domingo, 10 de abril de 2011

Pasaje a Calcuta


CALCUTA.- Rajiv tiene un par de inmensos ojos color negro azabache y una característica, no para de hablar. Nunca. Cada dos minutos se acomoda el grueso marco de sus lentes y afirma: "Y esto que le voy a relatar es muy importante...", como preámbulo de una larguísima, pero a su vez siempre fascinante explicación. Rajiv se adelanta para abrir la puerta del auto que comparte con el cronista de LNR y al gracias de su acompañante, responderá: "No-tiene-por-qué-para-mí-es-un-honor-poder-servirlo", así, todo junto y a una velocidad impresionante, con esa extraña pronunciación que, en algún punto, hacer recordar al Peter Sellers de La fiesta inolvidable.
Rajiv confiesa que a sus 41 años apenas ha viajado fuera de la India. "Sólo un par de veces", destaca. Pero está emocionado, porque próximamente conocerá México. Viajará a Gualadajara. Y para él, que aprendió a hablar español en el instituto de intercambio cultural mexicano-hindú de Calcuta, ése es un viaje muy especial. Es que añora conocer América.
Rajiv es guía turístico y sorprende al hablar de Victoria Ocampo -"la gran amiga de Tagore", dice- como si fuera alguien más de la familia. Rajiv sabe el número exacto de remaches de acero que fueron necesarios para levantar el puente Rabindranath, que cruza el brazo del Ganges que divide en dos a Calcuta. Recuerda el número preciso de kilómetros que recorrió cada trozo de mármol del impresionante Victoria Memorial -emblemático edificio de la antigua capital de la colonia británica-, o fecha, hora y destino, del primer tren que partió desde la estación central de Calcuta. Rajiv, en síntesis, funciona como los ojos del visitante. Y lo ve todo. Menos la pobreza de Calcuta.
Será, tal vez, por estar acostumbrado. Porque allí nació. Será, a lo mejor, una negación del inconsciente: si no hablo de ella, es porque no existe. Pero Rajiv está convencido: "En Calcuta no hay pobreza", dice durante un almuerzo. "¿O usted vio pobreza en esta ciudad?", le pregunta, muy serio, al cronista.
Rajiv habla de Calcuta con un amor apasionado. Y el cronista, después de caminar sus calles; de conversar con su gente; de chapotear en sus barros; de esquivar los perros vagabundos; los millones de vendedores ambulantes y desarrapados que deambulan a toda hora; de ver como la gente duerme, come, se baña y vive en las calles; mucho después de sentirse golpeado por los vahos putrefactos que suben de la tierra y se arremolinan al compás de los monzones, terminará rendido a los pies de esta ciudad. Porque Rajiv tiene razón: Calcuta enamora. Aunque su pobreza estruja el alma.
Son casi 16 millones de habitantes los que viven aquí, en el corazón del golfo de Bengala. Desde 2000 la ciudad retomó su antiguo nombre: Kolkata, que, dicen, es una derivación de un término que la designa como la tierra de Kali, la diosa del hinduismo que aquí se venera.
Todo, o casi todo, en la ciudad tiene una profunda marca del dominio inglés. Calcuta fue la capital de la colonia, de donde salían las especias y el té. El mayor mercado de té del mundo aún se encuentra en las afueras de Calcuta. La arquitectura, el nombre de las calles, el sentido de circulación y, por supuesto, el idioma tienen una profunda raigambre británica.
El tránsito, como en el resto de la India, es imposible. Un caos difícil de comprender y de asimilar en el que, milagrosamente, no hay cien choques en cada esquina. La bocina es el instrumento más usado y forma parte de la vida cotidiana. Un chofer se sincerará ante este enviado. "Nos recomiendan que no toquemos bocina cuando transportamos a extranjeros. Sabemos que no están acostumbrados", señala, en medio del ensordecedor bullicio de la calle.
Calcuta hace 30 años que es gobernada por el Partido Comunista y mientras muchos sostienen que eso es lo que hace grande a esta ciudad, otros creen ver en esa dirección política la causa de los males. Basura que se acumula en las esquinas, miles de personas durmiendo en las calles y avenidas, forman parte del paisaje.
