lunes, 22 de junio de 2009

El hombre que trabaja cerca de las nubes, en la oficina más alta del país


El reflejo del sol del atardecer en los vidrios de los flamantes rascacielos salpica el dique de Puerto Madero y convierte por un rato la quietud de su agua amarronada en un tapiz vivo de lunares amarillos y luminosos. El ruido que contamina la ciudad es aquí arriba apenas el recuerdo del caos, un murmullo grueso tapado por el gruñido del viento oriental. Desde estas alturas, Buenos Aires es una postal cargada de una belleza inédita e intimidante.
Isabelino González Ibáñez compensa el enorme riesgo de su trabajo con este privilegio. Es uno de los escasos veintipico de obreros que trabajan día a día a más de 150 metros, solitos en las grúas que levantan esas torres modernas, caras e inmensas en Puerto Madero.
Si Isabelino fuera menos modesto podría jactarse de trabajar en la oficina más alta (y tal vez más pequeña) del país. Desde hace cuatro años, sin Internet ni aire acondicionado, pasa entre 8 y 15 horas sentado en una cabinita a 180 metros del asfalto del bulevar Azucena Villaflor, con sus manos agarradas de dos joysticks con los que sube y baja, lleva y trae, apoya y saca los materiales que están dando forma a las 48 plantas del edificio Chateau, una de las torres de departamentos que han formado un muro entre el río y la (otra) ciudad.
"Es un laburo complicado. Yo transporto los materiales pesados. Eso es un riesgo, porque si se te llega a caer algo..." explica Isabelino. Y reconoce que una vez, en otra construcción, se le cayó un tacho con 2.200 kilos de hormigón: "No dormí por dos noches. Por suerte abajo no había nadie". Cuando trabaja, la grúa oscila permanentemente. "Cuanto más pesado es el material que subís, más se mueve. La grúa se inclina para hacer contrapeso, pero es un gran invento. Con esto se hace más rápido", razona. Además está el viento, que en estas orillas es una presencia constante. Cuando sopla mucho no se trabaja. Ese control lo hace un anemómetro instalado en el techo de la cabina que tiene dos alertas: una amarilla para cuando el viento sopla a 45 kilómetros por hora, y la roja, cuando alcanza los 65.
"Pero a mí no me da miedo la altura ni que se mueva, ni nada, nací sin vértigo, se podría decir", sonríe este paraguayo de 35 años, fanático de River. Y para demostrarlo sale de la cabina y empieza a caminar 10, 20, 30 metros por la pluma, una rutina que repite a diario "para ver que todo el mecanismo funcione". Isabelino dice que este es un trabajo que hay que hacer sin apuro. "Esa es la clave, estar tranquilo acá arriba. Es un laburo muy esclavizante, usás una botellita como baño y tenés que almorzar acá. Pero es lindo, tenés una vista hermosa, ¡Es Buenos Aires!", grita y abre los brazos como si estuviera en la proa de un Titanic vertical.
A pesar del smog -una especie de mediasombra baja y asfixiante- las aglomeraciones urbanas se distinguen desde la grúa como si se las estuviese viendo en un Google Earth 3D: al sudeste, el Puerto de Dock Sud y las orillas del Río de la Plata, cuya inmensidad termina al este, en la clara línea verde que es Uruguay. Atrás aparece Quilmes y más lejos se distingue La Plata. "Es una belleza, realmente. Recuerdo al otro día de la nevada cómo se veía la ciudad, o cómo se llena de gente el día de la primavera. También me encanta mirar Buenos Aires cuando sale el sol, y esperar a que pase el helicóptero de la presidenta Cristina, que vuela a mi altura todas las tardes", cuenta Ibáñez, quien para llegar hasta su lugar de trabajo trepa todos los días hasta el final de la grúa por una escalera de gato.
Arriba no hay espacio más que para trabajar y sólo un rincón donde este hombre logró pegar las fotos de sus tres hijos y un cartel de "prohibido fumar, tomar y drogarse". "Es para los que vienen a hacer mantenimiento. Mirá que es grande el mundo para hacerlo acá", ríe.Aunque se supone un trabajo de alto riesgo, su sueldo apenas llega, a veces, a los tres mil pesos. "Se paga muy poco, pero estoy enamorado de este trabajo igual. Siempre me gustó trabajar en la altura", reconoce, y cuenta: "Yo miraba a los gruistas caminar en la pluma y quería hacer lo mismo, pero nunca imaginé que iba a construir varios de los edificios más altos de Buenos Aires. Soy audaz y creo que eso es lo que me atrae de la altura. Me gusta tanto que después le enseñé el oficio a todos los que ves acá", dice, y señala a las grúas de los edificios vecinos, con quienes se saluda a los gritos, de cabina a cabina. Pero Isabelino no se imagina mucho tiempo más arriba de la grúa. "La altura me sigue atrayendo tanto que mi sueño es tirarme en paracaídas", aclara.
¿Y entonces? "No, a mí me gusta amar el oficio, aprender cosas, saber defenderme", insiste Isabelino y entonces sí, con una sonrisa, adelanta su plan: "Algún día quiero ser colectivero".
clarin.com

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