domingo, 8 de agosto de 2010

Una insoportable voz en el teléfono

Nací en épocas de Entel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones) y en mi casa no había teléfono. Ni en las casas de mis amigos. Mis padres "tenían pedida la línea" desde que se casaron. Yo no entendía qué significaba "tener pedida la línea", pero sí que había que resignarse y esperar. Y la espera duró una década. Mientras tanto, el único teléfono en el barrio era el de "Pichi", el carnicero, que lo prestaba siempre que no fuera para un llamado de larga distancia. Era un teléfono negro, con manivela, y el mayor inconveniente no era lograr comunicarse, sino hablar y escuchar al otro con el sonido penetrante de la sierra eléctrica cortando un costillar.
Desde aquel primer teléfono hasta el celular que llevo en la cartera (dos, en realidad, por motivos que tienen que ver más con la esclavitud que con el confort) cambiaron no sólo los modelos, sino los usos y costumbres. Algunos para bien y otros para mal, mirados, bien y mal, con la subjetividad propia de valores que no son absolutos. Ejemplos. Que yo pueda ubicar a mis hijos adolescentes donde estén y a la hora que sea: una ventaja para mí, una condena para ellos. Que ya no sea posible escuchar la voz del otro y cortar sin ser identificado: bueno para unos, malo para otros. Que se pueda saber quién llama mirando el visor de la pantalla y decidir si atender o no: otra vez bueno para uno, malo para otros. Que un hombre o una mujer revise el teléfono de su pareja y encuentre mensajes inapropiados: malo para todos.
Las ventajas de la telefonía de hoy son fáciles de ver. Las desgracias, también. La que más me perturba: los outbounds o llamados entrantes de call centers . Llegan desde un número privado y si quien los recibe es apocalíptico como yo, puede ser que no atienda el primer llamado, que logre no atender el segundo, pero atenderá apurado el tercero, seguro de que si alguien insiste tanto será porque se acaba el mundo. Pero del otro lado el mundo no se acaba: llama una señorita que nos avisa que nos ganamos un auto, o aparece el saludo grabado de un político en campaña, o nos piden participar en una encuesta que, nos aseguran, tomará "breves" minutos (¿minutos de menos de 60 segundos?), o nos ofrecen televentas que pueden abarcar una amplia gama de posibilidades, entre las que se encuentran más servicios telefónicos.
Así como el primer celular pesaba casi un kilo y medía como un zapato talle 36, los llamados outbounds también evolucionan. O se disfrazan. Me pasó hace unos días. Primer llamado: "¿La señora Claudia Piñeiro?". "Sí", contesto. "La llamamos del banco Tal y Cual" (el banco Tal y Cual, vale aclarar, no es cualquier banco, sino donde yo tengo cuenta). Imagino desgracias posibles: la cuenta no tiene fondos, alguien me sacó la tarjeta y la usó en el cajero, hackearon mi clave de home banking . La voz interrumpe mis pensamientos: "Usted tiene una cuenta con nosotros", dice. "Sí, ¿qué pasó?" "Estamos ofreciendo un seguro integral para su casa..." Respiro, no es nada grave, casi agradecida le digo: "Ya tengo, gracias". Nos despedimos amablemente. Dos días después, otra llamada de número privado; no la atiendo, estoy en una reunión; insisten una, dos, tres veces: "Hola", digo. "Sí, ¿la señora Claudia Piñeiro?" "Sí." "La llamamos del banco Tal y Cual." Me preocupo, esta vez no puede ser por el seguro, si ya me llamaron hace dos días. Para no hundirme en una marea de catástrofes imaginarias, me adelanto: "Sí, tengo cuenta con ustedes, ¿qué pasa?". "Estamos ofreciendo un seguro integral para su casa." "¡Pero si me lo ofrecieron hace dos días y les dije que ya tengo!" "Ah, perdón, debe ser un error." Colgamos. Tres días después llaman a mi casa, no tengo identificador de llamadas en esa línea. "¿La señora Claudia Piñeiro?" "Sí", digo. "La llamamos del banco Tal y Cual, estamos ofreciendo un seguro integral..." La interrumpo: "Mire, es la tercera vez en una semana que me llaman por el mismo seguro que no me interesa, ¿sería tan amable de dejar anotado que no vuelvan a llamar?" No los voy a engañar, mis palabras no fueron exactamente ésas, y el tono no fue pacífico. Cuatro días después, manejo por Panamericana, ocho de la noche. Suena el celular, número no identificado. No atiendo una, dos, tres veces. Me desvío: si alguien insiste tanto a esa hora debe de ser importante. Estaciono. Espero. Llaman otra vez. "¿La señora Claudia Piñeiro?" "Sí." "Llamamos del centro de validaciones del banco Tal y Cual." Centro de validaciones me cae mal. Se valida una firma, una extracción, un gasto excesivo con la tarjeta. "Sí", digo. "Tenemos que validar con usted unos datos." "¿Qué pasó?" "Nada, necesitamos validar si usted recibió un llamado ofreciéndole un seguro para su casa." "Sí, uno no, tres llamados, ¿no eran del banco? ¿Intentaban estafarme?" "No, no, sí eran del banco, sólo que acá nos figura el llamado y nosotros tenemos que validar que se haya realizado." No voy a transcribir la conversación a partir de ese momento, pero me aseguraron que no volverán a llamar.
La paradoja, en este siglo XXI de comunicaciones virtuales e impersonales, es que parece que los outbounds producen acostumbramiento. Pasaron tres días sin que llamaran las chicas del call center y las extraño. Cuando suena el teléfono, espero que sean ellas; imagino posibles respuestas irónicas, chistes, enojos. Entre las chicas del call center y yo se generó un vínculo extraño. Algo así como un síndrome de Estocolmo, pero en el que lo que se secuestró no es una persona, su cuerpo, sino otra cosa. Tal vez el contacto real. O el arte de la conversación. O el hablar como acto de comunicación. Somos seres de lenguaje, dicen; sin embargo, cada vez hablamos más, pero menos. Y nos vamos acostumbrando. Hasta nos gusta. Nuevas tecnologías, nuevas perturbaciones.
© LA NACION
La autora es escritora. Su último libro es Las grietas de Jara .

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