El corazón de Teresa
Domingo, 8 de la mañana. Las calles de la ciudad están vacías. Casi no hay ruidos de bocinas ni gritos. Sólo ese calor, pesado, que aplasta los hombros. Calcuta duerme. El taxi, un simpático Ambassador (réplica de un Morris inglés modelo 1948, que con pocas modificaciones se sigue vendiendo a bajo precio), corre ágil por las avenidas hasta detenerse en una esquina gris en la que nace una callejuela serpenteante.
Hay que adentrarse 50 metros por la calle Bose, hasta encontrarse con el número 54, donde se abre una puerta de dos hojas, gris, altísima. Un modesto cartel colocado a la izquierda de la entrada anuncia: Hogar de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa.
El edificio recuerda los conventillos de La Boca. En el hall, una monja de tez cetrina, regordeta, con lentes redondos y sonrisa blanca como la túnica que viste, lee con avidez sentada en un modesto taburete. Sólo deja el ajado libro de hojas que amarillean por el tiempo para recibir a los recién llegados, anotarlos en un libro de visitas y para indicar, en correcto inglés, que sólo se permiten fotos de la tumba. Luego señala hacia su izquierda, donde se abre un patio interno.
La orden de la Madre Teresa de Calcuta, huele a perfume de pino y a jabón. Brillan los pisos de cemento de ese patio recién baldeado. Todo es silencio entre esas paredes, sólo interrumpido por el trajín de las voluntarias que, detrás de una cortina corrediza, lavan a mano ropa en inmensos piletones.
Cinco pasos hacia el fondo hay que dar. Segunda puerta a la derecha. Un cubo de mármol blanco de 1,20m de altura por 2m de largo y una placa. Las manos presurosas de otra monja dibujan, con flores naranja, las letras de una frase de amor sobre la tumba de la Madre Teresa. Silencio y recogimiento. El cronista levanta la vista. Una escalera de cemento, empinada, gastada y a la intemperie lo lleva hasta la celda de la Madre. Todo está como ella lo dejó. Paredes de cal blanca; una bombita que pende del techo, un camastro, una mesa de rústica madera, un taburete de cuatro patas, un crucifijo y una imagen de la Virgen. Eso fue todo lo que necesitó Teresa de Calcuta para revolucionar el mundo. Hasta el más incrédulo cae de rodillas.
Aguas sagradas
El río que parte en dos esta megaciudad no es el Ganges, es un afluente, pero para los bengalíes que aquí viven esta agua también es sagrada. "Es el Ganges", dicen. Y en sus márgenes se agolpan peregrinos de toda laya que sólo quieren bañarse, purificar sus cuerpos en esas aguas grises -la ceremonia incluye abluciones-, o dejar ofrendas de todo tipo.
Lo más común es concurrir al barrio de los alfareros y encargar a los artesanos la construcción de la imagen de alguna divinidad.
Las imágenes pueden llegar a tener dos metros de altura. Se construyen sobre estructuras de madera recubiertas luego por juncos secos que toman forma a fuerza de ataduras con alambre. Luego se las recubre con una argamasa gris del barro sacado del fondo del Ganges (barro sagrado, para los hindúes, y que huele igual que el barro del Riachuelo) que luego se deja secar al sol. El acabado se hace con pintura y el resultado es sorprendente. Para la festividad del Dewali o Fiesta de las Luces (una suerte de Navidad que se festeja a principios de noviembre) esas imágenes son colocadas en el interior de las casas. Alrededor de ellas se ora, se prenden inciensos, velas aromáticas, hornos con esencias de perfumes y se las corona con flores de todo tipo y color. Las imágenes de los dioses Ganesha (el elefante) Shiva, o Kali -esposa de Shiva y patrona de la ciudad-, son las más populares. Terminado el Dewali las imágenes son depositadas en el Ganges para que se hagan realidad los ruegos de prosperidad que se pidieron a sus pies.
El templo de Kali
Calcuta, como el resto de la India, es sinceramente increíble, tal como reza el slogan del Ministerio de Turismo. Días después de abandonar la ciudad, y parada debajo de la Puerta de la India, en Nueva Delhi, una turista española se sinceró ante su interlocutor. "Este no es un país para turistas; es un país para viajeros".
