Aquel que dijo que la web sentenció a muerte a la pornografía y la extirpó para siempre del mundo público –el kiosco, el supermercado de la novedad– para despacharla como a una valija al mundo privado –una habitación con ventanas cerradas y computadora encendida– está equivocado (en parte). La segunda piel que nos respira –pensar que nosotros usamos la red como un juguete es tan narcisista como seguir pensando que somos el centro del universo, la cúspide de una inexistente pirámide biológica–, más bien, incitó una multiplicación: internet –como si hubiera sólo una, como si fuera una cosa aprehensible en una idea– provocó la diseminación del discurso del deseo permanentemente insatisfecho hasta en los lugares más imposibles.
En cualquier parte, en cualquier momento, cualquier persona: todos –adultos, chicos, puritanos, libertinos, hombres, mujeres, individuos autónomos, sujetos-rebaño–, todos consumimos y disfrutamos de la pornografía. Una pornografía nueva: aquella que revuelve nuestro interior, se ancla en la franja invisible que separa la conciencia del inconsciente y de ahí tira. Y al hacerlo nos tienta con imágenes puras: estímulos que golpean como cachetadas al poner tanto acento en la potencia, en el poder, el estatus, la velocidad, el confort, la pertenencia, la novedad.
Hay muchos “más” y pocos “menos”: más resolución, más nitidez, más capacidad, más RAM, más GB, más MPX, más XXX: la jerga tecnológica, su discurso, es el nuevo porno. Y no soft sino hardcore.
Porque a los LCD, celulares, heladeras, cámaras, netbooks, laptops y demás aparatajes se los “disfruta”. Según el cartel que adorna una casa tomada o según el aviso color y a doble página que promueve los beneficios de la náutica –por algo tanto hincapié en navegar–, con ellos se llega al Nirvana, a la petit morte, con ellos se goza.
A ellos se los atiende (al celular no se lo hace esperar nunca, ni siquiera en el baño), se los cuida (¿quién dejaría olvidada una notebook en el patio mientras llueve?), se los protege tanto del frío extremo como de la mirada cargada de envidia de los otros. Todo, claro, según la publicidad, aquel gran manto de palabras e imágenes encadenadas que nos cubre a diario y que naturaliza, borra los rasgos históricos de los acontecimientos y también de los artefactos, al mismo tiempo que articula el pensamiento y con sus metáforas encuadra la imaginación: aquello con lo que se puede soñar, desear, babear.
La nueva escena pornográfica es global y ubicua. Nos rodea como el oxígeno, el hidrógeno y la soberbia con sus promesas de satisfacción inmediata y de vínculos esterilizados: un iPod nunca te va a ser infiel, un pendrive siempre estará ahí cuando te sientas solo. No hay que ir a Venus, ni ser un playboy o una playmate, o escuchar a 167 cm de argentinidad incitar a que se la sigan mamando (sin que nadie se anime a decirle: “¿cómo dijo?” o “con mucho gusto, señor”). La tecnopornografía nos alcanza, te alcanza, ahí donde se deposita la mirada. Y al hacerlo moldea, con paciencia y el cuidado de un orfebre aún no alcanzado por el Parkinson, una sensibilidad nueva que se exuda por los poros en los momentos menos sospechados: cuando dos neuronas se conectan y uno se percata en el tren o colectivo de que se olvidó el celular cargando en el baño de la casa o cuando la abstinencia comienza a picar en las puntas de los dedos luego de 20 o 30 minutos de no chequear los emails. O peor: cuando pasa un día sin que se haya descargado nada por Rapidshare o vía uTorrent o el Facebook rebose de invitaciones y frases absurdas sin comentar.
No es extraña, así, la aparición de personajes como el escocés David Levy –maestro en ajedrez y especialista en inteligencia artificial–, quien en su libro de 2007 titulado Love and Sex with Robots: The Evolution of Human-Robot Relationships sugirió: “A partir de 2040, todo lo que hace de alguien una persona atractiva se podrá reproducir artificialmente. Los robots llorarán, se enfadarán, se pondrán contentos, se emocionarán. Tendremos sexo y nos casaremos con ellos”.
Para entonces, la tecnopornografía actual será un recuerdo lejano, naíf, el testimonio de una época en la que las máquinas perdieron su aura de frialdad y comenzaron a ser deseadas.
criticadigital.com
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