sábado, 21 de febrero de 2009

Por amor a vos

Había días en los que José esperaba a su madre desde la madrugada, agazapado en la parada del 23. Graciela apenas lo reconocía. Estaba hecho una piltrafa, llevaba mugre acumulada entre los dedos de los pies y el sudor de su cuerpo olía a rancio. Esos días en los que el espectro de su hijo se le aparecía, Graciela hurgaba en los bolsillos y le daba algún billete. "Yo sabía que era para comprar paco, pero bueno... era una persona menos a la que le robaba. No podía evitar que le robe a veinte, pero sí a una."
Pero no había nada que a ella le doliera más que verlo en ojotas. "Mamá, el día que me maten no te olvides de ponerme las medias", le decía siempre José. Ver la desnudez de esos dedos mugrientos a Graciela le partía el alma y se preguntaba qué había pasado para que su José anduviera por la vida sin sus medias. Quizá fue por eso que la madrugada en la que él entró a la casa pidiendo ayuda a los gritos, lo que más le impactó fue ver que su hijo llevaba una ojota de cada par.
"Mamá, no puedo más, hacé algo", le rogaba. José no tenía 21 y llevaba cinco años consumiendo paco sin parar. Una noche, poco antes de cumplir los cincuenta años, cuando José ya no podía caminar sin arrastrar los pies, Graciela lo soñó adentro de un féretro. "'O lo interno o lo mato', me dije. Tu hijo se mete en un túnel y a mitad de camino no es más tu hijo. Si vos no te metés con él, tu hijo sale muerto. José robaba, se drogaba, lo iban a matar en cualquier momento. Yo fui a la Justicia y les pedí, les rogué que lo encierren antes de que él empezara a robar y me dijeron que no podían hacer nada. Si yo estoy diciendo que mi hijo jode a la sociedad, ¿por qué no hacen nada? Lo denuncié porque José tiene que pagar por lo que hizo... Ahora, como madre, reclamo mi derecho a que mi hijo siga vivo. ¿Qué pasa con el inspector que lo ve comprando droga?... Otra hubiera sido nuestra vida si me hubieran hecho caso." A la mañana siguiente de haberlo soñado muerto, Graciela fue hasta una ferretería y compró dos metros de cadena. Y una vez más volvió a caminar los pasillos de la villa 1.11.14, en el Bajo Flores, para encontrar a José. Los conocía de memoria. Ya los había caminado buscando a Nahuel, el primero de sus hijos que se rindió a ante el paco. Cuando se recuperó, cayó José. Hubo días en que, ante la desesperación, Graciela se paraba delante de las casas de los transas y a los gritos los acusaba de lo que todos ya sabían: que allí se vendía la droga que mataba a sus hijos. Para entonces, Joel, el hijo de cuatro años de José, vivía en una casa de resguardo. Llegó a una guardia con fractura de cráneo pero los médicos determinaron que también tenía fracturas encalladas en un brazo por los golpes que durante años le habían dado sus padres. La Justicia ni siquiera permitió que lo cuidara su abuela hasta que ella no consiguiera una casa fija donde vivir. Joel tuvo que vivir seis meses alejado de su familia. Graciela tardó horas en encontrar a José. El patrullero que la acompañaba se cansó en el primer intento y tuvo que seguir sola con Nahuel.
José apareció tirado en una casilla de cartón, debajo de un puente. A la fuerza lograron meterlo en un remís. Su cuerpo se retorcía, se arqueaba y recobraba una fuerza que hacía años no tenía. Tanto pateó la puerta del auto que terminó abriéndola. Entonces fue cuando Graciela sacó la cadena del bolso, le dio dos vueltas al cuerpo de su hijo y se la enroscó en el cuello. "Y lo llevé encadenado..."