Y la definición es exacta. La India deslumbra con su arquitectura, con su historia milenaria y, por sobre todas las cosas, con la espiritualidad de su pueblo.
El templo de Kali, en Calcuta, es un ejemplo. Situado en el corazón del barrio de Kalighat (la puerta de Kali sería la traducción) y escondido en un laberinto de callejuelas estrechas, casi sin veredas y en las que desplazarse se asemeja a una batalla entre peatones, motociclistas, automovilistas y rickshaws (carruajes para dos pasajeros tirados por un hombre en bicicleta o a pie), es sitio de pergrinación y aún hoy, en ciertas fechas y muy temprano por la mañana, en el templo de Kali se sacrifican cabras, que tienen que ser negras, para ahuyentar al demonio. El templo, construido hace 350 años, no es muy grande y en su interior hay una inmensa imagen de Kali. La gente -miles de personas- hacen varias horas de cola para ingresar, mientras detrás del templo se ubica la piedra de sacrificios. Impresiona circular por allí. Al templo hay que ingresar descalzo y el piso circundante es una extraña y nada agradable melaza de agua, orines y sangre de los animales muertos. El olor de la multitud que soporta la intemperie, el calor y la humedad se mezcla con el perfume de los sahumerios y las velas perfumadas que, de a cientos, se prenden para adorar a Kali.
En la esquina, pared de por medio con el templo de Kali, se levanta la casa que aloja a los moribundos y desamparados que atienden las voluntarias de la orden fundada por la Madre Teresa de Calcuta (ver aparte). ¿Cómo describir el contraste?
Los habitantes de Calcuta, como en el resto de la India, se adueñaron de las calles en las que, literalmente, viven.
En muchísimas de las esquinas de la ciudad hay instaladas canillas comunitarias en las que mientras una mujer lava ropa, otra limpia las verduras del almuerzo, al tiempo que un señor se baña -con champú y todo-. Allí hacen cola los vecinos con inmensos tachos para cargar agua potable y llevarla a sus casas.
Otra aventura inigualable es adentrarse en los mercados callejeros. Sentados en el cordón de la vereda, los feriantes ofrecen las más variadas especies de frutos de mar (muchos mantienen vivos los peces en recipientes de metal con agua), frutas tropicales y extrañisimas verduras. También allí se puede comprar ropa, accesorios para la casa y todo lo imaginable que pueda ser vendido. No es extraño que, de tanto en tanto, una vaca irrumpa en esas calles, o que un peluquero se instale con una silla, un espejo y sus elementos de trabajo en plena acera, a la espera de clientes. Los más llamativos, sin embargo, son unos pintorescos personajes que se distinguen con un pequeño sombrero cónico rojo. Todos saben que son los encargados de limpiar orejas. Por unas pocas rupias quitan la cera que se acumula en los pliegues interiores del oído.
La historia de Tagore
Pero Calcuta es mucho más que la sorprendente y a veces dolorosa vida de sus calles. Calcuta es la ciudad de Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura en 1913. Allí está la casa -hermosísima villa- en la que nació y murió, hoy transformada en museo, con un inmenso jardín a su alrededor.
El Café de la India es otro lugar que hay que visitar. Las tertulias culturales en ese inmenso local al que se llega por una empinada escalera tienen su historia, desde la época de Tagore, por supuesto. Es un placer, a su vez, perderse entre las calles que circundan el café, donde se abren cientos de locales de venta de libros, minúsculos algunos, pero con ejemplares hasta el techo. El paseante puede entrar y revolver, mirar, consultar y, por supuesto, comprar, a muy buenos precios.
El viajero pasará por el Victoria Memorial, impresionante construcción en mármol blanco, que encierra gran parte de la historia de esta ciudad, incluido un piano que, cuentan, fue tocado por la reina Victoria cuando era una joven niña.
El Victoria Memorial fue inaugurado en 1921 por el príncipe de Gales y su lago artificial y jardines están coronados por una inmensa estatua de la reina mirando desde lo alto al resto del mundo.
Crece también una nueva y pujante Calcuta, muy moderna y occidental en las afueras de la ciudad, con edificios modernos y centros comerciales. Esa, a ojos vista, es la nueva cara de la India, la que no deja de sorprender al mundo y a la que uno desea volver desde el instante en que el avión pone proa a Buenos Aires en el viaje de regreso.
