jueves, 17 de junio de 2010

La fiesta sudafricana demuestra que el fútbol, la nueva religión secular, también da esperanzas

Por Alex Milberg
Ruido de trompetas, gritos de euforia, multitudes enardecidas y el mismo Coliseo de Roma, pero en Johannesburgo. Pasaron 2.000 años, donde había arena ahora hay césped y en lugar de leones y gladiadores hay futbolistas y mil millones de personas siguiendo cada segundo de esta ceremonia inaugural por televisión e Internet.
¿Cómo no van a explotar los 48 millones de sudafricanos si hasta ellos coinciden con su presidente cuando dice que desde el fin del Apartheid, en 1994, el Mundial es lo más importante que les pasó? ¿Cómo no va a pedir que lo filmen en secreto el encargado de seguridad de las tribunas, si él también quiere mostrarle a su familia que estuvo ahí, dentro del estadio junto a los otros 85.000 testigos de la historia?
Si hasta Soweto, el barrio más pobre y famoso de África, parece desierto dos horas antes del partido. En la zona Este, la más antigua, el restaurante B’s Place, que siempre está repleto, no destila olor a sémola ni pollo frito. “La cocina queda cerrada hasta después del partido”, decreta su dueña, Beatrice. “Hoy es uno de los días más importantes de nuestro país”, dice, e invita a ver el partido en una habitación donde seis familiares se pelean por centímetros de dos colchones, sus palcos, su primera fila. Todo sea por los Bafana Bafana, expresión que se traduce como los “muchachos” de la Selección y que se usa afectuosamente para decirle a un hijo “estás grande, estás creciendo”. África es Bafana Bafana. Está grande, es el continente más antiguo, de donde venimos todos, ahí nació el primero de nuestros ancestros. Y hoy, pese a las tragedias imborrables de Ruanda y Somalia, es una región de más de 50 países que se desarrolla como nunca: la economía de la región creció un 5 por ciento, las democracias van reemplazando los últimos bastiones dictatoriales. Sus ciudadanos, de Botswana, Zambia o Senegal y —por supuesto— los sudafricanos, sienten que llegó la hora de demostrarle al mundo que África puede ser un lugar confiable y próspero. Renace un orgullo emergente, como el de los brasileños, chinos, indios y rusos del BRIC, dispuestos a recuperar su autoestima perdida y creer —una vez más, y más que nunca— que el futuro es posible.
Nelson Mandela, el ser humano más importante aún con vida, iba a hablar de ese mensaje de esperanza pese a la fragilidad de sus 91 años. Pero la trágica muerte de su bisnieta Zenani, de 13 años, justo la noche anterior a la inauguración, lo apartó de la fiesta. En cambio, ahí está Joseph Blatter, abrazando al presidente sudafricano, Jacob Zuma, que grita: “¡Lo hicimos!”, con un mensaje de raza y antiopresivo muy parecido al “¡Sí, podemos!” con el que Barack Obama inspiró a millones. Las trompetas de plástico son ensordecedoras. En los palcos, ocupados en un 80 por ciento por blancos, pasan las bandejas con salmón y vino blanco. Afuera del estadio hay 12 millones sin trabajo, un 25 por ciento de la población del país que sostiene la marca de la mayor tasa de desempleo. Pero no se trata de entristecer la fiesta. De hecho, el fútbol, la nueva religión secular, también da esperanzas a quienes no tienen nada. Un 30 por ciento de la población mundial se declara cristiano. Un 20 por ciento, musulmana. Pero como dice John Carlin, autor de “Jugando con el enemigo”, el libro que inspiró la película “Invictus”, “el fútbol trasciende todas las creencias, razas y lenguas”. Es mucho más que un juego o un negocio: es el evento que convoca a la mayor cantidad de personas en la historia de la humanidad. Es inútil sintetizar un impacto cultural tan poderoso en la lógica del negocio capitalista. “El fútbol es la nueva religión”, escribió Stephen Tomkins, autor de “Breve historia de la Cristiandad”. Por eso, para quienes menos tienen, el fútbol y sus estrellas, que surgen de la pobreza absoluta, como Samuel Eto’o, son un mensaje de esperanza vívida y terrenal. Eto’o, además de ser el único jugador en la historia en ganar dos veces el torneo local-liga y la Champions League (primero en Barcelona y ahora en el Inter) es también autor de una sentencia célebre: “Debo correr como negro para poder vivir como blanco”. Ante la polémica, profundizó: “Todos tenemos los mismos derechos, eso quise decir”.
Mientras tanto, en el estadio, la ceremonia inaugural deja lugar al fútbol. Cuando llegan los himnos, los sudafricanos guardan un respetuoso silencio. Hay miles de banderas amarillas. En cuatro sectores, se agrupan miles de mexicanos. Luego se mezclan por todo el estadio. También hay banderas alemanas y argentinas. El partido es una anécdota. Sudáfrica siente la presión de los ojos del mundo y sólo se defiende. México toma confianza pero no la suficiente. Pelé mira desde el palco, Maradona desde la concentración en Pretoria. En el segundo tiempo, Sudáfrica se anima. Siphiwe Tshabalala anota el primer gol de la Copa 2010. En la tribuna hay abrazos y llantos. Sudáfrica se anima, siente que puede. México tiene el orgullo herido. Se refuerza con los que no fueron tenidos en cuenta. Empata. Se grita el gol en las tribunas, no hay crimen ni delito. Casi no existen errores en el arbitraje. El partido lo dirige un uzbeko, y lo asiste un colega de Kazajstán. Los últimos minutos son de máxima tensión. Ataca México y las vuvuzelas (trompetas de plástico, la palabra es de origen zulú) estallan. ¿Quieren distraer a los atacantes como las hinchadas de baloncesto en la NBA, que hacen ruido para perturbar al equipo adversario? No. Porque ahora ataca Sudáfrica y las vuvuzelas suenan casi más fuerte. No expresan amor u odio, aprobación ni rechazo. Es sólo una manera de hacer ruido, de sacar afuera tanto grito ahogado, siglos de silencio, dolor e injusticia, pero también amor, alegría y esperanza. El ruido es apabullante, conmovedor. África quiere hacerse escuchar.

elargentino.com

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