierte en apasionado. ¿Cómo no podría? Pero mi creencia en la evolución no es fundamentalista; y no es una fe, porque sé lo que se requeriría para que mi opinión cambie, y lo haría felizmente si se presentase la evidencia necesaria.
Y eso sucede. Ya he contado previamente la historia de un respetado alto miembro del Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford, cuando yo era un estudiante de pregrado. Durante años él había creído apasionadamente y enseñado que el aparato de Golgi (una organela microscópica del interior de las células) no era real: para él, era una fabricación, una ilusión.
Cada lunes por la tarde, era la costumbre de todo el departamento escuchar una conferencia sobre alguna investigación de un conferencista visitante. Un lunes, el visitante fue un biólogo celular estadounidense que presentó evidencia completamente convincente sobre la existencia del aparato de Golgi. Al final de la conferencia, el anciano profesor caminó vigorosa y altivamente hasta el frente del salón, le dio la mano al estadounidense y dijo: “Mi querido colega, deseo darle las gracias. Yo he estado equivocado durante quince años”. Nosotros aplaudimos hasta que nuestras manos enrojecieron. Ningún fundamentalista haría eso jamás.
En la práctica, no todos los científicos lo harían. Pero todos los científicos lo expresan en palabras viéndolo como algo ideal, a diferencia, digamos, de los políticos que probablemente lo condenarían diciendo que es una repentina retractación. La memoria del incidente que acabo de describir todavía me produce un nudo en la garganta.
Como científico, soy hostil hacia la religión fundamentalista porque ella activamente corrompe el trabajo científico. Nos enseña a no cambiar de opinión; y a no desear saber cosas excitantes que están disponibles para que las sepamos. Subvierte a la ciencia y debilita el intelecto. El más triste de los ejemplos que conozco es el del geólogo estadounidense Kurt Wise, que hoy dirige el Centro de Investigación de los Orígenes en el Bryan College, en la ciudad de Dayton, estado de Tennessee.
No es por accidente que el Bryan College lleve el nombre de William Jennings Bryan, el fiscal acusador del profesor de ciencias John Scope durante el “Juicio del Mono” de la ciudad de Dayton, en 1925.
Wise pudo haber completado su ambición de bachillerato de convertirse en un profesor de Geología en una verdadera universidad, cuyo moto pudo haber sido: “Piense críticamente”, en vez del estupidizante mostrado en la página web del Bryan College (“Piense crítica y bíblicamente”). De hecho, él obtuvo un título verdadero en Geología de la Universidad de Chicago, seguido de dos títulos de mayor nivel, en Geología y Paleontología de la Universidad de Harvard (nada menos), donde estudió con Stephen Jay Gould (nada menos). Él estaba altamente calificado y era un joven científico genuinamente prometedor, bien encaminado a lograr su sueño de enseñar ciencia y hacer investigaciones en una verdadera universidad.
Entonces la tragedia lo golpeó. Vino, no del exterior, sino del interior de su propia mente; una mente fatalmente subvertida y debilitada por una crianza religiosa fundamentalista, que requería que él creyese que la Tierra –el objeto de su educación geológica en Chicago y Harvard– tenía menos de diez mil años de existencia. Él era demasiado inteligente como para no reconocer la colisión frontal entre su religión y su ciencia, y el conflicto en su mente lo convirtió a él en crecientemente intranquilo. Un día, no pudo soportar más la presión, y agarró el asunto con un par de tijeras. Agarró una Biblia y la leyó minuciosamente, cortando literalmente cada verso que tendría que ser eliminado si el punto de vista científico fuese cierto. Al final de este inmisericordemente honesto ejercicio, intensivo en mano de obra, quedó muy poco de su Biblia.
“Traté como pude –escribió después Wise–, y aun con el beneficio de los intactos márgenes de las páginas de las Escrituras, hallé imposible agarrar la Biblia sin que se desgarrase en dos. Tenía que tomar una decisión entre la evolución y las Escrituras. O las Escrituras eran ciertas y la evolución estaba equivocada, o la evolución era cierta y debía botar la Biblia... Fue allí, esa noche, en la que acepté la Palabra de Dios y rechacé todo lo que la contradijese, incluyendo la evolución. Con eso, con profundo dolor, eché al fuego todos mis sueños y esperanzas sobre la ciencia”.
Encuentro eso terriblemente triste. Pero mientras el relato sobre el aparato de Golgi me produjo lágrimas de admiración y triunfo, el relato de Kurt Wise es simplemente patético, patético y condenable. La herida, a su carrera y a la felicidad de su vida, fue autoinfligida; tan innecesaria, tan fácil de evitar. Todo lo que él tenía que hacer era tirar la Biblia.
O interpretarla simbólicamente, como hacen los teólogos. En vez de eso, él hizo lo que hacen los fundamentalistas y tiró a la basura la ciencia, la evidencia, la razón, junto con sus sueños y esperanzas.
Quizás único entre los fundamentalistas, Kurt Wise es honesto, devastante, dolorosa y asombrosamente honesto. “Como lo compartí con mi profesor hace años cuando estaba en la universidad –escribió–, si toda la evidencia en el universo se torna en contra del creacionismo, yo sería el primero en admitirlo, pero todavía seguiría siendo un creacionista porque eso es lo que la Palabra de Dios parece indicar. Debo permanecer obligatoriamente así”.
Él parecería estar citando a Lutero cuando clavó sus tesis a la puerta de la iglesia de Wittenberg, pero el pobre Kurt Wise me recuerda a Winston Smith en la novela 1984, luchando desesperadamente para creer que dos más dos es igual a cinco, si el Gran Hermano dice que lo es. Winston, sin embargo, estaba siendo torturado. El doble pensamiento de Wise no proviene del imperativo de la tortura física, sino del imperativo –aparentemente tan innegable para algunas personas– de la fe religiosa, argumentablemente una forma de tortura mental.
Yo soy hostil a la religión por lo que le hizo a Kurt Wise. Y si le hizo eso a un geólogo educado en la Universidad de Harvard, sólo piense en lo que puede hacerles a otros menos dotados y menos bien armados de conocimiento.
La religión fundamentalista está inclinada determinadamente hacia arruinar la educación científica de incontables miles de mentes jóvenes inocentes, bien intencionadas y ansiosas de conocimiento. La religión no fundamentalista puede que no esté haciendo eso. Pero enseñar a los niños durante sus primeros años que la fe incuestionable es una virtud es hacer al mundo propicio para el fundamentalismo.
La imaginación al poder
Richard Dawkins es un provocador profesional. Y lo sabe. Se jacta de ello como aquel que guarda bajo la manga una habilidad no tan secreta y la despliega en el momento justo para definir el partido. A veces, es cierto, se le va la mano: en las conferencias se enfurece, levanta la voz, mueve los brazos, sus ojos se llenan de furia y sus arrugas se acomodan para devolverle la pelota a la Iglesia y a los fundamentalistas con una gran carga de sarcasmo, inteligencia e ironía. Pero hacen falta más Richard Dawkins: científicos showmen que se destaquen no por la espectacularidad de una enfermedad que los aflige (ejem, Stephen Hawking) sino por animarse a cuestionar lo que no se cuestiona, lo que se da por sentado.
Vista en su conjunto, la obra de este Tom Wolfe de la biología (no por su estilo de escritura sino por su similaridad física) es una gran performance, como aquella campaña que organizó en Londres y Madrid hace un par de años en la que grandes colectivos rojos circularon con carteles en los que se leía: “Probablemente no exista dios, dejá de preocuparte y disfrutá tu vida”.
Junto a sus colegas científicos y ateos Daniel Dennett, Christopher Hitchens y Sam Harris, Dawkins altera la tranquilidad de altos jerarcas religiosos. Y, al parecer, su marketing ateo parece funcionar bastante bien: en Turquía clausuraron su sitio www.richarddawkins.net y quemaron sus libros, y hasta la fecha más de una docena de autores parasitarios se colgaron de su fama para contestarle, rebatirlo y burlarse de él.
Ahí, justamente, en el efecto postpublicación está el éxito de este ensayo (traducido en España como El espejismo de Dios) curiosamente inhallable en las librerías argentinas. En él, analiza la creencia en la existencia de un creador sobrenatural con el mismo rigor con el que se examina una hipótesis científica, despotrica contra el adoctrinamiento religioso infantil, ridiculiza a los fundamentalistas, concibe la fe como un virus y la religión como las raíces de todo mal.
Y, al hacerlo, propone al lector un juego: que imagine. “Imagine, junto a John Lennon, un mundo sin religión –escribe en el prefacio–. Imagine que no existen terroristas suicidas, que no existieron el 11 de septiembre ni el 7 de julio, y que no existieron las cruzadas ni las cacerías de brujas, ni las guerras palestinas/israelitas, ni las masacres en la ex Yugoslavia, ni evangelistas televisivos de trajes brillantes y de abombados peinados estafándoles su dinero a las personas crédulas. Imagine que no existieron los talibanes que explotaron las estatuas antiguas, ni decapitaciones públicas de blasfemos, ni azotes sobre pieles femeninas por el crimen de mostrar unos centímetros de ellas. Sólo imagine”.

criticadigital.com

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