Por Luis Moreiro
UN CAMBIO DE MENTALIDAD
"Usted puede contar las cosas más hermosas de la India y estará diciendo la verdad y usted puede contar las escenas más desgarradoras de la India y también estará diciendo la verdad. Así es mi país, con contrastes, pero fascinante", dice Rengaraj Viswanathan, embajador de la India ante la Argentina, que se declara un "apasionado por América Latina" y un admirador del estilo de vida en nuestro país. "Problemas tenemos muchos, como en todos los países. Lo nuestro puede parecer caótico, pero así es la India. Tenemos catorce idiomas dentro del mismo país, sin contar los dialectos regionales."
Viswanathan tiene una teoría interesante para explicar el fenómeno de la India, esa que sorprende al mundo por su pujanza y que junto a Brasil, Rusia y china, conforma el grupo de cuatro países del futuro, denominado BRIC.
"¿Qué fue lo que cambió? La mentalidad. Lo que motoriza a mi país es lo que yo llamo la generación www, es decir, la de los jóvenes que descubrieron que a través de Internet se podía conquistar el mundo. Cuando yo era joven, la meta era irnos de la India, país al que veíamos sin futuro, pobre y abandonado. Pero eso hoy es parte de la historia. Los jóvenes creen que es posible crecer y triunfar en el país", afirma.
Dice Viswanathan que gran parte de la responsabilidad en ese cambio de mentalidad lo tuvo el poder político, que transformó a la India en un país creible. "Y los jóvenes hicieron el resto..."
La India, con sus 1200 millones de habitantes, se abrió al mundo y el mundo está ávido de hacer negocios con ese gigante.
En la Argentina, cuenta el embajador, operan más de 15 empresas indias que generan un millar de puestos de trabajo. "Y con una particularidad -agrega Viswanathan-: en todos los casos, los CEO de esas firmas, son profesionales argentinos."
Todo los meses hay alguna delegación de empresarios de la India que visitan la Argentina. Están interesados, fundamentalmente, en modelos de mercado agropecuario y en maquinaria agroindustrial.
-¿Aprovecha la Argentina las posibilidades económicas de comercializar con la India?
-Sí, pero les podría ir mejor aún.

El tesoro de la Madre Teresa
Por Jesús María Silveyra
En septiembre de 2010, viajé a Calcuta, capital de Bengala, con el objeto de escribir un libro acerca de la Madre Teresa y su llamado a saciar la "sed de Jesucristo" entre los más pobres de los pobres. Llegar a esta ciudad fue un verdadero impacto. En primer lugar, por el clima que me tocó vivir, ya que todavía estaban en época de lluvias, con 38 grados de temperatura y más de 90 por ciento de humedad, todos los días. En segundo, por el ruido de esta ciudad caótica. En tercer lugar, por los olores que emanan por doquier, que suman al smog de una ciudad abarrotada los de la basura acumulada en las esquinas, los desechos y detritos de hombres y animales, con el humo de los braseros de carbón donde cocinan millones de personas que viven en sus calles. Por último, la pobreza que se observa por todas partes. Se calcula que un tercio de su población vive en la calle, sin las condiciones mínimas de salubridad e higiene.
Al impacto inicial que sacude y hasta molesta por dentro y por fuera (de allí que muchos me aconsejaron no entrar a la India por Calcuta), le sigue un período de adaptación interpelante. Porque no se puede caminar con indiferencia por las calles de Calcuta. ¿Cómo hacerlo? Los contrastes son permanentes. Salir del hotel por la mañana y ver a una familia entera durmiendo casi en la puerta, con dos niños recién nacidos llorando a mares, sin que los padres despertaran. O ver cómo la basura acumulada era presa de los perros sarnosos callejeros (hay cientos de miles en Calcuta), de los cuervos y hasta de algún jovencito que hurgaba en busca de comida. O contemplar la danza interminable de gente que se aproximaba a los grifos de agua abiertos en alguna esquina, donde se bañan, lavan los dientes, cargan botellas o baldes, o se lavan los cansados pies los hombres que arrastran los rickshaws. Fueron muchas las escenas en medio de un hábitat rico también en colores estridentes, de turbantes, saris y prendas musulmanas; en aromas a especias que despedían los mercados; en manos juntas a modo de saludo; en el humo del incienso encendido en los templos; en los acordes de alguna cítara; o en el lento trajinar de los santones que iban dejando tendidos a su paso senderos de espiritualidad.
Es en medio de esta ciudad, concretamente en el barrio de Kalighat que la Madre Teresa de Calcuta estableció la Casa del Corazón Puro (Nirmal Hriday), donde las Hermanas Misioneras de la Caridad atienden desde 1952 a los moribundos de las calles de Calcuta. La casa, antiguamente, era una hospedería para los peregrinos hindúes que llegaban de visita al templo de Kali. Estaba casi abandonada cuando las autoridades municipales se la cedieron a la Madre Teresa, despertando los recelos y protestas de los devotos y sacerdotes de la diosa Kali, hasta que vieron lo que las Hermanas hacían allí y descubrieron las buenas intenciones de la obra. Hasta tal punto que una de las autoridades, al dirigirse a la multitud que se había agolpado frente a la casa para protestar y pedir que las echaran, les dijo refiriéndose a la Madre Teresa: "En el templo tienen una diosa de piedra negra y aquí tienen una diosa viva".
Fue Nirmal Hriday, en Kalighat, el lugar que elegí para hacer unos días de voluntariado, porque quería contarles en un futuro libro a los lectores la experiencia de estar como voluntario en una casa dirigida por las Misioneras de la Caridad y deseaba hacerlo en el sitio que, a mi modo de ver, reflejara aquel deseo inicial de la Madre Teresa de "saciar la sed de amor y de almas de Cristo en la cruz". Y qué mejor lugar, en este sentido, que la casa donde llevaban a personas al borde de la muerte, para acompañarlas dignamente en sus últimos días. No me equivoqué en la elección. Claro que no era una novedad, porque la Madre Teresa había dicho muchas veces que "Nirmal Hriday", era el "tesoro de Calcuta". Por algo, un hombre, antes de morir, exclamó en aquella casa: "He vivido como un animal en las calles, pero voy a morir como un ángel, amando y siendo amado".
¿Cuál es el trabajo en Kalighat? Pues básicamente es dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento, asistir al enfermo, acoger al que no tiene techo, visitar al que está preso de la marginalidad... Uno se pasa el día ayudando a los internos a tomar un baño, ponerse ropa limpia, comer, caminar, hacer ejercicio; llevarles medicina; lavar sus ropas o utensilios; masajear sus cuerpos doloridos y raquíticos; mirarlos a los ojos, decirles alguna palabra en inglés, bengalí o hindi; acomodarlos en sus literas; darles afecto; sonreírles... Y lo que uno recibe es difícil de explicar. Hay que vivir la experiencia. Como la vive una voluntaria italiana, llamada también Teresa, que fue hace 15 años a Calcuta, conoció a la Madre, se reconvirtió a la fe y se quedó para siempre a vivir allí, yendo seis días a la semana a curar los enfermos. O como les pasa a los miles de voluntarios, de todas partes del mundo y de diferentes credos o condición que cada año pasan por la Casa del Corazón Puro. "Porque es dando como se recibe", tal cual decía San Francisco de Asís. Y lo que se recibe es el céntuplo, en sonrisas, en abrazos, en miradas de agradecimiento. Eso sí, "para el trabajo en Nirmal Hriday, necesitamos tener continuamente ojos de fe profunda para ver a Cristo en los cuerpos quebrados y en las ropas sucias", como decía la Madre Teresa. Pero, les aseguro, que bien lo vale la experiencia.
Para hacerlo, basta viajar a Calcuta y visitar la Casa Madre (Mother House) de las Misioneras de la Caridad, solicitando nos registren para ir como voluntarios a Kalighat, o buscar toda la información del caso por Internet en el Mother Teresa of Calcutta Center ( www.motherteresa.org ) o, simplemente, anotarnos como voluntarios en cualquier casa de la Argentina, porque, como también decía la Madre Teresa: "Calcuta está en todas partes, incluso dentro de uno mismo".
lanacion.com

No hay comentarios: