viernes, 9 de julio de 2010

Cerebro joven, cuerpo maduro

Platón escribió que cuando envejece, el hombre “aprende y corre cada vez menos”. Y en su laboratorio de la Universidad de Virginia, Timothy Salthouse parece haberlo comprobado. Tras estudiar a más de 8.000 personas que se sometieron a pruebas de memoria, destrezas de resolución de problemas y otras funciones mentales, observó que, después de los 25 años, el rendimiento cognitivo iba cuesta abajo.
Sin embargo, había algo en los resultados que perturbaba a Salthouse. La gráfica de los datos tiene dos trazos que recuerdan una montaña rusa. El primero representa a los individuos, por grupo de edad, que ocupan el 25 por ciento más alto en su prueba de raciocinio. Las líneas demuestran que la capacidad de razonamiento alcanza su máximo alrededor de los 28 años de edad y luego se desploma: sólo un 6 por ciento de las calificaciones más altas tienen más de cinco décadas de vida. El otro trazo, que grafica la distribución por edades de los directivos de compañías Fortune 500, es casi una imagen en espejo: alcanza su máximo antes de los 60; la mitad tiene más de 55 años; y casi no hay CEOs de 40.
Eso explicaría por qué AIG, GM, Lehman Brothers y demás firmas tocaron fondo en la reciente crisis financiera estadounidense: porque la dirección no está en manos de los más inteligentes. Sin embargo, Salthouse desentraña lecciones contrarias a esa lógica y más esperanzadoras. La primera es que en la vida real, más que en el laboratorio, las personas dependen de su capacidad mental para responder mejor a los estragos de la edad y descubren la manera de “dar la vuelta” a las destrezas mentales menguantes. La segunda es que, de hecho, algunas funciones mentales mejoran con la edad y una de ellas es ese “algo” por demás vago que llamamos sabiduría.
Observaciones recientes empiezan a replantear lo que sucede con la mente y el cerebro al envejecer. Las diferencias de funcionamiento cerebral entre los 20 y 80 años parecen tener más que ver con el estilo de vida que con la edad. Y estos hallazgos están derivando en intervenciones que podrían resultar más eficaces que los ejercicios de memoria y los crucigramas.
Tomemos la afirmación de que el volumen encefálico empieza a reducirse hacia los 30 años. Los primeros estudios sugerían que la corteza prefrontal es la más afectada. Esta región es responsable de funciones diversas como la previsión, el razonamiento y la inteligencia “fluida” (la capacidad para identificar, por ejemplo, la letra que sigue en la secuencia G-B-F-C-E). Sin embargo, resulta que esos datos están alterados debido a que los estudios incluyen a individuos con problemas de demencia temprana. Si sólo se estudiara a individuos sanos, es muy posible que no se observara tanta pérdida de volumen, vaticina el neurocientífico John Morrison, de la Escuela de Medicina Mount Sinai en Nueva York.
Otros ensayos anteriores también revelaron que la mielinización (de la capa grasa que envuelve las neuronas) alcanza su máximo hacia los 20 años y luego disminuye. Dado que la mielina acelera y vuelve más eficaz la conducción de señales eléctricas en el cerebro, la pérdida de esta sustancia hace que se prolongue la capacidad para relacionar un rostro con un nombre, el título de un libro con su autor y otras correlaciones semejantes. Su pérdida también ocasiona que el cerebro se vuelva “más ruidoso”, agrega el neurocientífico Henry Mahncke, de Posit Science: “Sucede lo mismo que con una radio que ya no puede sintonizar claramente una estación. El cerebro se esfuerza más en encontrar la señal y priva de recursos a la memoria y el razonamiento”. No obstante, la disminución de mielina ocurre principalmente en una región neuronal específica, la responsable de aprender cosas nuevas, de modo que la parte encargada de la memoria no manifiesta semejante pérdida.
De hecho, un estudio con monos Rhesus demuestra que el cerebro se adapta muy bien. La corteza prefrontal de los animales ciertamente pierde “espinas dendríticas”, minúsculas prolongaciones que actúan como receptores de banda ancha en el cerebro y captan neurotransmisores que conducen las señales a otras neuronas. Sin embargo, monos y personas tienen dos tipos de espinas: las más delgadas y pequeñas se encargan de aprender y recordar cosas, mientras que las cortas y más gruesas evocan el recuerdo de cosas que sabemos desde hace años. El cerebro pierde alrededor de 45 espinas dendríticas del primer tipo, pero ninguna del segundo tipo, informaron Morrison y un grupo de colegas en el Journal of Neuroscience.
