lunes, 19 de julio de 2010

A la gente le gusta la gente

Una y otra vez, cuando se registran manifestaciones multitudinarias como la que se ha vivido con el triunfo de la selección española, el mismo manifestante se pregunta qué fuerza impulsa y logra el superfenómeno del descomunal gentío. Quinientos mil, millón y medio, dos millones. Lo importante no es tanto su medida exacta como su superación de lo previsible, que convierte lo humano en una réplica de los fenómenos naturales, incontrolables y emancipados de la razón.
Nadie puede decirlo sin parecer trasnochado
Por un lado, si la escala de la manifestación alcanzara cifras razonables sería innecesario recurrir a cábalas para explicar su plétora. Pero, por otro, la experiencia de conciertos y fiestas raves, las cifras de asistencia a los estadios, hacen saber que lo que más interesa a la gente es estar con la gente, pertenecer a su abundancia e incluso jugar con el espectáculo, creado justamente, de ser asombrosamente muchos. De esa masa innumerable se deriva la noticia en primera y cada cual, componiendo esa formación, recibe su diploma de participación en el suceso extraordinario.
El éxito, tanto de los programas del corazón como de las historias "con interés humano" dan idea de que la gente es tema estrella de la gente. Ni los restaurantes importantes lo serían sin mucha clientela ni los musicales ganarían atracción sin colas.
Hay convocatorias ecologistas, partidistas, antiabortistas, festivas o de funeral. Siempre atraen más las que contienen un argumento con personajes que con ideologías. Pero ya todas las citas suelen ser hechos en los que se hallan implicadas las personas o los equipos de personas.
A despecho de que la actual sociedad haya sido designada como individualista o superindividualista, nada ha variado en lo esencial y menos en el estilo del mundo de los últimos años. Desde los tiempos en que no había radio o cine o televisión y los paisanos se distraían mirando pasar a los vecinos, la existencia es amena, posee misterio, interés y sentido gracias a la contemplación, la conversación y el recreo basado en la existencia de los demás.
Ninguna otra especie es más afectiva y gregaria ni más necesitada de cooperación, solidaridad e interacción positiva. Por fragmentos o a granel, la mira, se husmea, se enracima, se acumula, se reclama y reconoce en la especulación con los demás. Y ahora, con el multimillonario éxito de las redes sociales, ¿cómo dudar del potente fenómeno de la muchedumbre creando un nuevo saber y otro sabor de las costumbres?
¿Asombrosas manifestaciones con motivo del Mundial, del desastre del Prestige, de la muerte de Lady Di, del asesinato de Miguel Ángel Blanco, del fallecimiento de Juan Pablo II o del 11-M?
El modo en que la gente se expresa más viva y gloriosamente es a través de la multitud. Una multitud sin número porque la manifestación solo llega a triunfar de verdad cuando las cifras que sumarían los concurrentes se hace una cuenta incalculable. De este modo la cantidad se convierte en cualidad y la voz -de dolor, de alegría, de protesta- se agranda ensordecedoramente. ¿Tendrá efecto este movimiento popular? No es seguro. No es seguro todavía, porque los movimientos sociales desde el feminismo al ecologismo, los derechos de los animales o los derechos de los ancianos, crean fuerzas que van ocupando el lugar de los desacreditados (y corruptos) partidos políticos.
Estas seudorganizaciones se comportan como espasmos de presión, accionan como garantes de la dignidad y, sobre todo, en cuanto "movimientos", en parte espontáneos y en todo heterogéneos, son tan efímeros como las estrellas fugaces y aún no se conoce en qué medida están fundando un nuevo mundo de acción o participación política.
En la psicología, como en cualquier otra disciplina, las distintas escuelas pugnan por el predominio de su particular interpretación de lo real. Sin embargo, hay una ecuación, dentro de la psicología, sobre la que casi todos los profesionales se confiesan de acuerdo. La ecuación se refiere a la "fórmula" que incrementaría la felicidad social y su postulado tiene dos partes. La primera es que son más felices aquellos países o regiones donde las diferencias de renta no son ofensivamente distantes. La segunda es que la felicidad de las personas no correlaciona positivamente ni con el dinero, ni con la inteligencia, ni con la religión, ni con la salud o la cultura, ni con ser bajo o alto, agraciado o feo, hombre o mujer. La felicidad solo correlaciona positivamente con la más numerosa y mejor comunicación con los otros.
