miércoles, 14 de marzo de 2012

El maestro que pateó a su perro


Había sido un año lleno de baches y decidí irme a un paraje desolado del Norte para ver si, rodeada de esas antiquísimas montañas, lograba concentrarme y cambiar, con la mera potencia de mi pensamiento, las malas vibraciones que el universo parecía dispuesto a seguir enviándome. Llamé a mi amiga sueca que vive en Yacoraite sola con sus seis perros y emprendí el rumbo con poco más que un lápiz, un sacapuntas y un cuaderno. Dejé atrás la goma de borrar que suelo llevar conmigo a todas partes: esta vez no estaba dispuesta a equivocarme.
Pasé tres días en casa de Annika comiendo humitas y tamales que, preparados por ella, tenían más sabor a smörgårdsbord que a maíz, pero no me importó porque el vino era un Malbec del bueno y ayudaba a olvidar las penas. Cuando nos despedíamos, mientras me daba la llave de la camioneta con la que yo haría el resto del viaje, Annika se acordó de algo.
"En Iruya, recluido en la falda de la montaña, vive un monje Zen -me dijo, con vocales redondas y pronunciando demasiado las erres-. En una de esas puedes pedirle ayuda".
Me pareció una idea excelente. Lo mío nunca ha sido la meditación ni el yoga, pero cuando la mano viene dura no queda más remedio que aceptar que vuelan..., al menos hasta que mejoren las cosas. Aunque Annika no sabía el nombre ni la dirección del monje, cuando llegué al poblado, la primera persona a la que le pregunté supo explicarme cómo llegar a su casa.
Me abrió la puerta un hombre rubio, vestido de amarillo. Parecía tan sueco como Annika, pero su acento era porteño. Le expliqué que había empezado a meditar hacía poco, pero que lo hacía sin seguir un camino trazado, y que andaba buscando un maestro.
"No importa qué camino tomes: todos los caminos llevan al mismo lugar", respondió él, invitándome a entrar.
Mientras daba los primeros pasos dentro de su casa, no pude evitar pensar que lo que me acababa de decir era tan fácilmente rebatible que daba risa, a no ser que el monje estuviera hablando en sentido metafórico, en cuyo caso la metáfora era tan obvia (a largo plazo, todos los caminos llevan a la muerte), que mi corazón de escritora me impelía a huir de ahí cuanto antes. Sintiéndome bastante ridícula, me senté sobre un almohadón y le dije que me gustaría que mi cerebro se quedara quieto, al menos, unos minutos cada día. "Esa guerra está perdida -contestó-. Sólo podrás ganar algunas batallas." A diferencia de la metáfora de los caminos, ésta me gustó. Así que cerré los ojos, como me había indicado.
El monje empezó hablando del viento, de las nubes y de un río. Yo respiraba profundo intentando que no me importara la calidad literaria de las imágenes, pero justo cuando me pareció que empezaba a dejar de pensar, me distrajo el llanto de un perro que se lamentaba detrás de una puerta. Al principio, el monje ignoró los quejidos, pero su respiración perdió definitivamente el compás cuando el perro empezó a arañar la puerta con fuerza.
No me atrevía a abrir los ojos, no fuera a ser que mi nuevo maestro me retara por curiosa, pero cuando el perro empezó a aullar y el monje se levantó enardecido de su almohadón hindú, no pude evitar mirar la escena. Caminando hasta la habitación donde había dejado encerrado al perro, el maestro gritaba: "¡Me tenés harto, Tao!"
Cuando el monje le abrió, Tao salió corriendo, disparado hacia la puerta de entrada, gimiendo, con la cola entre las patas. El monje corría detrás de él.
¡Andate de una vez! -le dijo, furioso, cuando llegaron a la puerta, y le propinó una patada tan potente que Tao dio dos vueltas en el aire antes de aterrizar sobre la calle.
El maestro entró dando un portazo. Cerré los ojos inmediatamente y me hice la que meditaba para que él no viera que yo lo había visto. Sus pasos se acercaron y volvió a sentarse.
Dame un momento y ya seguimos -dijo, y al rato volvió a hablarme de las nubes y el río.
Me quedé cinco días más en Iruya, pero a lo del monje no volví. No es que creyera que quien patea a su perro de ninguna manera puede ser un buen maestro Zen. Quizás él fuera un maestro bueno, pero con mal carácter. O quizá había recibido una mala noticia y era la primera vez en su vida que perdía el control. Al fin y al cabo, por más Zen que fuera, tenía derecho a un día entreverado. Si no volví no fue por eso, sino porque las malas metáforas me espantan..., y también porque estoy convencida de que no todos los caminos conducen al mismo lugar. Si no me creen, pregúntele a Tao que se fue de Iruya y está dormido de lo más contento aquí a mis pies.
Por Mori Ponsowy  - LA NACION.com

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