lunes, 14 de noviembre de 2011

Cuando yo tenía tu edad


Quienes se empeñan en demostrar que todo tiempo pasado fue mejor, plantean con vehemencia un contrapunto que aspira a comparar dos realidades inconciliables: antes y ahora.
Así, nuestros padres, hoy ya abuelos mayores -los que quedan-, nos pintaron el esfuerzo y la carencia, la pasta casera, la caballerosidad y el temor respetuoso a los padres como valores, incanjeables por entonces y hoy perdidos para siempre. Con orgullo y nostalgia evocaban haber protagonizado una etapa de construcción desde los cimientos.
Aquella generación de inmigrantes que se empeñaron en transmitirnos que llegaron sin nada, hicieron de la memoria y del recuerdo un ejercicio de supervivencia y un baluarte. Nos advirtieron que semejante sacrificio tenía como propósito darle a la familia y a los hijos aquello a lo que no habían podido acceder en su juventud. Que al hijo no le faltara nada. Finalizar los estudios era uno de los anhelos más codiciados. Una sólida generación de profesionales se forjó con aquel impulso de mi hijo el doctor, el escribano, el ingeniero.
Dicha prolífica cosecha de profesionales y emprendedores independientes aferrados al desafío de la realización y el buen nombre, a su vez orientó a su descendencia estimulando predominantemente la libre expresión y la creatividad. Cineastas, diseñadores, artistas, coreógrafos y periodistas diversificaron y enriquecieron con su empuje y consistencia nuestra vida cultural. A ellos les dijimos, ya sin tanta nostalgia: Cuando yo tenía tu edad estas elecciones no eran una opción potable. Hasta allí los referentes que definían los cambios generacionales eran claros.
En las antípodas de este paradigma -que consistía en enaltecer el pasado- habita una ilusión bastante arraigada en Occidente. Es la idea de futuro como sinónimo de progreso sin límite, de avances tecnológicos infinitos hacia un porvenir en el que el hombre podrá inventar y manipularlo todo. El escenario doméstico de esta mirada prospectiva se configura con padres hipnotizados por la versatilidad con la que sus hijos acceden y se manejan en mundos virtuales y redes sociales a una velocidad inimaginable.
Con desconcierto, y a la vez con preocupación, el mundo adulto asiste, cual extranjero, a un espectáculo para el que no estaba preparado. Aún siendo hoy usuarios asiduos de herramientas electrónicas, los padres no entendemos la conectividad como un modo de funcionamiento propio de las nuevas generaciones. Nuestro pensamiento causal, lineal, sucesivo y determinista no coincide con esta lógica predominante hoy en nuestros niños y adolescentes. Ellos no recurren a manuales con instrucciones para usuarios dispuestos a seguir paso a paso el proceso de instalación de algo nuevo. Simplemente prueban, conectan, fallan, vuelven a intentar y resuelven. Vayamos a otro ejemplo: la agilidad y naturalidad con la que incorporan la fugacidad de las imágenes de un videoclip, sus saltos y su velocidad, marca una distancia abismal con quienes crecimos disfrutando la narrativa del largometraje. La brecha generacional se ha acentuado con el desafío que nos propone una actualidad con cambios tan vertiginosos que ni llegan a instalarse como paradigmas.
Pensar en clave de diferencia puede ser un ejercicio interesante, sobre todo si podemos liberarnos de la clásica disyuntiva que nos fuerza a optar entre el pasado como ideal o el futuro como única apuesta de sentido. Necesitamos, además, descubrir la legitimidad de una lógica alternativa que no aspira a la perdurabilidad. Que reconoce lo efímero como valor y se abre a lo imprevisto, a aquello fuera de programa. Este modo de captación no es un hallazgo contemporáneo. Existió siempre, pero cobró relevancia en la era digital. Dos lógicas simultáneas habitan en nosotros, aquella que se rige por el orden de la continuidad secuencial y esta otra, la lógica del tiempo discontinuo que se deshace en el instante.
lanacion.com

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