De nuevo, el formidable éxito actual de las webs sociales se clarifica por su aporte de relaciones entre muchos e iguales, por virtuales que a algunos les parezcan. Las redes de comunicación, personales y activas, ofrecen la gran ventaja de que las buenas noticias, al ser compartidas, incrementan su importancia y celebración; y las malas noticias, al saber que otros prójimos también las sufren, hacen perder la insoportable suposición de que la adversidad viene a ensañarse con nosotros. La mayor salud física y psíquica, en fin, no proviene del más completo sistema sanitario sino de la especial riqueza personal que se desprende de la trama.
Con esto podría empezar a entenderse sin esfuerzo el atractivo imán de las concentraciones de masas, pero, además, tal recompensa culmina cuando la referencia sobre la concentración se agranda en los medios de comunicación que, enfatizando el suceso, le otorgan categoría tanto como notarios de su excepcionalidad como indirectos convocantes de su fiesta. ¿Convocan los medios mediante alguna proclama? No necesariamente y no continuadamente. Una exposición de Sorolla en el Museo del Prado atrae hasta medio millón de visitantes porque, además de ser excepcional, su excepcionalidad se agiganta en las noticias para millones de receptores. Sorolla, como Shakira, se hacen grandes al mediatizarse en estas cámaras de recauchutado. Ni el amor por la pintura, ni el amor por la música ni las gestiones del ministerio serán más eficientes que el contagioso virus informativo que difunde la televisión y los otros medios.
A la celebración del triunfo de la selección española de fútbol acudirían decenas de miles pero su número sigue multiplicándose, minuto a minuto, al compás del calor que los locutores, los cámaras y los vídeos van atizando.
De hecho, lo realmente atractivo en la última gran exposición de Sorolla (o de Tiziano, fíjense) en El Prado no radicaba en el hermoso poder de sus pinturas sino en el hegemónico poder de la cola. Todo lo que tiene cola goza de simbólica solemnidad, sea en las bodas o en las visitas al museo.
Tal como sucede con las películas, los libros, las pulseras equilibrantes o los iPods lo más decisivo no radica tanto en la intrínseca virtud del producto como en su capacidad para crear virus. Todos los profesionales del marketing lo saben. Cualquiera puede esperar para comprar ese CD de Michael Jackson o la nueva entrega de Harry Potter, cualquiera podría pasear tranquilamente por el Museo Casa Sorolla de Madrid a lo largo de los 365 días del año. Si no lo hacen obedece a que la soledad deprime o devalúa mientras la concurrencia expande.
En el análisis de los fenómenos explosivos, sea en las ventas o en las concentraciones, el marketing llama tipping point al punto crítico en que un artículo o un hecho pasa de ser muy interesante a ser un blockbuster. De ser un éxito a ser un taquillazo.
Los ya casi olvidados Hush Puppies o los modelos de Kickers vivieron su tipping point hace 10 años, cuando una impensada solicitud marginal (pero distintiva) los convirtió, de golpe, en insignias de moda. El mismo expediente ha seguido la marca de ropa Fish&Acrombie, nimbada de un pasado supuestamente mítico pero medio enterrado, o el renacimiento de Adidas enfrentándose al tipping point global de Nike.
A la gente le gusta la gente, se fía cuando acude mucha gente. La gente anima y brinda seguridad, donde hay concentración de comensales se come bien. Los infundios en sentido despectivo, inspirados en la Ilustración, ignoran tanto el cambio de época como que la gente de por sí actúa como un gen en la sociedad de masas.
La moda es un ejemplo elocuente del contagio genético que logra involucrar a tantos como para transformar un producto en un factor de época y un diseño en un designio. Puede que el fervor (como la moda) no dure mucho, puesto que nada de lo que es contemporáneo nace para perdurar, pero son tan productivas porque el modelo dominante es el impacto y su canon el acto terrorista.
Manifestaciones de inconmensurables ciudadanos que, sin embargo, se diluyen un día después como azucarillos, juramentos eternos y odios de pedernal que se erosionan por horas. No hay un antes y un después de una manifestación multitudinaria puesto que por su propia naturaleza se trata de una explosión que mata o hiere, salva o exalta pero que, en ningún caso, ha nacido para fundar un reino perdurable. Lo que cuenta es el grado máximo de calor, el resplandor, la bomba. La emoción de la emoción.
