jueves, 5 de febrero de 2009

¿Por qué algunos sobreviven a las tragedias? Ciencia más allá de la suerte.

Por Ben Sherwood
Entonces decidimos cómo moriríamos: caminaríamos hacia el sol, al oeste. Era mejor que congelarnos en la cima. Esta decisión nos tomó apenas 30 segundos. Otras decisiones que he tomado más tarde en la vida no parecieron más difíciles que decidir sobre mi propia muerte”. Pasaron 32 años desde que Fernando Parrado y su compañero Roberto Canessa decidieron cómo iban a morir en medio de los Andes. Pero los encontraron y viven. Ellos y los otros 14 sobrevivientes que habían pasado 72 días perdidos, congelados y aferrándose a la vida como podían, luego de que el avión en el que viajaban se hubiera caído en las montañas. En la “tragedia de los Andes”, que Hollywood filmó como “Viven”, murieron 29 personas.
¿Por qué algunos viven y otros mueren? ¿Por qué unos permanecen imperturbables bajo presión extrema mientras otros pierden el control? ¿Por qué ciertas personas se recuperan de situaciones adversas mientras otros bajan los brazos? ¿Cómo hacen algunos para sobrellevar y sobreponerse a experiencias límite que les toca vivir? ¿Fueron siempre así de fuertes y resistentes, o estas capacidades surgen de repente? ¿Y qué es lo que saben ellos de sobrevivir y aprovechar situaciones adversas que el resto no sepamos?
Cada persona tiene su “personalidad de crisis”, o el coeficiente intelectual de supervivencia que sale a relucir a la hora de la adversidad. ¿En esos momentos es “luchador”, “realista”, “pensante” o “conector”?
Los que mejor sobreviven y aprovechan las situaciones difíciles comprenden que las crisis son inevitables, y anticipan la adversidad. Sabiendo que hasta la mala suerte se cansa, saben esperar, identificar el momento adecuado y luego hacer lo que necesiten hacer. Los psicólogos tienen un término específico para describirlo: pasividad activa. Significa saber cuándo seguir y cuándo no. ¿Cómo hubiera reaccionado usted si hubiera estado en el avión que cayó a las heladas aguas del Río Hudson, el 15 de enero, en Nueva York? ¿O qué haría si de un día para otro lo echaran del trabajo o recibiera un diagnóstico médico nefasto? Cada día, dice David Spain, encargado del sector de terapia intensiva del Centro Médico Stanford, algunos se visten, saludan a la familia y apenas ponen un pie en la calle los pisa un camión.
La cruda realidad de la supervivencia es que demasiados mueren cuando no deberían. Se paralizan en vez de actuar con decisión. Explorar este fenómeno es el objetivo de John Leach, uno de los expertos mundiales en psicología de la supervivencia. Hace más de 20 años que vive en Inglaterra, donde está a cargo de un curso avanzado en psicología de la supervivencia en la Universidad de Lancaster.
Una noche de noviembre de 1987, Leach estaba haciendo una combinación en la estación de subte King Cross, en Londres. En ese momento vio el “humo más denso, gris y pegajoso que jamás haya visto”. Al principio, no entendía. Casi sin pensarlo, se dirigió al nivel superior y encontró la salida. Hoy, más de 21 años después, gran parte de los recuerdos de aquel día ya no están claros, pero Leach todavía dice sentir el olor horrible del humo y el grito desesperado de un operario del subte: “Se está muriendo gente”. Por algún motivo inexplicable, el fuego se extendía, y los subtes seguían llegando a la estación. Al mismo tiempo, en la superficie, la gente seguía entrando por las escaleras mecánicas. Mucha gente siguió su rutina ese día, a pesar del humo y el fuego. Marcharon directo al desastre, casi sin darse cuenta de la masa de gente que intentaba salir, algunas de ellas en llamas. Treinta y una personas murieron ese día en el incendio de King Cross.