Eso explicaría por qué tenemos dificultad para recordar cosas recientes sin perder nuestros conocimientos fundamentales. “Creemos que la experiencia y el conocimiento están codificados en las sinapsis y las espinas que no se pierden con la edad”, apunta Morrison. “Tal vez sea así como el cerebro retiene lo aprendido hace décadas y permite que un profesor de biología celular siga dando clases hasta después de sus 80 años”. Pero también podría ser la razón de que, aunque la mayoría perdamos la capacidad de resolver problemas nuevos, nuestros conocimientos sigan intactos y podamos aumentar el vocabulario hasta, por lo menos, los 60 años. Más aún, la inteligencia emocional, las destrezas sociales y el autocontrol suelen mejorar con la edad.
En términos generales, los procesos cognitivos, como la velocidad de procesamiento (la rapidez con que el cerebro capta e interpreta información del mundo exterior, así como las señales que se propagan por el circuito de razonamiento), menguan hacia los 20 años de vida, juntamente con los sistemas respiratorio e inmunológico. La memoria y la capacidad para resolver problemas mejoran hasta los 20 años y luego permanecen sin cambios, iniciando su decadencia entre los 50 y 60 años. Con todo, los promedios hacen que perdamos de vista la individualidad. Las calificaciones de algunos sexagenarios en pruebas de memoria, resolución de problemas y demás medidas cognitivas son superiores al promedio de los adultos de 20 años. Como prueba anecdótica, Salthouse menciona al economista Robert Solow (86 años), ganador del Nobel, que mantiene una intensa actividad intelectual y genera artículos que rechazan modelos macroeconómicos.
No todos somos como Solow, ni siquiera a los 30 años. Sin embargo, es evidente que algunos cerebros se conservan en mejores condiciones que otros. Tal vez la diferencia sea parcialmente genética, pero como no podemos volver en el tiempo para pedir a nuestros padres que nos hereden genes distintos, las posibilidades de intervención en ese sentido son nulas. De manera que sólo nos queda el estilo de vida. Salthouse señala que apenas un 20 por ciento de las variaciones individuales en medidas estándar de memoria, resolución de problemas y otras funciones ejecutivas es producto de la edad. Lo demás (del 64 al 96 por ciento de las diferencias en dichas pruebas, según propone en su nuevo libro, “Major Issues in Cognitive Aging”, “Problemas principales en el envejecimiento cognitivo”) se debe a factores que nada tienen que ver con la edad.
Uno podría ser el generacional. Muchas de las funestas conclusiones sobre el envejecimiento provienen de lo que se denomina “comparaciones de muestras representativas”: los investigadores llevan individuos de 20, 60 y 80 años al laboratorio, aplican pruebas, comparan resultados y repiten el procedimiento. Se supone que las diferencias indican lo que ocurrirá al primer grupo cuando llegue a la edad del segundo, pero esto podría ser un grave error. Veamos el caso de una mujer que visita Miami. Su primera impresión es que la ciudad está repleta de judíos neoyorquinos, mientras que la población joven consiste mayormente en latinos. Así, su conclusión evidente es que al envejecer, los latinos de Miami se transforman en judíos.
Es muy posible que estemos cometiendo el mismo error al comparar cerebros jóvenes y viejos, pues sus diferencias no se traducen en que las funciones mentales se vayan al demonio a medida que envejecemos. Todo lo contrario, enfatiza Salthouse: muchas de las “diferencias observadas con la edad podrían ser reflejo de las generacionales”. El hecho de que las generaciones más recientes superan a las precedentes desmiente la idea de que nos volvemos más tontos; y no sólo eso, sino que además tiene nombre: el “efecto Flynn”. Por consiguiente, lo que revelan los estudios de muestras representativas es que si los octogenarios de hoy no piensan ni recuerdan igual de bien que sus nietos de 30 años ello es consecuencia de las diferencias generacionales, de manera que los resultados de esos estudios pintan un cuadro excesivamente pesimista de lo que sucede con el cerebro al pasar los años. Si medimos una y otra vez a los mismos individuos, señala Salthouse, “al menos antes de los 60 años”, veremos que la edad contribuye a la “estabilidad o incluso el incremento” de la función cerebral.
Este reconocimiento de que la diferencia en la función cerebral se debe a causas ajenas a la edad precipitó una andanada de intervenciones que podrían postergar, mitigar o incluso prevenir algo de esa declinación. El estudio más completo sobre esas intervenciones, llamado ACTIVE (siglas en inglés de Capacitación Cognitiva Avanzada para Ancianos Independientes y Vitales), iniciado en 1992, utilizó a una población voluntaria de 2.832 adultos cuyas edades oscilaban entre los 65 y los 94 años, a los cuales dividió entre los grupos sin capacitación (población de control) o con capacitación en raciocinio, memoria y velocidad de procesamiento mediante 10 sesiones de entrenamiento, cada una de entre 60 y 75 minutos de duración. La capacitación en raciocinio enseñó a los participantes diversos métodos para descomponer un problema en pasos y mecanismos que identificaban patrones de relación, mientras que la capacitación en memoria consistió en estrategias para formar imágenes o asociaciones, por ejemplo: recordar una lista de palabras que incluía los sustantivos “pingüino”, “tijeras” y “factura”, y, a continuación, visualizar al ave utilizando el instrumento para picotear una cubierta de chocolate.
