domingo, 23 de octubre de 2011

Nosotros, ¡rugbiers!

La reciente participación del seleccionado argentino de rugby en el campeonato mundial que finaliza este fin de semana en Nueva Zelanda atrajo la atención de miles de aficionados; lo llamativo es la simpatía y el entusiasmo suscitado en el público neófito o poco familiarizado con este rudo deporte. Hoy por hoy, es probable que la reciente inclusión de Los Pumas en el exigente torneo de las Cuatro Naciones traduzca el actual entusiasmo en un franco apoyo a la práctica del rugby en toda la escala social, habida cuenta de que para sostener un rendimiento parejo con los neocelandeses, sudafricanos y australianos se hará necesario ampliar la base social que abastece a nuestro seleccionado, tal como, por otra parte, ocurre en otros países donde el rugby no sufrió el estigma de clase que en la Argentina, donde la práctica del rugby había estado reservada a las capas acomodadas y sólo desde 1965 se extendió a parte de las clases medias. Ahora bien, desde el punto de vista psicoanalítico ¿qué factores explican el fervor que despierta el rugby y esta paulatina pero firme apertura? Aquí algunas conjeturas.
Por empezar, es para destacar que la idiosincrasia del juego se opone de manera frontal a cualquier rasgo discriminatorio o signado por la segregación. En el rugby, la importancia del esfuerzo común está en primer plano, cosa que no siempre sucede en otros deportes de conjunto como el hockey, el fútbol o el voley. En efecto, un rasgo icónico de este juego es el empuje coordinado del scrum, una de las dos formaciones fijas dispuestas para disputar la posesión de la pelota. Lo extraordinario es que los jugadores argentinos –para desmentir los mitos acerca del individualismo criollo– se distinguen por su eficacia en este esfuerzo por empujar juntos. Y es un estupendo ejemplo de la sublimación, presente en esa fuerza erótica que, tal como afirma Freud en El Malestar en la cultura, cohesiona al conjunto social.
El contacto corporal, la solidaridad, el espíritu de grupo, la competencia o la lisa y llana convocatoria al combate –ilustrado de manera paradigmática por el haka de los All Blacks– dan cuentas del eminente valor fálico que conlleva la práctica de este juego/guerra.
Pero lo que distingue a la función del falo en el ser hablante es señalar el lugar de la diferencia, allí donde la inconsistencia del lenguaje quiebra toda pretensión de uniformidad o masificación. Desde este punto de vista, el rugby cuenta con una condición única que lo distingue de cualquier otro deporte individual o de conjunto: es un juego que admite biotipos muy diferentes entre los integrantes del equipo. Es que los puestos y funciones que conforman su dinámica son tan disímiles que hacen necesaria la participación de pesados, livianos, altos y bajos. Hasta aquí, bien podríamos decir que la naturaleza del juego le ganó a la violencia elitista a la que algunos habían pretendido confinarlo.
Razón que, entre otras, explica por qué el rugby cumple una función tan especial entre la población adolescente, siempre empeñada, por una cuestión estructural, en conformar su semblante a partir de la imagen corporal. Lacan, en el único texto que dedicó a la temática de púberes y adolescentes (“El despertar de la primavera”, en Intervenciones y textos 2, Buenos Aires, Manantial, 1998), formula que el hombre se hace El Hombre al incluirse en el Unoentreotros. Desde este punto de vista, el rugby compone un marco propicio y hospitalario porque alberga, en una misma escena común, la singularidad que cada sujeto porta en su cuerpo.
Además, el rugby es un juego, y todo juego compone un campo privilegiado para el despliegue metafórico: representa, merced al velo que habilita el recurso simbólico, las pulsiones más arcaicas y agresivas que agitan al ser hablante. Así, la violencia que suele manifestarse al compás de los avatares que afectan a nuestros jóvenes encuentra una vía de sublimación.
Porque, si bien el juego del rugby despliega una gran violencia corporal, durante el partido prima un respeto casi sagrado por las decisiones del juez. Quizás una manera de brindar a nuestra gente joven la oportunidad de percibir que la ley, lejos de limitarse a su carácter privador, puede también ser un instrumento al servicio de la diversión y el encuentro con el Otro.
Por Sergio Zabalza- Licenciado en psicología. Profesor nacional de educación física. Ex coordinador del taller de movimiento en el dispositivo de hospital de día del hospital Alvarez. Ex jugador de la primera división de rugby del club San Cirano.
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