Pesa como una pluma: no más de 2 gramos. Esférica, de 40 milímetros de diámetro. Puede ser naranja, pero aquí se usan de color blanco. La melodía de su rebote es el tintineo de una pequeña campana.
En su liviano esplendor, las pelotitas van y vienen surcando la red.
Caen al piso, ruedan, se pierden. De un lado de la mesa, está el que juega sucio, donde duele. Del otro, una mujer se ríe desde la altura de sus plataformas. No sabe manejar la paleta y tampoco le importa. Hay sudor, cerveza y maníes , ventiladores poderosos que no despeinan. Suena la cumbia dulce de Los Destellos. Hoy es martes. Y es noche de ping pong .
Este nuevo circuito urbano que combina moda, ping pong (técnicamente, tenis de mesa) y música empieza a instalarse en la madrugada porteña. Lautaro Núñez de Arco, uno de los mentores de las “fiestas” de cada martes, asegura que ya es una tendencia . “Se masificó. Lo hacemos porquees una movida que rescata el viejo club de barrio, donde nadie se queda afuera.
Perdés la noción del tiempo. Hay adrenalina y endorfina. Terminás re manija”, confía. Quedar “manija” –o la alternativa “jamani”– es su código: quedarse con las ganas, no poder parar de jugar.
Unos 400 jóvenes esperan cada martes que una mesa se libere.
También existe la “Jamanijaus”, una subsede, con propuesta flúo.
Todo sucede en el San Bernardo, un bar centenario y emblema de la avenida Corrientes. Además de ping pong, allí se juega al billar, dominó y burako, dados y eternas partidas de naipes.
La decoración es mínima : un banderín de Atlanta haciéndole honor al barrio, Villa Crespo. Para entender el fenómeno del ping pong nocturno y semanal (la entrada es a la gorra y arranca en 10 pesos), hay que mencionarlo a León “Oscar” Blustein, el espíritu de los encuentros. Nadie sabe cuándo, pero fue hace poco. León murió a los 82 años mientras paleateaba en una de las mesas del San Bernardo. En su honor se celebra cada martes.
Belleza.
Cintura, muslos, rodillas y gemelos. Todo puesto al ritmo de los once puntos.
Una coreografía de músculos contenidos en calzas grises. Los ojos grandes, el cabello lacio. Una chica moderna, el rollers. Su contraparte, un varón modesto, con el bigote dibujado por el trazo de una fibra. Lleva lentes gruesos y el pelo revuelto en un mechón. Existe una categoría sociológica que define a quienes transpiran en el San Bernardo:“hipsters” . El milenio rescató el término de los años ‘40 y ahora lo usa para definir al treintañero independiente, de clase media alta o alta, profesional y “antimoda”, es decir, que esquiva “la onda” del momento.
Una nueva forma de bohemia , que incluye feria americana y comida orgánica.
“¿Hipsters? Ni a palos. Justamente, vamos en contra de esas etiquetas”, responde Lautaro. Tae Kun Choi, DJ coreano, conecta el parlante que pronto susurrará mash up , un collage musical que nadie bailará . Están demasiado manija para dedicarle un paso a la música. Entre las mesas, los skaters, los rockeros, los actores, los cineastas, los diseñadores industriales, los gráficos, los cantantes, las actrices. Y también Tito Stejman, 71 años, casi la mitad de asistencia perfecta en el San Bernardo. Dice Tito: “Esto is my life .
Con el ping pong se experimenta un extraño magnetismo.
Yo soy el patriarca de los pájaros acá, vengo siempre. Y quedo re jamani”.
Juani Molina, otro de los organizadores, destaca “lo inclusivo” de cada martes : “A nadie se le dice que no. Por la mesa va rotando gente que sabe de ping pong y otros que se animan. Todo es amigable”. Interrumpe Rulo, otro del equipo: “Uh, pero ahora con la nota va a venir toda la gilada...”.
La inclusión jamani excluye a la gilada.
Muy cerca, un pibe juega bajito y sucio. Juega donde duele. El coreano imagina que su set mueve multitudes pero apenas se escucha . Lo supera el tintineo de las pelotitas.
Una cita experimental
De boca en boca o través de Facebook, la “Jamanijaus” es una cita experimental, alternativa al San Bernardo y también más exclusiva. Hasta hace poco se hacía en un galpón de Almagro, pero ahora buscan otro lugar. La última fue con los neones a medias y unos insectos gigantes que le daban suspenso a la noche lisérgica. La consigna era sencilla: encintar las paletas con adhesivos que brillen en la oscuridad (conseguibles en librerías y ferreterías), vestirse con un remera blanca y pegar las cintas a la indumentaria. Con las mesas de ping pong también demarcadas por la cintas, la luz negra hizo el resto.
clarin.com
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