Por Guillermo Jaim Etcheverry | Para LA NACION
Una de las afirmaciones que se escucha con mayor frecuencia y en los más diversos ámbitos es la que sostiene que los niños y los jóvenes son el futuro de la humanidad. Es un hecho que aparece como tan evidente que ni siquiera consideramos justificado detenernos a analizarlo.
Sin embargo, tal vez convenga reflexionar sobre este enunciado. A fines de 2011, como parte de las actividades destinadas a celebrar el Bicentenario de Chile, el Parlamento de ese país organizó el Congreso del Futuro. Horizontes en el Bicentenario de la República. Durante la ceremonia de clausura de esa reunión académica que congregó a destacados científicos y humanistas, sus organizadores distinguieron a varios participantes con la Medalla Bicentenario. Uno de los premiados se adelantó para agradecer el honor, pero en lugar del anticipado discurso de circunstancia sólo expresó: "Siendo éste un congreso con preocupación por el futuro quiero decir algo: el futuro de la humanidad no son los niños. Somos nosotros los adultos con quienes ellos crecen". Tras pronunciar esas palabras, el reconocido neurobiólogo y filósofo chileno Humberto Maturana volvió a ocupar su lugar.
La manera impactante en que fue presentada esa osada afirmación, que sobrecoge al ser escuchada, ayuda a desentrañar una cuestión esencial en la evolución del ser humano, al poner de manifiesto que el futuro está siendo construido hoy por los adultos que somos los responsables de introducir a esos niños a la sociedad. En otra ocasión, en la que expresó una idea similar, Maturana señaló que "el futuro está en el presente", revalorizando así el vínculo entre las generaciones, enunciado que completó al afirmar que "de cómo convivan los niños dependerá la clase de adultos que llegarán a ser". El énfasis vuelve a desplazarse hacia la convivencia, a la necesidad de compartir la vida entre quienes integran las distintas generaciones, una característica central de las sociedades humanas que se ha ido desvaneciendo peligrosamente con el correr del tiempo.
Un reconocido antropólogo estadounidense contemporáneo, Clifford Geertz, señala en su libro La interpretación de las culturas que "los seres humanos somos animales incompletos que, para terminarnos, necesitamos de la cultura". Y agrega: "Entre lo que nos dice nuestro cuerpo y lo que debemos saber para poder funcionar, existe un vacío que debemos llenar con la información (o la desinformación) proporcionada por nuestra cultura". Es precisamente para hacer frente a esta necesidad de terminarnos como personas que necesitamos de la ayuda de quienes ya están actuando en la sociedad. Por esa razón el futuro no son los niños sino los adultos con quienes conviven, los reales responsables de lo que esos niños serán en el futuro.
En una época como la actual, en la que se ha desprestigiado tanto el proceso de transmisión cultural que incluso llega a ser concebido como una intromisión en el desarrollo de las nuevas generaciones al que se imagina autónomo, tal vez convenga volver a reflexionar sobre estas cuestiones esenciales para la subsistencia de las personas y de la civilización misma. Lo expresa también Geertz: "Sin seres humanos, sin duda, no hay cultura, pero también es cierto, y de manera muy significativa, que sin cultura no hay seres humanos". No es éste el ámbito para exponer sus fecundas ideas acerca de las personas como artefactos culturales, pero estas breves menciones dejan planteada la idea de que el futuro será lo que hoy hagamos de las nuevas generaciones. También para advertir que no podemos desprendernos tan fácilmente de la responsabilidad que nos corresponde como generaciones mayores, como intentamos hacerlo cuando afirmamos, con despreocupado alivio, que los niños son el futuro. Ocultamos el hecho de que no se trata sólo de ellos, que no es el suyo un destino independiente e inevitable. Como señala Maturana, los adultos debemos asumir que somos nosotros el futuro de nuestros niños.
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