CON CADENAS
Graciela Izquierdo no sabe si llorar o reír cuando cuenta cómo llevó a su hijo a un centro de rehabilitación. Su voz es suave y firme. Y siempre impone respeto. Por eso, las otras madres que la acompañan la eligen a ella para hablar. Rita Díaz es la que organiza, la que va de aquí para allá, la que se sabe de memoria todos los vericuetos legales, la que de tantas puertas que le cerraron en la cara tuvo que aprender sola y a esta altura podría dar cátedra en la Facultad de Derecho. Rosa Cuello, en cambio, es de las que apenas hablan: "Yo lo único que quiero decir es que me siento fracasada como madre porque no logramos nada. Esto se agrava día a día. No hay salida a esto". Rosa lleva una revista que hacen en el colegio de la esquina, el Emen número 3, que queda justo en la entrada de la villa 1.11.14.
Allí, en la contratapa, están los nombres de los 69 chicos del barrio muertos en los últimos cinco años. De una u otra forma, todos murieron a causa del paco, la más destructiva de las drogas, no sólo por sus efectos letales sino porque un adicto avanzado necesita unos trescientos pesos para cubrir la desesperación de sus dosis diarias. Algunos de los chicos de la escuela murieron por sobredosis. Otros, asesinados por los transas. Están los que recibieron un balazo mortal de la Policía, los que fueron parte de un ajuste de cuentas y los que terminaron presos. Están ellos y también están sus madres. Las que saben que sus hijos se han vuelto ladrones o asesinos, las que tuvieron que enterrarlos y las que no dudaron en denunciarlos.
¿QUE CLASE DE MADRE SOS?
"Hija de puta, ¿qué clase de madre sos que entregás a tu hijo a la yuta?", le gritaba José a Graciela cada vez que la Policía venía a buscarlo. A Rita, su hijo la dejó tirada cuando ella se desmayó en los pasillos de la villa 1.11.14 mientras lo perseguía. Lo último que recuerda es la figura de Carlos qlejándose. "Me dejó sola, ahí, tirada, no le importó nada. A veces uno los lastima pero es por la impotencia. Yo le decía: '¿Cómo pude engendrar semejante basura?', pero era porque quería hacerlo reaccionar." Rita fue la primera. Era 2004 y el paco hacía estragos en el barrio, el Bajo Flores. Las cocinas de cocaína habían comenzado a instalarse tres años antes con la mismarapidez con la que a los argentinos se les desvanecía el sueño de comprar un dólar a un peso. Rita pudo ayudar a Carlos, su hijo de 22, a recuperarse pero sus ojos siguen llenos de tristeza: "Lo que pasa es que sacás a uno y caen diez. Si se logra erradicar al paco, ya no tenemos que pensar en que alguien nos va a asaltar". Cuando descubrió que ya eran demasiadas las vecinas que habían dejado de hablar de la novela y pasaban las tardes recorriendo dependencias oficiales, Rita decidió que había que organizarse y formó la asociación civil H ay otra esperanza . Así, aprendieron de leyes y de burocracia. Rita llegó a sentarse delante de Aníbal Fernández: "No nos diga que usted nos entiende porque no se imagina lo que estamos sufriendo", dice ella que le gritó cuando el ministro de Justicia le dijo que las comprendía.
MADRES DE PAÑUELO NEGRO
Pero lo que Rita pide es hablar cara a cara con la presidenta Cristina Fernández. Por eso, desde hace unos meses, Rita y un grupo de madres van todos los jueves a la Plaza de Mayo a pedir que las reciban. En una carta que dejan cada semana en la Casa de Gobierno le dicen: "Nuestros hijos fueron paridos y criados cumpliendo con los valores de nuestra sociedad pero al meterse el maldito paco en nuestra familia se apodera de la vida de nuestros hijos. Es difícil, señora Presidenta, estar en nuestra piel". Bajo el sol de enero, del otro lado de la valla que las mantiene a más de media cuadra de la Casa Rosada, estas madres le gritan a la Presidenta que sus hijos terminan delinquiendo porque son víctimas de un "genocidio silencioso". Como más de tres décadas atrás lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo, ellas también eligieron los jueves para marchar alrededor de la Pirámide. Lo hacen con un pañuelo negro. "Gracias a las Madres yo me animé a pelear –dice Graciela–. La dictadura mató juventud, ¿y nadie sabía nada? Ahora somos nosotros la dictadura cuando permitimos que los narcos nos manejen."