Leach tiene un nombre para este síndrome. Se llama “respuesta incrédula”. La gente sencillamente no cree en lo que ve. O sea que siguen lo que están haciendo, en un comportamiento de “tendencia normalista”. Hacen como que todo está bien y subestiman la gravedad del peligro. Para algunos expertos, esta reacción se denomina “parálisis de análisis”. La gente pierde su capacidad de tomar decisiones. En otros casos ocurre lo contrario.
A Ellin Klor, la aguja de tejer primero le perforó el corazón y luego le salvó la vida. El 9 de enero de 2006 fue su día de suerte para esta bibliotecaria de 58 años. Ellin, de 1,65 m., ojos color avellana y cara redonda, iba a reunirse a tejer con unas amigas, en Palo Alto, California. Subió una escalera, tropezó y cayó sobre su bolsa de tejidos. Se levantó el sweater y vio que de su pecho salía una astilla de madera de una aguja de tejer de 10 centímetros. Le había perforado el esternón. Sus amigas miraban boquiabiertas y pensaron opciones rápidamente. Antes que nada, ¿había que sacársela? “No, no la toquen”, declaró Klor. Esa fue la primera decisión que la salvó. Sacar la aguja hubiera sido como sacar un tapón o descorchar una botella. ¿Debían subirla a un auto y correr a la guardia? “No”, decidió Klor. “Llamen a una ambulancia”. Esperar a los paramédicos fue la segunda decisión que le salvó la vida. Menos de una hora después de la caída en la escalera, los cirujanos le abrieron el pecho, le cortaron el esternón, le cosieron el corazón y le cerraron la herida. Después, la aguja de tejer le salvó la vida. Ya de regreso en su casa, Klor se despertó con un dolor intolerable en el pecho. Una tomografía mostró un bulto debajo de la axila. Parecía un ganglio inflamado, un claro signo de cáncer de mama. Hacía diez años, había batallado contra esa enfermedad en su otra mama. Si no le hubieran hecho todos esos estudios, probablemente no habrían detectado el tumor hasta que se hubiera ramificado. Sufrió con el tratamiento, pero también descubrió algo que no sabía sobre sí misma. Siempre había renegado de su naturaleza sensible; en ocasiones, estuvo al borde de la depresión. “Me sorprendí. No sabía que tenía es fortaleza”, dice.
Según Leach, ante una emergencia, las personas se dividen en tres categorías.
En primer lugar, los sobrevivientes, como las 155 personas del vuelo 1549 de US Airways, que logran salvarse en las peores situaciones.
En segundo lugar, existen las fatalidades inevitables: personas que no tienen oportunidad de salvarse, como tantas de las 200.000 personas del sudeste asiático que fueron arrasadas por el Tsunami de 2004.
En tercer lugar, están los que deberían haber vivido pero que murieron innecesariamente.

Tras examinar innumerables desastres y categorizar el modo en que las personas responden a situaciones de vida o muerte, Leach desarrolló lo que se podría denominar la teoría 10-80-10. Primero, el 10 por ciento de las personas mantendrá la calma y actuará de modo racional durante una crisis. Son los líderes, como los pasajeros del vuelo de US Airways que tomaron el mando y guiaron a los demás.Leach dice que la gran mayoría de la gente –un 80 por ciento– está en la segunda categoría. En un momento de crisis, la mayoría “simplemente quedará paralizado sin saber qué hacer. Nuestra capacidad de razonar se verá afectada y no podremos pensar con coherencia”. Nos comportaremos de modo “reflejo, casi autómata o mecánico”. Transpiraremos. Nos sentiremos mal, aletargados, entumecidos. Se nos acelerará el corazón. Y sufriremos un “estrechamiento perceptivo” o visión de túnel. Casi no oiremos a la gente que nos rodea. Y está bien –no es necesariamente fatal– y no dura para siempre. La clave es recuperarse rápidamente del bloqueo cerebral o la parálisis de análisis, salir del shock y decidir qué hacer.
