NUEVA YORK.- Una tarde de 2002, Claudio Benzecry subió en un
ómnibus frente al Teatro Colón y viajó más de 50 kilómetros con un grupo de
fanáticos de la ópera hasta el Teatro Argentino, de La Plata, para ver el
estreno de una puesta de La Bohème . Durante el trayecto, una mujer se le
acercó y le preguntó quién era: "Acá nos conocemos todos y nunca te había
visto". Cuando el sociólogo Benzecry le explicó que estaba en aquel ómnibus
porque quería estudiar al público de la ópera en la Argentina, especialmente el
público del Teatro Colón, la mujer le respondió: "Muy inteligente de tu parte.
Hiciste muy bien en venir acá".
Y después le dio una recomendación que terminaría siendo clave: "También
deberías ir a la parte del teatro donde la gente asiste de pie. Ahí aprenderás
unas cuantas cosas. Los que van al gallinero son los que realmente aman la ópera
y saben todo sobre ella". Benzecry, que estaba preparando su tesis de doctorado
en sociología para la Universidad de Nueva York (NYU), aceptó el consejo de la
mujer y dedicó los años siguientes de su vida a estudiar al público del Colón en
general, pero en particular al muy peculiar e inclasificable grupo de gente que
llena los tres pisos más altos del teatro. La investigación y el esfuerzo de
Benzecry se vieron recompensados el año pasado con la publicación de un libro en
inglés, editado por la editorial de la Universidad de Chicago, y su publicación,
este mes, de la versión en castellano, El fanático de la ópera: etnografía de
una obsesión , editada por Siglo XXI Editores.
A mitad de camino entre el libro académico y la crónica periodística,
Benzecry, de 40 años, narra su propio descubrimiento del submundo que habita en
los techos del Colón (en la tertulia, a donde sólo pueden ir hombres; la
cazuela, sólo habitada por mujeres, y el paraíso, donde pueden ir parejas) y
descubre que la pregunta más interesante es: ¿qué quiere decir "enamorarse" de
algo como la ópera? Hijo del director de orquesta Mario Benzecry, el autor
incorpora también sus recuerdos como niño y adolescente entre las bambalinas del
Colón -donde su padre dirigió varias veces a la Filarmónica de Buenos Aires y,
durante dos años, a la orquesta del ballet- para poner en duda algunos de los
preceptos de la sociología. Leyendo a Pierre Bourdieu y otros autores clásicos,
Benzecry había aprendido que el público de alta cultura quiere "distinguirse"
socialmente y moralmente de otros grupos. Pero Benzecry, recordando a las
personas que se acercaban a su padre en los años 80 y las personas que conoció
en los primeros tramos de su investigación, como aquella mujer en el ómnibus a
La Plata, sintió que en el público del Colón había algo más que pretensiones
sociales. Eso es lo que quiere probar en el libro: que el público de los pisos
altos del Teatro Colón -normalmente de clase media, formado por personas
solitarias y algo tristonas que saben muchísimo de ópera- no sólo va al teatro
para ganar estatus social, sino también para expresar una variante extraña del
amor: el amor por la ópera.
-¿En qué momento empezaron a chocar sus recuerdos de infancia con sus
lecturas académicas?
-Mi recuerdo de cuando era chico era que la gente que se acercaba a mi viejo
o a los músicos después de la función era gente con la ropa gastada, pitucones
en los hombros y que hablaba como los viejos hinchas de fútbol: «Yo lo vi
debutar a usted con el violín en 1954». Cosas así. Después, cuando empecé a leer
a Bourdieu y otros autores sobre los gustos de las elites, vi que aparecía todo
el tiempo la asociación entre música clásica, ópera, alta cultura y capital
cultural. Y sentí que había un desajuste entre lo que la sociología dice sobre
cómo funcionan esos mundos y mi experiencia y mi recuerdo. El registro de
estatus y clase social también existe, por supuesto, pero no es el único.
-O sea que hay algo más. La gente no va al Colón para aparentar.
-Exacto. Hay una relación con el estatus, pero funciona muy distinto. La
versión de la sociología más clásica es: yo cambio esto por otra cosa. Yo acepto
ir al Colón y cambio eso por figuración social o conocer gente para conseguir un
trabajo o un negocio. Yo me encontré con algo que era incambiable, porque si vos
decís que vas al Colón cuatro veces por semana, es probable que lo vean como
medio raro.
-¿Cómo definiría a estas personas? En el libro dice que la mayoría es de
clase media, desde abogados hasta empleados estatales.
-Socioeconómicamente no me terminó de quedar claro. Con la que hablé, me
decían que habían nacido o tenían familia en Arrecifes, Salto, Colonia Pringles,
las afueras de Bahía Blanca. Se repetían los mismos nombres, donde probablemente
paraban compañías itinerantes que hacían fragmentos de óperas. En la Capital,
aparecían muy mencionados barrios clásicos de clase media, como Flores, Floresta
y Devoto; además de Avellaneda y Lanús. Y también está la cuestión italiana,
cuyos inmigrantes tenían una fuerte tradición de afición por la ópera. Algunos
te cuentan que ingresaron en la ópera yendo al viejo teatro Marconi, que estaba
en Once.
-¿Los de arriba son más fanáticos que los que tienen abono?
-No, no. Es algo que se dice, pero yo, de hecho, conocí arriba a personas que
tienen abono, pero que cuando quieren ver una ópera por segunda vez, van arriba.
Porque es imposible sacar cinco abonos. Quiero decir: a diferencia del público
tradicional y de los fundadores del Teatro Colón, que eran las viejas familias
tradicionales, la gente de arriba no tiene la fantasía de ver a una Argentina
potencia, moderna, integrada al mundo y a la alta cultura. Además, en los
últimos 20 o 30 años el Colón dejó de ser un lugar importante de circulación
social, en términos políticos y socioeconómicos. Los presidentes y los jefes de
gobierno ya no van a la ópera. La red de las familias tradicionales todavía
existe -Amalita donaba plata todos los años-, pero eso financiaba el 10%, como
mucho, del presupuesto del Colón.
-¿Hubo algún afecto de la crisis de 2001-2002 en el público del Colón?
-Los fanáticos de la ópera durante mucho tiempo sintieron que el Colón era
una especie de isla, o de refugio, de la decadencia del país. Ni el peronismo ni
la dictadura, por ejemplo, se metieron demasiado en el Colón. Ya no lo es más. O
por lo menos no lo era cuando yo hice las entrevistas, en 2005 y 2006. Me decían
que los músicos ahora «tocaban en mangas de camisa». O me marcaban la suciedad,
la decadencia del edificio, los vagabundos durmiendo en la puerta, los volantes
de «cambio cartucho de impresora» pegados en las paredes. Sentían que había una
degradación de afuera hacia adentro del Colón. Y aparecían muchos de los
reclamos de la clase media de esa época: «Esto es el Colón piquetero». O: «Esto
es una oficina pública con escenario».
-En el libro dice que el público del Colón valora mucho "saber" de ópera.
¿Saben de verdad o fanfarronean?
-En general, saben de verdad. Tienen ese ethos de la clase media de
ganarse el mérito, de «hago esto y lo hago bien porque me esfuerzo». Pero,
además, algo que ocurrió específicamente en el Colón es que el público de arriba
se desarrolló casi al margen del público de abono, en buena parte porque el
Colón tiene puertas de entrada distintas para cada uno de estos grupos. La gente
de los palcos entra por Libertad y los de arriba entran por Viamonte o Tucumán,
según el sector. Y nunca se cruzan. Nunca dicen: «Vamos a tomar un café» y están
mezclados los de los palcos con los de cazuela y tertulia. Y eso significa que
se armaron normas de reclutamiento y etiqueta propias, sin necesidad de copiar
las de la elite.
-Da la impresión de que les gusta hablar de sí mismos.
-Mucho. Cuando me veían con el bloc o se enteraban de que estaba estudiando
al público, venían y me decían: «Anotá esto», o «Acá lo importante es...». Para
mí fue superdisfrutable, en parte porque el público del Colón es gente que no
tiene a quién contarle esto. Hay mucha gente sola, o que va al Colón empujada
porque no tiene otros espacios dónde compartir su pasión por la ópera y eso a su
vez refuerza el ir al Colón, que es el único lugar donde puede hablar del tema.
Algo que me decían mucho era: «Acá me entienden y me respetan».
-¿Charlan mucho entre ellos, se hacen amigos?
-Sí, pero los momentos de sociabilidad son cortos. La gente va un rato antes
a sacar la entrada. Conversan ahí y durante los intervalos, pero no durante la
música, porque está supermal visto. A mí lo que me llamó la atención es que a la
salida no se habla. Hay un desagote fuertísimo de hablar en la escalera, yendo
hacia la salida, pero después cada cual se va por su lado. Yo tenía la fantasía
de que iba a tener unas cenas buenísimas, pero no había nada de eso.
-¿A ellos les gustaría que la ópera fuera más popular, o les gusta
sentirse exclusivos?
-Es raro, porque, por un lado, creen que la ópera es lo máximo, y por eso
debería gustarle a mucha más gente. Pero la ópera no es una marca de clase, es
una marca de espiritualidad. Les gusta que vayan chicos de las escuelas al
Colón, y al mismo tiempo, se ven a sí mismos como parte de una elite. ¿Qué
pasaría si se abrieran las compuertas del Colón y el Gobierno declarara un
«Opera para todos»? No sé si les gustaría.
-¿Se sienten como una especie de refugiados culturales?
-Yo digo que hay un «efecto Asterix». Ellos hablan mucho de la decadencia
cultural argentina y, en esta narrativa, se ponen a sí mismos como la última
aldea que resiste al invasor. Muchos son antifutboleros, pero mucho más que eso
critican la cultura basura, a Marcelo Tinelli. A Tinelli le pegan con todo lo
que hay.
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