lunes, 7 de diciembre de 2009

Psicodramas y algo más


Por Violeta Gorodischer
Si en sus primeras Conferencias, Freud afirmaba que la resistencia al psicoanálisis era la mejor prueba de su eficacia, deberíamos preguntarnos qué le depara el presente, ahora que la práctica se legitimó con el índice más claro de aprobación colectiva. Léase: el éxito televisivo. Ni siquiera importan esas investigaciones de la UBA que indican que hay 145 analistas cada cien mil habitantes y ubican a la Argentina a la cabeza de Dinamarca, Suiza y Noruega en cantidad de psicólogos per cápita: la representación mediática de la terapia psicoanalítica es garantía suficiente de masividad. Ya los primeros difusores del psicoanálisis a nivel local, como Enrique Pichon Rivière, uno de los fundadores de la Asociación Psicoanalítica Argentina, luchaban por extenderlo fuera del consultorio a través de columnas semanales en la revista Primera Plana. Paradojas del destino, hoy se lo cita (indirectamente) en una de las ficciones más exitosas de Canal 13, cuando el analista representado por Norman Briski le dice al paciente conflictuado por la endogamia de la comunidad armenia: “Es necesario salir del círculo para entrar en la espiral”. Pero el guiño no hace a la historia y estas sutilezas son un dato menor a la hora de ver las causas que llevaron a los guionistas de Tratame bien a extender los 13 capítulos iniciales a los 36 que serán finalmente, gracias a la repercusión del programa.
¿Qué atractivo encuentra el televidente argentino en la recreación del análisis? Todo empezó con Vulnerables, allá por el año 2000. Por primera vez se llevaba un grupo de terapia a la pantalla chica, se contaba la dinámica de trabajo y la problemática particular de cada uno de sus miembros: desde el adicto, la madre posesiva y el fóbico, a la histérica o el jugador compulsivo. Además, se dramatizaba la vida del terapeuta, algo totalmente innovador para ese momento. “Antes de Vulnerables, solamente recuerdo las terapias televisivas como una recreación donde el analista era un estereotipo, el personaje de pipa que ponía caras mientras el protagonista le hablaba”, dice Mario Segade, uno de los guionistas. “Lo que nos atrajo a Belatti y a mí fue el poco interés inicial que despertaba la idea de hacer un programa de televisión que básicamente se centraba en ‘gente hablando de sus problemas’. Bueno, nosotros demostramos que era posible hacer un programa intenso y atractivo con esa temática, porque todos los elementos que usamos eran muy sólidos: escritura, producción, dirección, intérpretes.” Y es cierto, lo que dice Segade. La suma de factores llevaba las más de las veces a un clímax dramático donde el espectador quedaba de cama. Hubiera hecho terapia en su vida, o no. Los autores desacreditan la opinión de que Vulnerables marcó un antes y un después en la televisión argentina, pero admiten que abrió las puertas para que otros pudieran pensar nuevas ficciones. Y así fue como unos años más tarde vinieron las Locas de Amor, con guión a cargo de Pablo Lago y Susana Cardozo, la dupla (¡y pareja!) que hoy escribe Tratame bien. Básicamente, dicen los guionistas, la idea fue mostrar la locura desde un lugar interesante, lejos de la oscuridad y la abyección a las que solía asociarse. “Poder contarle al público cómo vive una persona con problemas psiquiátricos concretos, una vida supuestamente normal”, explica Cardozo. De ahí a Tratame bien, no medió más que un paso y la aprobación de Pol-ka, a esta altura referencia obligada de los productos “psi”. Y entonces acá estamos todos, prendidos cada miércoles al unitario que gana en su franja horaria reflejando una terapia de pareja (la dupla Roth-Chávez) y las terapias individuales de sus integrantes. Por un lado está Briski, el analista de José (Chávez) que vendría a ser algo así como el tipo que está de vuelta. El personaje de Arturo es Briski haciendo de Briski (que debe tener unos cuantos años de análisis encima) con esos gestos, con esas risas ante el relato del paciente, el tipo que baja un escalón para hacernos la vida más fácil y se permite hablarle de igual a igual (“¿no querés una pinza de esas de depilar para sacarte esa astillita que tenés en la mano?”) sin olvidar el famoso “encuadre”: desde señalar el sillón que le corresponde “siempre” por ser el analista, hasta derivar al personaje de Alfredo Casero cuando descubre que es amigo de José (“en nuestra profesión, el encuadre..., la base ética de nuestra profesión”, trastabilla algo incómodo). Después está Elsa (María Onetto) que es la más imperfecta de todos, por no decir lisa y llanamente una inútil. Una analista lenta, pegada al librito, un tono cansino que recuerda a la cosmetóloga de Juana Molina (“estás mal, Sofía, ¿mmm?”; “¿Y el alcohol, Sofía?”), negada como pocas a resolver el síntoma que salta frente a sus ojos cuando Roth llega ¡borracha! al consultorio. Y por último está Banegas, la gran Banegas haciendo de Clara, la terapeuta de pareja. Otra que debe darse sus buenas panzadas leyendo los guiones. Una Medea en el rol terrenal de analista, aunque mucho más simpática. Agradable, podríamos decir. Una mujer frontal, mucha sonrisa, muchos chistes, que escucha complaciente cuando Roth y Chávez le cuentan que se fumaron un porro en el medio de la mudanza post-crisis y apela al silencio ante las peleas feroces que muestran más que cualquier discurso. Incluso se permite guiños con la teoría: “Cómo roban ustedes con el yeite de la madre”, le dice Casero en su primera sesión de terapia con la hija del matrimonio protagonista. “¿Sabe qué pasa?”, contesta Clara, “que el sheite de la madre es el sheite más viejo de la historia de la humanidad”.
A la hora de arriesgar las razones del éxito, Lago y Cardozo coinciden en que los desconocedores de la terapia espían de qué se trata “para ver si hay cosas que a ellos les sirvan”, mientras que el analizado con experiencia corrobora satisfecho la verosimilitud del formato. El goce de fisgonear dentro de un espacio cerrado en el que, por definición, jamás podría haber un tercero. Claro que en uno y otro caso es necesario hacer un pacto previo con la ficción: se sabe que el tiempo es oro y que el zapping está al alcance de la mano. “Lo que nosotros hacemos es tomar una foto”, explica Cardozo. “Si la terapia dura 45 minutos real, acá vamos a mostrar un minuto de lo más interesante. El insight famoso, por ejemplo, pasó una sola vez y no volvió a pasar. Eso no sucede tan fácil ni tan rápidamente en las terapias normales, no vamos a mentir”, dice. Por las dudas, vale la aclaración: el “insight” es definido como ese momento de la terapia en que el paciente (¡al fin!) incorpora por sí mismo la interpretación analítica.
ASESORAME
Lejos de los supuestos, la dupla mentora del fenómeno no tiene mucho training en esto de analizarse. Los dos admiten haber empezado hace muy poco tiempo, movidos por el interés de acercarse a lo que cuentan en el programa. De ahí que hayan decidido supervisar sus historias con una psicóloga real, Cristina Meyrialle, que da el OK o baja el pulgar dependiendo de cuán verosímil resulte el conflicto. Y hay un consejo que hace a la verosimilitud de cualquier sesión: evitar la puesta en escena de la interpretación y la máxima terapéutica. “Es fundamental el modo en que el terapeuta habla”, explica Cardozo. “Hay que ser cauteloso, y no, por apurar el ritmo, hacerlo decir eso a lo que el paciente debería llegar por sí solo. A lo sumo, hacer a un lado el ‘lo que a vos te pasa’ para decir ‘tal vez, lo que acá está pasando’.”
Terapia conductista no es, por lo visto. Pero si entramos a hilar fino, tampoco es la breve sesión lacaniana, cargada de argot y silencios por parte del dúo paciente-analista. “Ninguno de los tres terapeutas de Tratame bien es ortodoxo, en ningún sentido”, explica Meyrialle, que a pesar de su formación psicoanalítica admite haber ido incorporando elementos de las nuevas escuelas a lo largo de los años (“el psicoanálisis no es una Biblia, Freud dijo yo llego hasta acá, ustedes sigan”). Y para una ficción, el planteo parecería coherente. Difícil reproducir literalmente una terapia ortodoxa, llena de esos silencios que hacen al “bache” televisivo, repitiendo el temita recurrente durante sesiones y sesiones y sesiones en una práctica que suele ser estática, lenta y, en la inmediatez del presente, no demasiado fructífera. En este sentido, los autores dan forma a sesiones que toman un poquito del Conductismo, un poquito de la Gestalt, algo de superación personal y mucho de interpretación del inconsciente. El resultado son ciertas “licencias poéticas” donde el relato onírico se mezcla con el abrazo del analista, con el consejo directo, con el señalamiento del acto fallido... “Hay cosas que no son exactamente como deberían ser, pero como recurso dramático funcionan”, plantea Lago. “No nos pusimos muy exquisitos con el tipo de terapia que hacen los personajes individualmente, sino que quisimos que nos sirviera como recurso: que puedan decir en ese espacio lo que no dicen afuera, y a veces ni siquiera ahí. Porque lo notable de algunos personajes es cómo se mienten dentro de su misma terapia.”
De más está decir que el formato no admite defensores a ultranza del psicoanálisis, a la espera de códigos implícitos que se quiebran una y otra vez en el paso a la pantalla chica, amigota de la simplificación. El psicoanalista Germán García, uno de los fundadores de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, opina al respecto: “Lo que ocurre con la lógica del psicoanálisis es que es muy difícil tipificarla en un modelo transmisible, porque a veces no decís nada, a veces la sesión dura diez minutos, a veces cuarenta, no se puede sistematizar, o reducir a una fórmula. De ahí la tensión que existió y va a seguir existiendo, entre difundir algo a través de la cultura de masas y el costo que esa difusión tiene. Es algo opinable, es como filosofar por televisión: habrá quien diga que ese reduccionismo de Hegel deja de ser Hegel, y habrá quien diga que mejor decir eso, a no decir nada”.
MIRANDO LA CRISIS AJENA
Un hallazgo del programa consiste en mostrar también las fallas del analista, especialmente en el personaje de María Onetto, la terapeuta de Cecilia Roth, que tiene una paciente alcohólica y no sabe cómo encarar el conflicto. La identificación se juega así por partida doble: pacientes con pacientes y analistas con analistas. “Es bueno mostrarnos como seres humanos y no seres perfectos”, plantea Meyrialle, que a su vez se confiesa fan de la serie norteamericana In Treatment, dirigida por Rodrigo García, el hijo de Gabriel García Márquez. “En esa serie hay un placer en la identificación con el analista: vemos cómo el tipo se sacude con las vicisitudes emocionales de sus pacientes. Y para un analista, es doblemente conmovedor”, dice. Porque si el fenómeno de televisar la terapia arrasa en canales de aire, también encabeza el ranking en varias series de afuera. Los antecedentes fueron Tell me you love me o Los Sopranos, donde la sesión aparecía tangencialmente a las historias centrales, ya fuera en las disfunciones sexuales de tres matrimonios o en el análisis poco convencional de Tony, el mafioso más popular del mundillo de las series. Y así se fue preparando el terreno para la llegada de In Treatment, que ubica a la terapia como tema excluyente. Transitando su segunda temporada en HBO (que ya prometió una tercera), la historia del analista Paul Weston (Gabriel Byrne) y sus cinco pacientes resulta una verdadera revelación a partir de su formato: con cinco capítulos semanales, cada día está dedicado a un paciente, y el viernes, a la supervisión del propio Byrne. Este formato, además de original, permite ver todas las sesiones semanales, o declararse seguidor de un solo paciente y mantenerse fiel a su día. En realidad, la serie se trata de la adaptación de Be’Tipul, una ficción israelí donde pese al despliegue de la palabra hablada y una sesión en tiempo real, a lo 24, con mínimos desplazamientos espaciales, se privilegia el método conductista tan popular en Estados Unidos si descontamos la elite intelectual que prefiere al neurótico a lo Woody Allen. En la primera temporada, los casos de In Treatment abarcaron una chica con transferencia erótica, un marine traumado (y con licencia) por haber tirado una bomba en una escuela llena de chicos, una pareja en crisis que no sabe si concretar un aborto y una lolita solitaria, seducida por su entrenador de gimnasia artística. La segunda, encuentra al doctor Weston al frente de una ex paciente que lo asesora legalmente ante la demanda por mala praxis que le inicia el padre del marine muerto, una chica con cáncer, un niño obeso que afronta el divorcio de los padres y un empresario workaholic a punto de tocar fondo. Y siempre la supervisión donde el profesional se despacha a gusto, para espanto del televidente-paciente paranoico. Lo interesante es la forma en que el contexto social y político se va filtrando en cada uno de los relatos: las atrocidades de la guerra Irak-Estados Unidos en el marine, la legitimidad del aborto en la pareja, la discriminación social en el niño obeso, el rechazo a la enfermedad en la chica con cáncer. “Hay algo de psico-sociología en este fenómeno: en cierto sentido, se trata de ir midiendo qué impacto subjetivo tiene la mediatización de la terapia en la sociedad, porque estas ficciones bajan un mensaje”, señala García. Y en relación con nuestro país, agrega: “A partir de la crisis actual, lo que se le quiere contar a la clase media es que tiene que ser estoica, que hay que saber aguantar. El protagonista de Tratame bien es un tipo que no tiene laburo pero que tanto no se preocupa, porque puede costear tres terapias. Además los valores que el programa transmite son políticamente correctos: descubre que el hijo es de otro pero lo quiere y lo educa como si fuera propio, y ese hijo, a su vez, se busca una novia de una clase social más baja e incluso tiene un hijo con ella, lejos del arribismo característico de la clase media”.
LOS TERAPEUTAS TAMBIEN LLORAN
En todos los casos, la idea es dar cuenta de ciertos conflictos universales desde una óptica diferente: “Entre amantes, de padres con hijos, de hijos con padres, de parejas, podíamos explorar los mismos problemas sin necesidad de reinventarlos”, declaró Rodrigo García en relación con In Treatment. Como en el antiguo teatro griego, entonces, la clave es exponer dramas arquetípicos donde todos puedan verse, incluso los analistas. Claro que si el espectador respira aliviado al ver en el otro sus propias debilidades, no debe ser fácil para un profesional (superyoico) encontrarse en la figura del loser. Porque digámoslo de una vez: Gabriel Byrne encarna a un antihéroe al que las cosas le salen mal, muy mal. Contracara del analista perfecto, su vida (siempre funcional a la trama) se cae a pedazos. Antes la mujer le metía los cuernos y los pacientes se le iban de las manos (desde intentos de suicidio en el consultorio, hasta aprietes directos que él no sabía eludir). Hoy, lo vemos separado, mudado a Nueva York y enfrentando un juicio por mala praxis a raíz de la muerte del marine. Y ojo, que el conflicto encubre muchísimo más, porque el padre del paciente muerto lo visita en mitad de la noche con una demanda, donde lo acusa por haber dejado volar a su hijo cuando “él no estaba listo”. El terapeuta tendría que haber alertado a la marina, tendría que haber evitado ese vuelo. Y por no haberlo hecho, ahora los familiares le reclaman ¡20 millones de dólares! Al shock inicial de Weston, que también tiene sus raptos de lentitud cual María Onetto (“nunca se me había muerto un paciente en medio de la terapia” es lo único que repite durante el funeral al que lo acompaña la ex paciente enamorada, en el instante previo al affaire) sigue el enfrentamiento con la institución: es el ejército contra el psicoanálisis (“la marina siempre se lava las manos”), es el sistema legal irrumpiendo en el espacio más íntimo, el reflejo del imaginario colectivo de la sociedad norteamericana que entiende al psicoanálisis como una práctica absolutamente resultadista: “las notas que usted toma durante la sesión pueden no ser importantes terapéuticamente”, lo reta la abogada, “pero legalmente, son fundamentales”. Y por si quedan dudas, remata: “Esto es la ley, Paul, no es terapia. Acá es ganar o perder, no hay grises, no hay subtextos”. Uf, pobre Weston, las cosas que le pasan. Casi una parodia (“es Kafka”, define él mismo), si no fuera porque todo es tan serio, porque la densidad de los casos agota emocionalmente al espectador y, sobre todo, porque ya existen otros formatos que alzan la bandera de la parodia. Como Head Case, por ejemplo.
