viernes, 14 de octubre de 2011

Bostezar, ese misterio


Hagamos un ejercicio de lo más sencillo: imaginen a alguien bostezando. O lean varias veces el título de este artículo. ¿Qué, ya están contagiados? (Ah, no, si están tan aburridos pasen directamente a la página de los chistes). Lo mismo ocurre frente al sonido de un bostezo (aun para individuos ciegos), y también con monos, perros o todo bicho que bostece (que se pueda contagiar de nosotros, y viceversa). Sí, es así de sencillo y de misterioso: algo tan cotidiano como el bostezo encierra profundas preguntas científicas, desde para qué sirve y, sobre todo, por qué es tan contagioso. Adelantemos la respuesta: no se sabe (que, convengamos, es la respuesta favorita de los científicos), lo que no quiere decir que no sea un tema de activa experimentación. Hasta hay una sociedad internacional de estudios del bostezo que -creer o bostezar- tuvo su primer congreso internacional en 2010, en París (dicen las malas lenguas que fue un plomo, pero no les crean). Pero qué barbaridad, las cosas que investiga esta gente. Y encima les pagan.
Comencemos por el principio: cuándo, cómo y por qué. Seguramente estén pensando en que bostezar implica aburrimiento o cansancio, y no es necesariamente así (basta pensar que solemos bostezar al despertarnos, cuando se supone que estamos fresquitos para empezar el día). Bostezamos mucho, todo el tiempo y, según los experimentos, este gesto de unos 6 segundos de duración (en promedio) puede repetirse de 1 a ¡26 veces cada media hora! Si hacemos las cuentas, se estima que una persona bostezará unas 240.000 veces a lo largo de su vida. Y con todo lo que tengo para hacer.
La idea clásica (que viene dando vueltas desde el siglo XVIII) era que el bostezo ayuda a llevar oxígeno al cerebro y así mantenernos alerta. Pero la ciencia vino a romper con esto cuando se demostró que en un laboratorio en el que se cambian los niveles de oxígeno o dióxido de carbono, la frecuencia bosteceril no cambia significativamente. Que pase la hipótesis que sigue. Algo es cierto: bostezar no es sólo abrir la boca grandota para que entre aire. Ahora que seguramente les da ganas, prueben bostezar sin desperezarse ni abrir bien la boca -eso no es un bostezo, es una porquería-. Los movimientos son tan parte del bostezo como el bostezo en sí, y puede que ayuden a dirigir el flujo sanguíneo hacia arriba. También sabemos que el bostezo se controla a través de las áreas más primitivas del cerebro, y que es de lo más inconsciente. Incluso se ha notado que la falta de bostezo (como se observa en algunas enfermedades neurológicas) indica que algo anda mal entre las dos orejas. Tal vez el bostezo prepare al cerebro para estar listo para lo que venga cuando no hay otros estímulos simpáticos dando vueltas (al fin y al cabo, los atletas muchas veces bostezan antes de una prueba, los violinistas antes de un concierto, los paracaidistas antes de saltar, y siguen las bocas abiertas). El último grito de la ciencia es que el bostezo ayuda no sólo a llevar sangre al cerebro, sino, sobre todo, a enfriarlo -se bosteza menos al respirar por la nariz, que lleva aire más frío al cuerpo, o al tener un paquete frío sobre la cabeza-. De acá vendrá la famosa idea de tener la cabeza fría., lo que no ocurre en los encuentros sexuales que algunos investigadores también han relacionado con el bostezo, como lady Chatterley cuando se estiraba con el curioso bostezo del deseo. También hay enfermedades del bostezo, como el caso presentado por Charcot, en 1888, de una mujer que llegaba a hacerlo 8 veces por minuto y como en esa época la norma era serás lo que debas ser y si no serás histérica, allí le quedó el rótulo a la pobre paciente (que seguramente tenía un tumor hipofisario). También hay bostezos inducidos por drogas, o el triste destino de la simple incapacidad de bostezar.
Lo cierto es que todos bostezan: los peces, los leones, los bebes en la panza de la mamá. Y muchos de estos bichos también se contagian el bostezo -lo cual es, seguramente, el mayor de los misterios de esta ciencia-. Alrededor del 50% de los humanos adultos son bostezadores contagiosos (y, para el caso, también lo es un tercio de los chimpancés adultos). Puede que la costumbre de taparse la boca venga de nuestros primos, que usan el bostezo como una señal jerárquica -y nada de mostrarle los dientes a papá mono-. Algo de esto aprendió el Principito de Saint-Exupéry cuando el rey del asteroide 325 le prohibió bostezar en su presencia para luego ordenarle hacerlo -quién entiende a los reyes-.
Por otro lado, el contagio se puede dar de maneras sorprendentes, como ver una foto de un bostezador al que se le haya borrado la boca; sólo los ojitos y la expresión general del cuerpo ya nos darán esas ganitas tan especiales. Una posibilidad es que el contagio ayude a un grupo a estar sincronizado: imaginemos un grupo primitivo que se contagia del bostezo del centinela cuando ve llegar una manada de mamuts corriendo hacia su cueva; todos estarán boquiabiertos y, seguramente, un poco más despiertos. En esto pueden estar involucradas las famosas neuronas espejo, que se activan al imitar un movimiento y hay quienes las acusan de ser responsables de la empatía entre humanos. Así es la ciencia: nos lleva de paseo desde los orígenes del bostezo hasta la esencia misma de lo que nos hace humanos. A bostezar, que se acaba el mundo.
lanacion.com

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