Lo que estas madres reclaman no es sólo atender las adicciones de sus hijos. Lo que exigen es un futuro digno para ellos y que los ayuden en la reinserción cuando terminan los programas de rehabilitación. José, el hijo de Graciela, va por su segundo tratamiento. Miguel, el de Estela Moreno, que ya tiene 21, también. Los dos están internados en un centro de contención acentuada que depende de la fundación Casa del Sur. Recayeron por la misma razón: ninguno pudo encontrar trabajo, las horas se les volvieron eternas y el paco volvió al acecho. José y Miguel fueron internados por una orden judicial que sus madres consiguieron a fuerza de rogar y suplicar a un juez que encerrara a sus hijos. Estela sabe mejor que nadie eso que repiten los chicos: "O te mata la droga o te mata la Policía".
A Héctor, su segundo hijo, lo mató un disparo de un instructor de tiro de la Policía mientras intentaba robar un auto. Tenía 15 años, la misma edad que Miguel cuando empezó a fumar paco. Cuando Estela descubrió que su tercer hijo seguía el mismo camino que su hermano, se tragó sus miedos y aprendió a disfrazarse para seguirlo hasta los lugares donde Miguel compraba droga: "Me ponía un buzo con capucha y me mandaba. En menos de una semana yo ya sabía quién vendía. ¿Cómo la Policía no sabe nada?". La paradoja más grande que les ha tocado vivir a estas madres es tener que ayudar a los hijos de los vendedores de droga. "Sabés las veces que vienen a pedirte ayuda y vos sabés que ellos venden... Y qué vamos a hacer, los pibes no tienen la culpa y no podemos dejar de ayudarlos", cuenta Rita.
LAS MEDIAS PUESTAS OTRA VEZ
El domingo es día de visita en la casa donde está internado José. Es una quinta en Monte Grande sin nada que la diferencie de las del resto de la cuadra. Allí funciona una de las sedes de la fundación Casa del Sur, una de las pocas que tiene un programa de contención acentuada, es decir que los chicos recién empiezan con salidas transitorias cuando están recuperados. Recién bañado, con la ropa impecable y las medias puestas, José espera del otro lado de la reja. Sólo puede salir al jardín con autorización de un supervisor, así que para el encuentro con su madre y su hijo le toca acomodarse en la esquina de una de las literas donde duermen los chicos internados, entre los bolsos de las otras familias, banquetas y el lampazo del compañero nuevo que mata su abstinencia a fuerza de fregar el piso con compulsión. Con sus medias puestas, José dice: "Mi vieja es de fierro. Ella a veces se culpa pero era yo el que no me permitía quererla. Ahora quiero salir adelante por ella, por mí y por mi hijo. No traje un hijo al mundo para que haga lo mismo que yo". Mientras apura un mate de yuyos y corta pan dulce sobre una silla desvencijada, Graciela dice: "Cuando veo a esas mujeres en las marchas que dicen que habría que poner presos a los padres, siempre pienso qué bueno que sería llegar ahí y mostrarles cómo es mi vida. En la vida de José faltaron miles de abrazos y de charlas". De vez en cuando suspira y aprovecha para abrazar a José. "Ay mi negro, mi negro", le dice. Y después sigue: "Yo me mataba el lomo laburando para que no les faltara nada, para comprarles aunque sea un yogur por semana y de pronto te das cuenta de cómo te necesitaban y vos no estabas. Esto que está pasando es un genocidio... para el que consume pero también para los demás.
Los pibes no nacen chorros. Mi hijo sufrió demasiado y se merece otra oportunidad. José tiene portación de piel, de barrio. Yo no le debo nada a esta sociedad, yo a estas señoras que aparecen en el noticiero las puedo mirar de frente". Primero fue Nahuel, después lo siguió José y cuando pensó que había tenido suficiente, otra vez José. Graciela ya perdió la cuenta de los domingos que pasó arriba del colectivo a Monte Grande.
clarin.com

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