Porque así como todos los medios han ido haciéndose cada vez más calientes o sensacionalistas y llevan a primera plana pedofilias, volcanes o crímenes, la oferta, en general, no olvida nunca el corazón de la clientela. Es el caso del llamado factor emocional (e-factor) que desde hace dos décadas orienta las campañas de marketing, la arquitectura fotogénica o la estructura de los telediarios
Contrariamente a la idea que calificaba a la época inmediatamente anterior a la crisis como materialista, nuestro tiempo ha sido romántico, emotivo, especulativo, presentista o aventurero. Y de ahí, precisamente, la crisis. Todo lo racional se consideraba triste o desfasado en el tiempo posmoderno (desde finales del XX a primeros del siglo XXI). Por el contrario, lo irracional, se trate de amor, muerte, sexo, los bonos basura, la pasión por las ballenas o el vicio de la web social, han sido reflejos acordes con el espíritu del tiempo. La propia manifestación de la manifestación forma parte de lo mismo, puesto que en ella se concelebra tanto la exaltación como el enamoramiento de lo colectivo.
No es, obviamente, casualidad que el descubrimiento de las neuronas espejo, con poderes para mimetizar los comportamientos del otro, más el prolífico discurso en boga sobre la civilización de la empatía, vayan inspirando los análisis más recientes. Empatizar es el pegamento de las multitudes. Ser o no empático ha pasado a ser hoy -como la inteligencia emocional- el tema de nuestro tiempo. La empatía abre el camino emocional del otro: conlleva comprensión y compasión. La simpatía nos acerca, pero la empatía nos une, un factor decisivo en las espectaculares (especulares) manifestaciones de masas, su causalidad y sus consecuencias.
Nos congregamos para celebrar juntos lo óptimo pero también para llorar a la vez. Esta es la magia del contagio. Formamos un tumulto sentimental para llorar al Papa o a Lady Di, para celebrar un campeonato o protestar juntos contra el mal del capitalismo, el terrorismo o el recorte salarial. Desacreditados los partidos llegan las asociaciones de ciudadanos, tan fuertes como efímeras, tan poco ideológicas como cargadas de pasión inaugural.
¿Una alineación más? En el primer capítulo de La rebelión de las masas, publicado en el diario El Sol (24 de octubre de 1929), el mismo día en que estalló el crash del 29, Ortega certifica "el advenimiento de las masas al pleno poderío social" y añadía: "Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer".
Ese supremo padecimiento cultural coincidía aquel 24 de octubre con la ascendencia de la multitud. Pero hay otras coincidencias con nuestros días: el fin de la Gran Cultura y el ascenso de la cultura de masas.
Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados en la cultura de masas, no creía, hace 55 años, en la entidad e identidad de la cultura de masas. Este fenómeno sería como un subproducto que fabricaba la cultura burguesa para anestesiar al burdo proletariado. Todos los medios de comunicación de masas desarrollaban la función de hipnotizar a las masas. El fútbol, evidentemente, en uno de los primeros puestos.
Pero ¿qué ocurre, sin embargo, ahora cuando la Wikipedia es el centro del saber, la sabiduría se desliza hacia la muchedumbre (the wisdom of crowds) y la innovación procede de las "fuentes abiertas" en la Red? Es ridículo pensar en un gabinete que diseña las estrategias de alineación popular.
¿El fútbol es una subcultura? Nadie puede afirmarlo sin pasar por ser un trasnochado. Eva Aladro, catedrática en Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, ha expuesto, junto a otros, una sugestiva teoría de lo que ahora ocurre: la masa, contra el criterio de Ortega, no sería una fuerza sin cabeza: "La metáfora de una sola mente social no es una imagen muerta y obsoleta de la comunicación de masas en la actualidad. En ella radica la imagen de un fenómeno que sigue siendo real: los individuos en colectivos numerosos y aparentemente desconectados entre sí experimentan en ciertas ocasiones una capacidad de captación climática de los cambios de actitudes y opiniones, y una velocidad de adaptación y acción que recuerdan a las células de un mismo y único cerebro. La dificultad para explicar estos fenómenos de comunicación que tienen una velocidad siempre mayor y pueden producirse en cualquier campo nos habla de que aún no conocemos bien los procesos de transmisión de experiencias que se producen con la comunicación, y menos aún, con la comunicación de las masas". No conocemos su explicación científica, pero los palpamos. No calculamos su magnitud, pero es esto, precisamente, lo que los hace abrumadoramente grandes.
elpais.com

No hay comentarios: