Yo pertenecía al grupo de putas de nivel medio. No era ni de las de lujo ni de las baratas. Porque no es como muchas personas creen, que solo existe la prostitución de alto nivel y luego la esclavitud, sino que hay mucho más. Una de las cosas que he comprobado a lo largo de los años es el increíble desconocimiento que la sociedad en general tiene de cuántas mujeres se dedican a la prostitución de manera oculta, aunque lo hagan esporádicamente. El puterío es como la sombra psíquica. Todos creen que “de eso” no tienen, pero rascas un poco y en todas las familias asoma. Además, el puterío no existiría sin la sombra, y crece en la sombra.
Yo lo hice durante mucho tiempo solo por las tardes y ni siquiera durante muchos meses seguidos. No aguantaba tanto, lo dejaba y regresaba cuando se me acababa el dinero ahorrado. Otras lo hacían solo a ratos; eran las “chicas de contactos”, una categoría diferente. Otras eran putas de fin de semana; otras, de a diario durante ocho horas, como en cualquier curro de oficina. Muchas estaban casadas, o tenían familia con la cual convivían, y les contaban un cuento. Decían que cuidaban abuelos, niños, o que limpiaban, o que estaban en una agencia inmobiliaria, o... auténticas películas... y colaban. Lo dicho: esto es como la sombra. Cuesta ver esa realidad en “tu” familia (...).
En mi caso, y por lo menos en la superficie, lo que me catapultó al puterío fue el desengaño hacia los hombres, unido a una dificultad económica, en un momento en que mi proyecto de vida hizo agua. Tenía 21 años y era una chica culta, universitaria y normalita en todo lo demás. Vivía en casa de mis padres (...). Pero hoy sé que los problemas con los hombres y con mi manutención, en mi caso, eran temas directamente relacionados. Y esto nos lleva a otras razones más profundas para que yo terminara siendo puta, razones no evidentes y escondidas hasta para mí misma (...).
Tenía 30 años cuando regresé a casa de mis padres y aún tuve suerte porque me aceptaron sin poner pegas. Pudo haber sido peor; hay mujeres que no tienen adónde regresar, dónde caerse muertas un tiempo mientras intentan empezar otra vez de cero. Afronté una nueva etapa de búsqueda de trabajo e inicié nuevos estudios. Por estudiar que no quedara. Sin embargo, aún tuve que seguir trabajando de puta, aunque durante menos horas, para pagar mis gastos y mantener un mínimo de independencia. Era aceptable comer y dormir en casa de mis padres, pero con 30 años pedirles dinero para comprarme un libro, salir el fin de semana o pagarme unos nuevos estudios, pues no.
Aquella fue la etapa más dura, porque ya no soportaba prostituirme más y me enfermaba cada dos por tres. No veía la manera de terminar con mi situación, porque además parecía que no había modo de encontrar otro trabajo. Enviaba currículos, pero nadie me llamaba ni para decirme que no. Muchas veces llegaba hasta el lugar de mi trabajo como puta y sentía que no podía llamar al timbre. Entrar en el edificio, subir en el ascensor y encerrarme en aquellas cuatro paredes para ser follada otra vez se me antojaba insoportable, superior a mis fuerzas. Entonces daba media vuelta, me iba al parque cercano, me sentaba en un banco y tomaba aire. A veces lloraba de impotencia. Luego me enfadaba por llorar y me repetía a mí misma: “Piensa, piensa, piensa. ¿No eres tan lista? Algo se te tiene que ocurrir”.
Pero no sabía qué más pensar. Era como si mi cerebro no supiera funcionar correctamente en lo relativo a encontrar un empleo. Al final razonaba que de momento tenía que ir a trabajar de puta un día más. La jefa y los clientes me estaban esperando unas calles más allá, se trataba de no pensar tanto, era mejor ir a trabajar y dejar las reflexiones para otro momento. Al final iba. No me daba cuenta de que en realidad no “tenía” que ir más, y que lo que pasaba es que no sabía dejarlo. Toda mi estructura mental relativa a la supervivencia material estaba dañada o distorsionada desde su raíz, desde mi infancia. Por eso, aunque veía que mi vida iba mal por ese camino, no sabía cambiar. Para remate, ya no obtenía ninguna satisfacción de mi oficio. A esas alturas de mi historia, hasta el dinero que ganaba me daba asco. Pero no ganarlo era aún peor. Estaba hecha un lío.
Finalmente, conocí a una mujer terapeuta, pero desde que la conocí hasta que empezó a tratarme aún pasaría un año. Durante ese tiempo trabajaba cada vez menos y peor, porque ya no podía más. Tenía síntomas raros, médicamente no explicables, porque en las analíticas no veían nada. Cistitis crónica no infecciosa, inflamación en los ovarios, vaginitis inespecífica, vértigos, contracturas aquí y allá sin razón aparente. O sensaciones extrañas, como notar un frío gélido que me envolvía la cintura, el vientre, las lumbares. Y no se aliviaba con nada: ni con baños calientes, ni envolviéndome telas de lana alrededor del cuerpo, ni metiéndome en la cama. Me dolía todo el cuerpo, casi no podía follar, porque cada penetración me dolía como si me golpearan el cuello del útero con una barra de hierro. Sentía que perdía energía, que mi cuerpo era como un vaso rajado desde el que se escapaba el agua. A veces me sentía vieja y agotada, y andaba como zombi. Me medicaba constantemente para los espasmos musculares, las contracturas, las migrañas, las anginas crónicas, los resfriados, los hongos, qué sé yo. Estaba harta de recurrir al Gine-Canestén o a los óvulos de blastoestimulina en el coño para poder trabajar. Ya no sabía cómo era mi cuerpo en estado natural.
El colmo fue cuando empecé a tener pequeños sangrados rectales, unidos a dolores internos extraños. Sentía como si tuviera púas metálicas atravesándome el colon y me acojoné. ¿Qué cuernos me estaba pasando? Tuve miedo, no de morirme, que hubiera sido un alivio, sino de mal morirme. Porque los médicos no veían nada superficial. Debía de ser algo escondido, profundo. Tenían que hacerme pruebas a fondo en el hospital y el pavor me invadió. Me vi entrando en una espiral de médicos, pensé en tumores, cáncer, qué sé yo. No fui capaz de decirlo en casa. He aquí una muestra de la gran confianza que ha existido entre mis padres y yo. Todo lo escondí. Aparentemente yo era feliz, todo estaba bajo control, pero mi vida hacía agua.
En ese estado de pánico y agobio, al fin me entregué a las sesiones de terapia. Pensé que tal vez fuera a morir, pero al menos quería hacerlo del mejor modo posible. No quería meterme en un hospital sin más y dejar que me llevaran de aquí para allá, que todos empezaran a decidir por mí, sin haber tenido ni tiempo de detenerme, de descansar de mi vida, de revisar mi interior, de reflexionar. Entonces, gracias a la terapia descubrí... Ah, ¡no puedo resumirlo! Tengo que utilizar una metáfora. Tengo que decir que fue como en la película de Matrix. Vi. Y lo que vi, aunque me dejó KO, me hizo despertar, cambiar.
Pero ahora digamos, para acabar, que dejé la prostitución gracias a dos cosas: una, a haber cuidado mis relaciones humanas y amistosas ajenas al ambiente de trabajo, gracias a las cuales ciertas personas finalmente me ayudaron (terapeuta incluida). Dos, a haberme atrevido a ver, a elegir siempre consciencia frente a inconsciencia. Por duro que sea lo que descubras acerca de tu vida o de la vida en general, por mucho que al destapar la caja de Pandora te parezca que la realidad es horrorosa o un espanto, es mejor saber. Eso te permite afrontar el verdadero origen de tus males y dejar de odiarte; además, te capacita para entender mejor la realidad en que vivimos. De otro modo, no puedes buscar caminos de vida diferentes. Estás atrapado, como en la matrix, en inercias, programas mentales, etcétera.
Tal vez lo más difícil sea lo segundo: asumir ser conscientes, elegir siempre saber frente a no saber. No es un camino que todos deseen andar. Mi mejor amiga de la prostitución murió, en parte, porque no quiso andarlo. Le daba más miedo afrontar su realidad y pedir ayuda como puta confesa que sufrir una larga y penosa enfermedad, como finalmente sucedió.
elmundo.es
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