Estrenada en octubre por I-Sat en Argentina, esta otra serie es una hiperbólica burla al psicoanálisis, y ya atravesó tres temporadas exitosas en el país del norte. “Soy lo que tu madre no era. No, eso suena muy deprimente. Soy como una revendedora de Avon, pero con maquillaje para tu cabeza”, se presenta Elizabeth Goode, la terapeuta de las estrellas de Hollywood. Y entre los cuadros de niños llorando, la secretaria que interrumpe sesiones y el patético Dr. Myron que comparte consultorio con ella, un psiquiatra atemorizado por la ola de suicidios desatada entre sus pacientes, uno ya va sospechando que ese no es el diván en el que quisiera acostarse. Escrita y protagonizada por Alexandra Wentworth, una de las popes de la comedia yanqui, Head Case recupera ciertos rasgos de la comedia incómoda (The Office, Curb your entusiasm) en la figura de una psicóloga sádica e inimputable, que expone las teorías más complejas y usa los métodos más rebuscados para atender a las estrellas de Hollywood que acuden en persona a su consultorio. De los consagrados como Jerry Seinfeld (de quien fue novia en el programa del cómico), Rosanna Arquette y Hugh Hefner, a los clase B como la actriz porno Traci Lord o Jason Priestly, el ex Beverly Hills que, en su lucha contra el olvido popular, intenta analizar con la doctora Goode por qué no es gay. “Un contrapunto ideal para los que se aburrieron de asistir al consultorio de Gabriel Byrne y necesitan un golpe de KO para acomodar sus vidas”, anunciaba la gacetilla de presentación de la serie. ¿Qué otra cosa podía hacerse después del híper-realismo minimalista de In Treatment más que representar su perfecto contrario? Dicho sea de paso: antológica la escena donde la terapeuta obliga a Priestly a travestirse y representa para él situaciones no aptas para menores entre muñecos Ken, bajo la premisa: “Vos decime cuando te sientas incómodo”.
FREUD EN LAS PAMPAS, LOS HOSPITALES Y LOS CUARTELES
Ahora bien, si en los dos extremos del continente americano las series con analistas pegan (y mucho) lo cierto es que cada región tiene sus particularidades. Mientras que en Estados Unidos el término “terapia” engloba infinidad de variantes desde la llegada del Conductismo, el Humanismo y las corrientes New Age, en Argentina somos un poco más ortodoxos, más apegados a la teoría clásica. “Acá hay una cultura psicoanalítica gigantesca, es un idioma que la gente reconoce rápidamente, le resulta muy familiar”, plantea Meyrialle. Tal vez tenga que ver con el arraigo tan fuerte del psicoanálisis en el país a partir de los ‘60, tal vez con la difusión cultural y mediática que supimos darle en todos estos años. “En las últimas décadas se dio un fenómeno doble muy interesante”, plantea el historiador Mariano Plotkin, autor del libro Freud en las Pampas, donde analiza la evolución del psicoanálisis en el país, desde su llegada a la actualidad. “Por un lado, hay una declinación de las terapias del tipo tradicional, donde el paciente llegaba a ir cuatro veces por semana, y esto tiene que ver con que la gente ya no puede costearse esos tratamientos, las prepagas no cubren y hay una ampliación paralela del mercado de terapias alternativas. Pero, por otro lado, el lugar del psicoanalista en distintos ámbitos de la cultura sigue siendo muy fuerte, no pensado como terapia sino como un discurso que abarca ámbitos muy por fuera del espacio estrictamente terapéutico”, dice. Porque si la cultura argentina se calificó muchas veces como “psi”, a lo mejor deberíamos afinar la mirada y entender que más bien existe una “cultura psi”, que ocupa un lugar central en la cultura argentina (principalmente urbana). Y al tiempo que en Estados Unidos analizarse sigue siendo privilegio exclusivo de algunos, en Argentina ya no es algo privativo de las clases medias desde que los sectores bajos también acceden a esto en los hospitales públicos. La dinámica y la terminología psicoanalítica se representan a su vez mediáticamente y así se difunde cada vez más una práctica que llegó a ser aceptada y naturalizada por la mayoría de los argentinos. “Hasta el lugar mismo de los psicoanalistas ha cambiado en algunas circunstancias”, plantea Plotkin. “En las crisis del 2001-2002, pasaron a ocupar el lugar de ‘intelectuales públicos’ a los que acudían los medios para que desde su saber específico (y a veces incluso por fuera de él) proporcionaran un discurso que hiciera inteligible la realidad social y política que vivía el país”. Si a esta altura nadie se compra el paquete y todos sabemos que esto no es magia (“es mentira que las personas puedan hacer un giro en 180 grados por ir a terapia, sos la misma persona, con algunas cosas más claras”, dice Meyrialle) habría que ubicar las causas del hit analítico en un nivel más profundo. Al fin y al cabo, en un país donde el general Balza pidió disculpas públicamente por los crímenes de la dictadura utilizando términos como “trabajo de duelo”, “traumas” o “inconsciente colectivo”, el éxito del psicoanálisis en pantalla no tendría que sorprendernos tanto.
Tratame bien: miércoles a las 23 por Canal 13
Head Case: Lunes a las 22 y viernes a las 21.30 por I-Sat
In Treatment: las dos temporadasse consiguen en dvd.
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