El último grupo –el último 10 por ciento– es el que debería evitar las situaciones de emergencia. En pocas palabras, el tercer grupo hace todo lo que no hay que hacer. Su comportamiento no es el adecuado y frecuentemente empeoran las cosas. Pierden el control y no pueden componerse. Generalmente, no sobreviven.
El profesor Richard Wiseman puede determinar si usted es una persona con suerte o no dándole un periódico y pidiéndole que cuente las fotografías. Algunas personas terminan en unos segundos, mientras otras tardan un par de minutos. El motivo de la diferencia no es la habilidad de contar rápido. El secreto está en la página 2, donde Wiseman puso un enorme cartel con letras de 3 centímetros que dice: “Deje de contar. Hay 43 fotografías en todo el diario”. Mucha gente no ve este enorme titular del diario. Están demasiado ocupados contando fotos. El enorme mensaje no es una trampa. De verdad hay 43 fotos en el diario. Wiseman descubrió que si uno ve el anuncio es probable que sea una persona con suerte, abierta a oportunidades aleatorias. Por el contrario, si no se lo ve, por lo general se trata de una persona con poca suerte, que probablemente pierda grandes oportunidades en la vida.
Los psicólogos lo denominan “ceguera por falta de atención”: no ven ciertas cosas cuando no estamos prestando atención de verdad. Uno de los estudios más famosos de ceguera por falta de atención fue realizado por Daniel Simons y Christopher Chabris en el hall del piso 15 del departamento de psicología de Harvard. Un equipo de jugadores con remera blanca y otro equipo con remera negra se pasan un par de pelotas de básquet entre ellos. Se les pidió a un grupo de personas que miraran el video de este ejercicio de pases y que contaran la cantidad de veces que el equipo blanco se pasaba la pelota. Después de 45 segundos en una de las versiones del video, una mujer disfrazada de gorila entra caminando hasta el centro de la escena. Durante cinco segundos se ve al gorila, grande y peludo, en plena pantalla. Sorprendentemente, el 56 por ciento ni siquiera vio al gorila. En otro video, el gorila se detiene, mira la cámara, se golpea el pecho, y luego sigue su camino. Su intervención es de 9 segundos, nuevamente, sólo el 50 por ciento vio al visitante inesperado.
¿Cómo puede uno no ver un gorila? ¿Y cómo se relaciona esto con la supervivencia? El profesor Simon ahora enseña psicología en la Universidad de Illinois. La principal lección, y sorpresa, del experimento con el gorila, según relata Simon, es lo fácil que es no ver algo tan obvio como un gorila. Según Wiseman, la gente con suerte, por lo general, son más relajados y abiertos a las posibilidades de la vida y los que tienen mala suerte son más rígidos, nerviosos y cerrados.
Cuando se trata de mensajes ocultos, las personas con suerte perciben más del mundo a su alrededor. “No es que esperan a encontrar determinadas oportunidades, más bien las ven cuando las encuentran”, escribe Wiseman en su libro “The Luck Factor” (el factor suerte). Esta capacidad (o talento) “tiene un efecto importante, y positivo, en sus vidas”.Wiseman descubrió que ciertas personas sí tienen toda la suerte del mundo, mientras que otras son un “imán para la desgracia”. “La suerte no es una habilidad mágica ni un regalo de los dioses”, señala. “Es más bien un estado mental, una forma de pensar y comportarse”. Sobre todo, destaca que la gente tiene más control sobre sus vidas –y su suerte– del que cree. En el Renacimiento italiano, el filósofo Niccolò Machiavelli y otros grandes pensadores y escritores sostuvieron que el 50 por ciento o más de las cosas que ocurren en la vida está determinado enteramente por el azar (o Fortuna, la diosa romana de la fortuna). Wiseman piensa lo contrario. Cree que sólo un 10 por ciento es completamente azaroso. El otro 90 por ciento “está definido por el modo en que cada uno piensa”. Wiseman concluyó que existen cuatro motivos para explicar por qué a ciertas personas le pasan cosas buenas.
