Panza llena, corazón contento. Cuando logramos saciar el hambre con algo rico y saludable solemos darnos por satisfechos.
¿Qué cosas le gustarán a nuestra mente para sentirse satisfecha? ¿Le daremos lo que realmente necesita? ¿Sabremos cuán justo y necesario es el plato que le ofrecemos a diario?
Se dice que la satisfacción es un punto de equilibrio físico y emocional que nos permite descubrir la plenitud. La insatisfacción, en cambio, parece remitir a la falta, al desajuste, a lo desadaptativo, al dolor de no ser, tener o poder lo que realmente nos gustaría.
"Yo soy, yo estoy, yo tengo, yo puedo. Me gustaría".
Completar estas consignas parece ser un buen ejercicio para descubrir cuán satisfechos estamos con nosotros y con nuestro auténtico proyecto personal.
En definitiva, cuanto más sintonicemos con nuestros deseos y posibilidades, cuanto más conozcamos y aceptemos cómo verdaderamente somos, la plenitud parece ser/estar más acorde al sentido de realidad de lo que se tiene/se puede/se desea.
De poco sirve alimentar falsas identidades, deseos ajenos, costumbres impuestas o recetas prestadas. Sería como ponerle sal al café o alimentar al perro con comida para gatos. Si bien esto (y mucho más) es probable, todo esto sería lo más parecido a un atentado contra la esencia, contra la mismísima satisfacción, la búsqueda permanente de lo necesario, de lo que nos motiva. Así, la relación entre lo deseable y lo accesible parece acercarnos o alejarnos del punto cero (y máximo) de la vida plena.
Partiendo de la idea de que no existe lo ideal o lo perfecto, ¿cuán satisfecho está uno con la vida que lleva?
Habrá que subirnos a la balanza y saber leer cuántos kilos de menos tenemos por no alimentarnos con lo deseable y apropiado; o cuántos kilos de más cargamos por comer tanto alimento chatarra para el alma.
lanacion.com
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