Como era de esperar, los voluntarios tuvieron mejores resultados en las áreas para las cuales habían recibido capacitación y, en términos generales, la mejoría fue equivalente a retroceder entre siete y 15 años en el tiempo para las pruebas de raciocinio y memoria, e incluso más para las de velocidad de procesamiento. No obstante, no se observó un efecto de transferencia; es decir: mejorar la memoria no agudizó el raciocinio, ni una mayor celeridad de procesamiento enriqueció la memoria. Algo más alarmante fue que, luego de la capacitación, el rendimiento de los participantes cayó de forma más acelerada en la población capacitada que en el grupo control, lo que podría reflejar el hecho de que, para que el cerebro “asimile” la capacitación, es necesario hacer algo parecido a los aeróbics, comenta Mahncke: “Creemos que por cada capacidad mental que deseamos fijar en el cerebro, hay que incrementar la estimulación cada nueve a doce meses”. Cabría pensar que los crucigramas son el ejercicio mental ideal porque se los practica todos los días y se asegura que mantienen la agilidad cerebral, sobre todo en vocabulario y memoria. Pero eso tal vez es una confusión de causa y efecto, ya que quienes pueden decir quién fue el “compañero de fórmula de Bob Dole” son los realizan crucigramas regularmente y los que no, prefieren abstenerse. En un reciente estudio, Salthouse y colegas no encontraron pruebas de que las personas que hacían crucigramas tuvieran “una menor velocidad de declinación del raciocinio”. Como informó en su análisis de 2006, hay “pocas evidencias científicas de que la participación en actividades mentalmente estimulantes altere el envejecimiento mental”, lo que es “más una esperanza optimista que una realidad empírica”.
Lo único que sostiene la agudeza mental con el paso de los años es el ejercicio aeróbico. Un estudio seminal de un grupo de la Universidad de Illinois descubrió que tres caminatas vigorosas por semana, durante seis meses, mejoran la memoria y la materia blanca, que permite la conexión de las neuronas en las regiones cerebrales para funciones ejecutivas, como la planificación.
Aunque caminar es gratis, en 2009 los estadounidenses gastaron US$ 13 millones en software y juegos de acondicionamiento mental, según Ambient Insight, compañía de investigación de mercado. Según científicos independientes, los productos Brain Age (Nintendo; US$ 19), MyBrainTrainer (se baja de la web; US$ 29,95 por año), Brain Fitness (HappyNeuron; US$ 69,95) y otras ofertas similares mejoran las capacidades para las que fueron diseñados porque, supuestamente, repetir la rutina de presionar una tecla de dirección al ver una luz verde mejora el tiempo de respuesta, los ejercicios de relacionar una cara con otra aceleran el procesamiento visual y determinar si las palabras de una lista corresponden a otra anterior estimula la memoria a corto plazo. Sin embargo, el estudio ACTIVE no concluyó si estos resultados reflejan una mejoría del cerebro. Lo que sí podría hacerlo es una estrategia dirigida a los procesos cerebrales “de fondo”. InSight, un programa desarrollado por Posit (US$ 395), contiene un ejercicio que obliga a discernir la dirección en que se mueve un segundo patrón antes de que el cerebro termine de procesar el movimiento del primero. El objetivo es activar una señal que reduzca el ruido cerebral. “Es más importante corregir la maquinaria subyacente para procesar información que estimular directamente funciones superiores como la memoria”, informa Mahncke, debido a que “al mejorar la proporción señal/ruido del cerebro, la información se transmite de manera más precisa y rápida”. Un estudio de 2009 reveló que con Brain Fitness (US$ 395), otro juego de Posit que se basa en el mismo principio, los adultos mayores sanos (de 65 años o más) que practicaron una hora diaria durante ocho semanas lograron mejorar su velocidad de procesamiento al nivel de los adultos de 40 años y que su memoria tuvo una mejoría que la hizo equivalente a la de una persona diez años menor. En tanto, otro estudio afirma que semejante “capacitación perceptiva” mejora la memoria de los adultos mayores. Pronto, quizás, podremos hablar de un envejecimiento “óptimo”, desde la perspectiva del cerebro.

elargentino.com

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