Primero, la gente con suerte con frecuencia se topa con oportunidades por azar. “Estar en el lugar indicado en el momento indicado simplemente es estar en el estado mental adecuado”, escribe Wiseman. Como muestran sus experimentos con el diario, las personas con suerte están más abiertas y son más receptivas a posibilidades inesperadas. Están más relajadas para con la vida, y operan con una conciencia elevada del mundo a su alrededor. Simplemente, detectan y aprovechan las oportunidades que los demás sencillamente no ven. También tienden a ser más sociables y a mantener lo que Wiseman llama una “red de suerte”. La mayoría de nosotros conocemos en promedio a unas 300 personas. Según Wiseman, eso significa que estamos a sólo dos presentaciones de distancia para acceder a 90.000 personas que podrían generarnos oportunidades azarosas.
En segundo lugar, las personas con suerte les prestan atención a sus corazonadas y toman buenas decisiones sin siquiera saber por qué. Por el contrario, las personas sin suerte tienden a tomar decisiones que los llevan al fracaso y a confiar en la gente equivocada. “Las personas sin suerte tienden a ignorar su intuición y a arrepentirse de su decisión”. En casos de supervivencia, este tipo de instinto marca la diferencia.
En tercer lugar, la gente con suerte persevera ante el fracaso y tiene una capacidad increíble de hacer realidad sus deseos. Están convencidos de que los acontecimientos más impredecibles de la vida “siempre serán positivos para ellos”. Su mundo es “brillante y color de rosa”, escribe Wiseman, mientras que la gente sin suerte siempre espera que las cosas les salgan mal.
En cuarto lugar, las personas con suerte tienen una habilidad especial para transformar mala suerte en buena fortuna. De estos cuatro factores definitorios relacionados con la suerte, Wiseman cree que éste es el más importante en cuanto a la supervivencia. Las conclusiones de Wiseman están en línea con el trabajo de su colega Al Siebert, una de las principales autoridades estadounidenses en psicología de la supervivencia. Después de 40 años de investigar lo que él denomina “personalidad del superviviente”, Siebert cree que “los mejores sobrevivientes no sólo saben lidiar con los desastres, si no que con frecuencia los saben convertir en un acontecimiento afortunado”.
“He logrado confianza en mi mismo, una tranquilidad silenciosa que me ha dado una mejor percepción del mundo que me rodea. Tomar decisiones se me hizo más fácil debido a que yo sabía que lo peor que me podría suceder sería estar equivocado. Comparado con lo que había experimentado, era nada”, asegura Parrado, el sobreviviente que se salvó caminando hacia la muerte, en la montaña, hace 36 años.
¿Qué hace falta para sobrevivir a los desafíos que inevitablemente presentará la vida?
Está claro que ninguna teoría puede abarcar todas las situaciones. No hay un común denominador para todas las personas o desafíos. En algunos casos, el azar es el responsable. Los pacientes con Alzheimer no eligieron su ADN. Las víctimas de accidentes no eligen a los conductores ebrios que circulan a acceso de velocidad. Aun así, la supervivencia no está completamente fuera del control de las personas. De hecho, usted está mucho más en control de su destino de lo que cree. Sobre todo, el modo de pensar marca la diferencia. Uno se puede cuidar, estar atento al entorno y hasta contar cuántas hileras hay desde su asiento a la salida de emergencia en el avión. Se puede escribir la propia suerte aun en las peores situaciones. También puede rezar, si eso le hace bien. Hay tantas formas de ser parte del “Club de los Sobrevivientes” como personalidades.
Sheerwook es autor de TheSurvivors-Club.org.

Este artículo contiene partes de su nuevo libro “El club de los sobrevivientes: los secretos y la ciencia que podrían salvarle la vida”.
Opinión
Pedro Algorta
36 años después
Apenas rescatado de los Andes, encon-tré a mi padre y con los ojos llenos de lágrimas y temblando de emoción, me abrazó y dijo: “Perdóname, Pedro. Te habíamos dado por muerto”. No lo entendí, porque yo no había muerto. Habíamos trabajado durante 72 días para volver a reencontrarnos con nuestros familiares y amigos. En ese momento yo quería estar con mis amigos, con mis compañeros de viaje, con mis “hermanos sobrevivientes”. Quería sentir su cariño, compartir lo que me pasaba. Quería seguir sintiéndome parte del grupo, del grupo de la montaña. Eran mi grupo de referencia: sólo ellos y yo sabíamos lo que habíamos sufrido. Habíamos tenido una comunión profunda, habíamos derrotados juntos a la muerte.
Ese mismo sentimiento de grupo prevaleció por muchísimos años. Tenemos como un halo invisible que nos envuelve y nos protege. Atrás quedó la montaña con su dolor, con secretos que nos son secretos pero que parecen serlo y sólo nosotros los entendemos. Pero ya en esas primeras horas en la civilización, se mantenía esa idea de grupo que nos diferencia y que nos une. Un código, nuestro mínimo común denominador, nuestra comunión más profunda: haber superado la montaña, conocer nuestras humanidades más simples, haber vivido juntos las necesidades más primitivas del ser humano. La necesidad y el instinto de vivir.
Lo que me impacta hoy de nuestra historia, es que 36 años después, los 16 que sobrevivimos a los Andes, estamos todos vivos. E hicimos vidas normales. Podemos sacar algunas conclusiones de lo que nos pasó. Aprendimos, por ejemplo, que cuando los seres humanos estamos al borde de la muerte podemos sacar fuerzas de nuestro interior más profundo para continuar luchando, y que mientras exista una posibilidad de seguir viviendo, no nos entregamos.
Aprendimos la importancia del grupo. Solos, ninguno de nosotros se hubiera salvado. Sabíamos que nos íbamos a sobrevivir en grupo, o ninguno iba a hacerlo. De hecho, nadie se fue en búsqueda de una salvación individual.
Aprendimos que en la vida tenemos diferentes roles. Tuvimos nuestros héroes que caminaron 10 días por la montaña sin ningún tipo de preparación, sin equipo, soportando temperaturas increíbles. Pero también estuvieron los que aportaron su racionalidad, quienes organizaban al grupo, los que asignaban tareas y mediaban en nuestras disputas. Hubo quienes fueron importantes aportando su humor o su religiosidad. También eran importantes los que se sólo se podían ocupar de ellos mismos.
Aprendimos también que debíamos trabajar duro, sin estar seguros de cual iba a ser el resultado final de ese trabajo. También aprendimos que en la vida hay que subir montañas, y que una vez que la subimos, tendremos otra más que escalar. De eso se trata la vida, de ir subiendo montañas.
Sabemos también que nos pudimos recuperar gracias al afecto de nuestros familiares y amigos. Sin ellos y sin la comprensión de todos los que nos rodeaban, sin la aceptación de que lo que hicimos para sobrevivir era lo que había que hacer, nos hubiera costado mucho más reinsertarnos en el mundo. Estoy convencido que más de uno pensó que íbamos a tener una vida atormentada por los fantasmas y los traumas que dejó la experiencia de la montaña. Eso no sucedió. Y ese es nuestro gran logro: pudimos dar vuelta la hoja, mirar hacia delante y vivir una vida normal. Y hoy seguimos luchando para vivir como si la próxima montaña fuera la primera. Sentimos que no nos regalaron nada, aún cuando sabemos que nos han regalado todo.
Algorta es empresario, conferencista y licenciado en Economía. Sobrevivió a la “Tragedia de los Andes”, pero durante 35 años no habló públicamente del accidente. Su site es
http://www.pedroalgorta.com/.

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